ESCRIBIENDO EN LOS JARDINES

 

 

“Estando Hisae en la localidad de Nambu, en la isla de Honshu,  es cuando se encontró con la que sería el principio de una situación extraña que duraría largo tiempo. Comenzó a escribir aquella mañana, como solía hacer tantas veces, inclinada sobre su papel y poniendo los cinco sentidos en su pincel, y cuando dejó de escribir casi al mediodía y abandonó su pequeña casa y su diminuta habitación, sintió como siempre que seguía escribiendo de memoria, que se había llevado las palabras con ella y que ahora andaba por el jardín de tulipanes y girasoles apartando frases que le venían constantemente a la cabeza, tropezando con ellas, caminando cada vez más deprisa, como si alguien la llamara aceleradamente. Pero no la llamaba nadie. Aquella mañana Hisae, al estar algo fatigada, se recostó en una esquina del jardín mirando al cielo, se apoyó en una pared y cerró los ojos. Empezó  a darle vueltas a una pregunta que a veces se había hecho. Siempre sus sueños sobre los gusanos de seda o sobre los jardines se habían extendido lógicamente sobre el presente o sobre el pasado, y muchos de esos sueños los había conseguido anotar. Pero ahora, cuando pensaba en el futuro que le depararía el tiempo, se preguntó por  primera vez si seguiría soñando. Le dio vueltas a pensar si el futuro podría cambiar sus sueños y con el cuerpo abandonado y somnoliento empezó a preguntarse: ¿seguiré soñando mañana? Vestía aquella mañana Hisae, tal como ella quiso recordarlo, un kimono rojo, de tonos intensos, esfumados a veces en penumbra. Todo aquel vestido estaba distribuido en una especie de grandes marcas cuadradas a las que ella siempre había llamado «ventanas” y en las que se reflejaban los colores del día. En cada una de aquellas ventanas el sol daba una tonalidad diferente y a través de aquellas ventanas extendidas sobre la tela, ella había pensado que podía dedicarse a soñar. Recordaría también  años después que aquel kimono rojo siempre le había atraído porque creía ver en él, a través de las aberturas de la tela, lo sucedido en épocas pasadas. Pero aquella mañana para Hisae fue muy distinta. De repente el jardín de tulipanes se le nubló en la cabeza y enseguida por una de aquellas ventanas de su kimono empezó a salir un hilo de humo blanco, como si la ventana se redondeara y se hundiera igual que un cráter, exactamente como un pequeño cráter, y envolviendo toda su orla asomó un tono amarillento que recordaba a los granos de arena, unos granos diminutos que empezaron poco a poco a extenderse y a espolvorear toda la tela. Una delgada columna de humo, muy parecido al gas, ascendió también de una de las ventanas del kimono y la hizo adormecer. El gas o los gases la fueron llevando a un profundo sueño de imágenes y pesadillas que la cubrieron y la transformaron en una especie de volcán.”

José Julio Perlado

(del libro “Una dama japonesa”) ( relato inédito)

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(Imágenes— 1-japanese art/ 2-Kaichi Kobayashi)

EL VIAJE DE NOVIOS DE HISAE IZUMI

 

 

“ Desde lejos vio reflejada la figura de Kiromi  Kastase, su antiguo amor, que estaba andando ahora sobre los jardines como si no hubiera muerto hacía años en la batalla de Dan- Nō- ura, en el estrecho que une a las islas de Kyūshū y de Honshü. Vestía en ese momento Kiromi Kastase el eterno kimono blanco de los hacedores de espadas y  Hisae, nada más verlo en la lejanía, corrió enseguida  hacia él y se puso inmediatamente a su lado, y juntos emprendieron los dos una especie de extraño viaje de novios como nunca hubieran podido imaginar. Visitaron en primer lugar la Cascada junto a la puerta del dragón, de la que habían oído hablar mucho pero que no conocían y que estaba al pie de la montaña, no lejos de allí, en el norte del “Pabellón”. Aquella cascada era una larga lengua de agua derramándose sobre una roca que tenía forma de pez y que parecía dispuesta a ascender cascada arriba ya que le habían prometido que allí se transformaría en dragón. Pero naturalmente la roca no se movía. Todo el tiempo que estuvieron Kiromi y Hisae, los dos kimonos juntos, contemplando la cascada, fue un tiempo superior a las dos horas pero a ellos les pareció segundos. La cascada seguía derramándose verde y azul entre el musgo y la espuma  y frente a ella la roca puntiaguda seguía mirando fijamente a la cascada, como si la fuera a asaltar.  Poco tiempo después, quizá al cabo de una hora o de  un día, Hisae no lo supo  bien, ella le pidió  a Kiromi que le gustaría aprovechar ese viaje para visitar al gran pintor Sesshû Tôyô, que tenía su taller en Ôita, en la isla de Kyūshū, en el mar interior. Allí fueron los dos, y cuando llegaron al atardecer hasta Ôita encontraron a Sesshû  envuelto en su túnica de monje y  pintando  al aire libre. Su taller era todo un enorme conjunto de rocas y  de árboles que el tiempo iba marcando con trazos vigorosos, desde un negro profundo en un primer plano a ciertas lejanas montañas bañadas en agua y disimuladas en la niebla. Su taller era simplemente la naturaleza. De vez en cuando Sesshû estiraba la mano, tomaba la fina rama oscura de un árbol transformándola en pincel y comenzaba a trabajar. Los dos kimonos, el  rojo de Hisae y el blanco de Kiromi, se sentaban muchas tardes junto al pintor y contemplaban las transformaciones. Una de aquellas tardes aparecieron en el horizonte, al fondo, unas montañas envueltas en bruma, algo más cerca unos acantilados y unos arbustos, más cerca aún un techo triangular sobre una casa aislada y ya mucho más cerca, casi al lado del pintor y rozando los kimonos de Hisae y de Kiromi que lo observaban asombrados, una superficie  plana con agua, y sobre el agua, a la derecha, dos personas en un bote de remos. Aquello era un prodigio de profundidad y de perspectiva. Entonces Sesshû Tôyô nada más verlo, se levantó del suelo y tomando  despacio y  con ambas manos y bastante esfuerzo los bordes de aquel paisaje horizontal lo fue levantando poco a poco de la tierra hasta colocarlo completamente vertical. Sesshû no había cumplido aún los cincuenta años y mostraba una gran fuerza en los brazos unida a una enorme delicadeza. Colocó muy erguido aquel pergamino colgante de tinta salpicada o tinta derramada, como él lo llamaba, lo apoyó con cuidado en una de las paredes del taller que era simplemente apoyarlo en la naturaleza, y lo bautizó como proyecto — y así se lo confió a Hisae  — para una pintura futura que él denominaría “Haboku- sansui” y que no pensaba terminar hasta muchos años después, cuando se viera más maduro como artista. “

José Julio Perlado

(del libro “Una dama japonesa” ( relato inédito)

 

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(Imágenes—1-Surinomo  Shibata Zedkiin/ 3-Suzuki Harunobu-1767)