SOY UN GRAN EMBAUCADOR

 


“La memoria es un componente misterioso, casi indescifrable, que nos une a cosas que nosotros no recordamos haber vivido y nos plantea continuamente entrar en contacto con otras dimensiones,  acontecimientos, sensaciones que nosotros no sabemos definir pero que confusamente sabemos  que han existido.— decía Fellini en1992, en la película de Damien Pettigrew —. Yo tengo una tendencia natural a inventarme una juventud, una relación con mi familia, una relación con la vida. Tengo la impresión de que lo he inventado todo. Para mi, las cosas que nunca han sucedido pero que yo he inventado son mucho más verdaderas. Es el caso, por ejemplo, de mi villa natal; la verdadera Rimini es la  que aparece en dos películas : “I Vitelloni” y “Amarcord”. Me parece que estas dos reconstrucciones pertenecen mucho más a mi vida que la otra, la Rimini topográfica. En resumen, soy un gran enbaucador”.

 

Me gustaría recordar quienes son mis padres espirituales — decía en otra ocasión —: Pinocho, Dickens, “La isla del tesoro”, Edgar Allan Poe, Verne y Simenon, con el cual he tenido una gran amistad y al que yo admiro enormemente. Había otro escritor de novelas –  Yambo — ¿ quién se acuerda de él ?,  que las ilustraba con dibujos que a mí me han parecido siempre muy bellos. Entre muchos otros, él inventó un personaje que se llamaba Mestolino. Era verdaderamente  mi retrato: un muchacho delgado, incapaz de decir la verdad. Yo no tengo grandes recuerdos, todos los he entregados en mis películas. Abandonándolos al público, ya no sé distinguir lo que realmente ha sucedido y lo que yo he inventado.”

( a los cíen años del nacimiento de Fellini)

 

(Imágenes— 1-“La Strada”/ 2-preparando “Amarcord”/ 3- Fellini con Anouk Aimé)

«EL QUE NO INVENTA NO VIVE»

«Una nariz paseando en carroza por San Petersburgo, Gregorio Samsa intentando avanzar como insecto por el pasillo de la casa de Praga, las dos mitades del vizconde separadas en Italo Calvino, un barón que ya no bajará nunca de los árboles, nadie ‑es decir, Agilulfo‑ dentro de una armadura… Estamos, no en las autopistas de la información, sino más bien en las autopistas de la invención, o mejor dicho ‑por usar aquí otro título anterior de Calvino‑, en el sendero de los nidos de araña de la imaginación, en ese recorrido inesperado y sorprendente que le hacía decir a Nabokov al dictar sus cursos universitarios en CornellLa verdad es que las grandes novelas son grandes cuentos de hadas (…) La literatura nació el día en que un chico llegó gritando el lobo, el lobo, sin que le persiguiera ningún lobo (…) La literatura es invención. La ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran embaucador, como lo es la architramposa Naturaleza. La Naturaleza siempre nos engaña. Desde el engaño sencillo de la propagación de la luz a la ilusión prodigiosa y compleja de los colores protectores de las mariposas o de los pájaros, hay en la Naturaleza todo un sistema maravilloso de engaños y sortilegios. El autor literario no hace más que seguir el ejemplo de la Naturaleza

Por el sendero de los nidos de araña de la embaucación, las gentes entran en las librerías y pagan por llevarse mentiras encuadernadas que les hagan escapar unas horas de la chata realidad del metro, de la oficina, de la cocina, del tráfico y del comedor para sumergirse en esa otra realidad del metro, de la oficina, de la cocina, del tráfico o del comedor que cuenta cada escritor a su manera, algunos imitando mucho la realidad pero entregando la esencia impalpable de una atmósfera familiar de interiores (como Chejov, como Cheever, como Carver) o enriqueciendo también lo auténtico con la inserción de lo fabuloso en la vida real, modificando así esa realidad hasta hacerla pasar sencillamente por los anillos del asombro.

En el fondo lectores y escritores hacen lo mismo. Como si se citaran en ese punto equidistante que es la historia imaginada, la historia de ficción (encuadernada o bien proyectada en una pantalla), cada uno ha salido de la casa de su realidad, que tiene ya muy vista y habitada, para marchar en busca de otra casa diferente y nueva, la mansión de la ficción. Calvino lo explica claramente:» yo me puse a escribir de la manera que me era más natural, es decir, siguiendo los recuerdos de lecturas que me habían fascinado desde mi infancia. En lugar de esforzarme por construir el libro que yo debía escribir, la novela que se esperaba de mí, he preferido imaginar el libro que a mí me hubiera gustado leer, un libro encontrado en un granero, de un autor desconocido, de otra época y de otro país«. El escritor deja su carga de inventiva en medio de los bosques narrativos y al poco tiempo llega el lector a buscarla paseando entre los árboles. Cada uno retorna luego a su casa. El lector, ya en la suya, se sienta ante el libro y escucha:«Relájate. Recógete ‑le está diciendo el escritor nada más empezar, desde las primeras páginas‑ Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre está la televisión encendida. Dilo en seguida, a los demás: “¡No, no quiero ver la televisión!”. Alza la voz, si no te oyen: “¡Estoy leyendo! ¡No quiero que me molesten!” Quizá no te han oído, con todo ese estruendo; dilo más fuerte, grita (…) Adopta la postura más cómoda: sentado, tumbado, aovillado, acostado. Acostado de espaldas, de costado, boca abajo. En un sillón, en el sofá, en la mecedora, en la tumbona, en el puf. En la hamaca, si tienes una hamaca. Sobre la cama, naturalmente, o dentro de la cama. También puedes ponerte cabeza abajo, en postura yoga. Con el libro invertido, claro».

El lector está así, en su casa de la lectura, sumergiéndose, disfrutando de cuanto le va diciendo ‑le va escribiendo‑ el escritor».

El ojo y la palabra«, páginas 86-.87)

En el día en que Ana María Matute ha recordado al recibir el Cervantes: «El que no inventa no vive»

(Imagen:-1- Ida Outhwaite.– en la espesura del bosque/2.-Ana María Matute en la ceremonia de rececpción del Premio Cervantes en Alcalá de Henares.-elpais.com)


ANIMADOS OBJETOS

«Un cortaplumas guardado en un cajón – decía Stanislaw Lem – puede olvidar a qué lugar pertenece, y uno podría llegar a encontrarlo en un sitio del todo distinto, como en un estante, entre libros. El cortaplumas, incapaz de regresar a tiempo a su cajón, no tendría más remedio en esa situación que duplicarse, por lo que habría dos iguales. Yo creía que los objetos inanimados estaban sujetos a la lógica y tenían que seguir unas reglas definidas, y que quien fuera conocedor de tales reglas podría controlar todo el asunto. De un modo hermético y casi reflexivo me aferré a esas creencias durante años, y aún hoy no estoy del todo libre de elllas».

Cuenta todo esto el autor de «Solaris» en «El castillo alto» (Funambulista), que no son unas Memorias clásicas sino «un experimento cuyos resultados esperaba con curiosidad, como si no fuera yo quien hablara solamente, sino las imágenes y anécdotas narradas por la voz de un extraño». Lem recuerda lógicamente a personas de su infancia pero convoca también a los objetos que en aquellos años le rodearon, mundo curioso éste de los objetos  – los  que conversan, o los que estan cansados – y al que ya me he referido alguna vez en Mi Siglo. A veces ese tintineo de las cucharillas al rozarse sus curvadas espaldas dentro de un cajón del comedor sólo lo percibe un niño o un artista, o el niño que un día será artista y que aún no lo sabe, pero que también escucha a la perfección las conversaciones que paraguas y bastones están teniendo en el vestíbulo o cómo suspiran fruncidas por el viento las suaves mejillas de las cortinas. Todos los objetos tienen una íntima vida, y a veces es una vida espontánea creada por los niños, que tomaron el objeto entre las manos e inventaron un objeto distinto – con propiedades singulares -, pero sobre todo con prodigiosa imaginación. Para esos niños – recordaba Roger Caillois en «Fisiología de Leviatán» (Sudamericana) -,»el más insignificante cortapapeles hace la figura de un puñal, una botella que contenía una poción inofensiva se convierte en un frasco lleno del más fulminante de los venenos (…) . «Esos «tesoros» de los niños consisten en objetos privilegiados. (…) ; no son bellos sino brillantes. He aquí por qué el niño conserva el papel de estaño que envuelve las tabletas de chocolate que come. Prefiere las bolitas de acero a las otras. Ninguna sustancia lo seduce más que el mercurio (…) : ese metal que se pliega, que uno arruga y con el que se puede recubrir y platear los objetos; aquel otro que los dedos no logran captar, que fluye, que se desparrama en pequeñas gotas y cuyo contacto es helado. Por eso mismo – para el niño (habría que añadir que también para el artista) – entra en la categoría de los objetos privilegiados».

Recuerdo muy bien una exposición de arte oriental que visité hace pocos años y donde me sedujo aquella figura gigantesca de un suntuoso carruaje de hace siglos, con sus doradas ruedas, sus puertas realzadas con infinitas pinturas de colores, y que  iba tirado por un enorme caballo construido tan sólo de televisores. Televisores de todos los tamaños, con sus ventanas iluminadas y apagadas como ojos y orejas y patas y pezuñas,  televisores en color y en blanco y negro formando el tronco y la cabeza de un gran animal apocalíptico que conducía, a su peculiar trote, el movimiento secular de la comunicación antigua, la majestuosa riqueza del viejo vehículo.

El artista – como un niño grande – había transformado de algún modo el objeto para darle nueva utilidad y sentido. Allí los objetos cruzados en la figura iluminada del animal, apagándose y encendiéndose en el aire, nos empujaban al salto de las comunicaciones futuras, que tendían su cuello hacia adelante, pero que no olvidaban arrastrar su sabio cuerpo de siglos.

Los objetos que nos rodean nos miran dejando que nosotros les miremos. De pronto a un niño -grande o pequeño – se le ocurre que dentro de ese objeto hay otro y de inmediato lo extrae de sí mismo, y en un golpe de invención, lo saca a la luz.

(Imágenes:-1.- Motorcycle.-2006.-escultura de Shi Jindian.-2006.-Andrew Bae Gallery.-artnet/ 2.-Does Rock Dream ?.-2008.-escultura de Simon Hitchens.-2008.-Maddox Arts.-London.-artnet)

VENTAJAS DE LA CRISIS

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«No pretendamos que las cosas cambien – dijo Einstein-, si siempre hacemos lo mismo. La crisis es la mejor bendición que puede sucederle a personas y países, porque la crisis trae progresos. La creatividad nace de la angustia, como el día nace de la noche oscura. Es en la crisis que nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias. Quien supera la crisis, se supera a sí mismo sin quedar «superado».

Quien atribuye a la crisis sus fracasos y penurias, violenta su propio talento y respeta más a los problemas que a las soluciones. La verdadera crisis, es la crisis de la incompetencia. El inconveniente de las personas y los países es la pereza para encontrar las salidas y las soluciones. Sin  crisis no hay desafíos, sin desafíos la vida es una rutina, una lenta agonía. Sin crisis no hay méritos. Es en la crisis donde aflora lo mejor de cada uno, porque sin crisis todo viento es caricia. Hablar de crisis es promoverla, y callar en la crisis es exaltar el conformismo. En vez de esto, trabajemos duro. Acabemos de una vez con la única crisis amenazadora, que es la tragedia de no querer luchar por superarla».dinero-cc-jonho-jeon-arario-gallery-korea

No hago más que transcribir aquí palabras recibidas.

(Imágenes: 1.- «The White House», 2006.- por Joonho Jeon, artista coreano.-Arario Gallery.-Korea (South); Benjing, China; Seoul, Korea (South) -artnet/ 2.-«In Gog We Trust», 2004.-por Joonho Jeon.-Arario Gallery.-artnet)

«LA NARIZ» DE GÓGOL

El día 10 de julio escribí en Mi Siglo sobre Hoffman y la  mágica invención. Comentaba «El puchero de oro» y me refería a 1813. Veintidós años después, en 1835, el escritor ruso Nicolás Gógol  publica La nariz dentro de los Cuentos de San Petersburgo (en donde también aparece  su celebérrimo El abrigo) y  da un salto imaginativo enormemente audaz, adelantándose más de un siglo a las aperturas fantásticas de un García Márquez.  Hoffman lograba la mágica invención en la literatura alemana  y Gógol  la conseguía  en la literatura rusa. El relato de Gógol es sencilla y simplemente la desaparición súbita de una nariz.

    » Iván Yakovlevich, por razón de decencia – escribe Gógol -, se puso el frac sobre la camisa y, habiendo tomado asiento a la mesa, echó sal, preparó dos cabezas de cebolla, tomó el cuchillo y, después de hacer una mueca significativa, se dispuso a cortar el pan. Una vez que hubo partido el pan en dos pedazos miró al centro y, con asombro, vio algo que brillaba. Iván Yakovlevich lo limpió cuidadosamente y lo examinó con los dedos.

     ‑¡Está duro! ‑se dijo‑ ¿Qué podrá ser?

     Metió los dedos y se quedó helado: ¡una nariz!…; sus manos se apartaron, empezó a frotarse los ojos y a tocarla: una nariz, en efecto, una nariz, y hasta le parecía que fuese de un conocido. (..) sabía que la nariz era del asesor colegiado Kovalev, a quien afeitaba los jueves y domingos.»

Y Gógol, tras describir cómo el asustado barbero Iván Yakovlevich se desprende de la nariz arrojándola al río, pasa a contar con toda naturalidad lo que le sucede a su vez al mayor Kovalev, que se ha quedado sin nariz:

     «Así el lector podrá juzgar ya la situación de este mayor cuando se encontró en vez de su nariz, bastante aceptable y regular, por otra parte, con un estúpido sitio liso y plano.

     Como, por desgracia, no hubiera ni un cochero en la calle y se viese obligado a ir a pie, se envolvió la cara en su capote, y, con el rostro cubierto con el pañuelo, al verlo daba la impresión de que tenía sangre.

     “A lo mejor me lo ha parecido a mí así: no es posible que haya perdido la nariz tontamente”, pensó, y de modo intencionado penetró en una confitería con objeto de mirarse en un espejo..»

Y Gógol prosigue impertérrito describiendo las andanzas del mayor Kovalev por la ciudad:

    » (…) De pronto se halló como enterrado a la puerta de una casa; en sus ojos tuvo lugar un fenómeno inexplicable: ante un portal se detenía un coche, se abrió la puerta y saltó fuera y se inclinó un señor vestido con uniforme, subiendo con presteza las escaleras. ¡Cuál no sería el terror y, al mismo tiempo el asombro de Kovalev, cuando se dio cuenta de que era su propia nariz! A la vista de ese espectáculo extraordinario le pareció que todo daba vueltas ante sus ojos; sintió que apenas podía tenerse en pie; pero se dispuso a esperar su vuelta al coche, pasara lo que pasara, aunque temblaba como febril. Dos minutos después salió la nariz, en efecto. Iba con uniforme bordado de oro, con el cuello levantado, llevaba pantalones de gamuza y una espada al costado. Por el sombrero podía deducirse que tenía el rango de consejero de Estado. Podía suponerse que iba de visita. Miró a ambos lados y gritó al cochero: “¡En marcha! «. Se sentó y partió.«

Esto está escrito en la primera mitad del siglo XIX, como también en esa primera mitad del siglo escribe Hoffman su mágica invención. Gógol se explaya aún más : cuenta cómo esta nariz se pasea en carroza por la ciudad de San Petersburgo con uniforme de gran funcionario. El consejero Kovalev trata en vano de convencer a la nariz para que vuelva a su sitio pero no lo consigue. La audacia del escritor ruso es asombrosa y  admirable. Nabokov, en su estudio sobre Gógol (Littera), recuerda en este escritor  «el leitmotif nasal a lo largo de toda su imaginativa obra y resulta difícil –dice –  encontrar a cualquier otro autor que haya descrito con tanto entusiasmo olores, estornudos y ronquidos (…) Las narices gotean, las narices se mueven de forma nerviosa, a las narices se las toca cariñosa o groseramente; un borracho intenta serrar la nariz de otro; los habitantes de la luna (así lo describe un loco) son Narices. El hecho de si «la fantasía engendró la nariz o la  nariz engendró la fantasía» no es esencial. Considero más razonable olvidar que la exagerada preocupación de Gógol por las narices se basaba en el hecho de que la suya fuese anormalmente larga y tratar el olfativismo de Gógol  – e incluso su propia nariz  – como una estratagema literaria relacionada con el amplio humor de las fiestas en general y con el humor nasal ruso en particular.Nosotros estamos alegres de narices o tristes de narices. El despliegue de alusiones nasales que tiene lugar en una famosa escena del Cyrano de Bergerac de Rostand no es nada comparado con los cientos de proverbios y dichos rusos que giran en torno a la nariz. Gógol había descubierto nuevos olores en la literatura (que llevaron a un nuevo «escalofrío«). Como reza un dicho ruso, «el hombre con la nariz más larga ve más allá»; y Gógol veía con sus narices».

De cualquier modo, un ejemplo más de que la mágica y prodigiosa invención en la literatura se remonta siglos atrás, camino arriba de las novelas y de los cuentos y que en absoluto es propiedad del siglo XX. 

(Imágenes: Marc Chagall, «Homenaje a Gógol«.-moma.org/retrato de Gógol.-centros5.pntic.mec.es/ representación teatral de «La nariz»/ escena de «El inspector«, otra de las obras de Gógol.-escenicas.univable.edu.com)

INSOMNIACA

Anoche me acosté y hacia las dos y cuarto comencé a viajar a  la ciudad de Insomniaca,  al norte de Nigeria, esa ciudad que tiene la singular costumbre de no dormir y donde sus habitantes no tienen idea ninguna de lo que es el sueño. Anduve despierto por sus calles, recordé lo que cuenta de ella Arthur John Newman Tremearme en el libro que publicó en Londres en 1913 y advertí, tal como me habían relatado, que allí los extranjeros estamos siempre en grave peligro. Si cualquier viajero intenta adormecerse o entrecerrar los ojos, en el momento en que se queda dormido, es inmediatamente enterrado con gran pompa sin apenas moverlo -sin que él nunca se aperciba  -, pues los indígenas lo decretan muerto. Por eso anduve toda la noche despierto, observando los rostros y los comercios, procurando andar, no me senté en banco ninguno, no me apoyé en ninguna esquina,  anduve y anduve varias horas, quizá hasta las cuatro.  Hacia las cinco menos cuarto, tal vez serían  menos diez,  llegué muy cansado  a la frontera del Silencio, esa otra ciudad de la región de Libia, a orillas del río Zaire, la ciudad de la que habla Poe en uno de sus cuentos,  allí donde aguas malsanas no llegan nunca al mar y se quedan palpitando eternamente bajo el sol en una  ebullición convulsiva. A lo largo de muchos kilómetros, a ambos lados del legamoso lecho del río, se extiende un pálido desierto de gigantescos nenúfares.

La región apesta a causa de una maléfica y sombría selva de flores envenenadas y con una maleza perpetuamente agitada a pesar de la ausencia de viento. Al borde del río se levanta una gran roca gris en la que aparece grabada la palabra Desolación. El país entero está maldito por el silencio. La luna está inmóvil, el rayo no tiene luz, las nubes están suspendidas, las aguas están siempre al mismo nivel y los árboles olvidan balancearse.

Se prueba allí la penosa sensación de quedar sometido a la sordera y reducido al mutismo total.

Hacia las seis de la mañana – tal vez serían las seis y cuarto – volví a Insomniaca procurando no dormirme ni apoyarme en nada. Crucé las calles de nuevo, observé los comercios iluminados y logré salir sin cerrar los ojos, completamente despierto como así había ocurrido en toda la noche,  pasando suavemente la página que estaba leyendo de Alberto Manguel que me estaba guiando por su Breve guía de lugares imaginarios.

(Imágenes:Insomnio.-por Remedios Varo.-redescolar.ilce.edu.mx/ elefante, por Gregory Colbert)

HOFFMAN O LA MÁGICA INVENCIÓN

«El estudiante Anselmo se encontró ante la puerta a las doce en punto. Al llegar dirigió la mirada al grueso llamador de bronce; pero cuando, al sonar la última campanada en el reloj de la iglesia próxima, se disponía a cogerlo para llamar, se encontró con que el rostro metálico le dirigía una mirada aviesa al tiempo que una sonrisa asquerosa. ¡Era el rostro de la vendedora de manzanas de la Puerta Negra! Los dientes afilados castañeaban en la boca fláccida, y al castañear decían: «¡Estúpido…,estúpido…,estúpido…., espera un poco, espera! ¿Por qué has salido, estúpido?» Asustado, el estudiante se echó hacia atrás; quiso coger la jamba de la puerta; pero su mano se agarró al cordón de la campanilla, que sonó repetidas veces de un modo extraño, y en toda la casa el eco repetía : «¡Pronto caerás en cristal!» El estudiante se sintió acometido de un terror que le produjo el frío de la fiebre. El cordón de la campanilla se inclinó hacia abajo, convirtiéndose en una serpiente blanca y transparente que le rodeaba y le oprimía cada vez más fuerte en sus contorsiones, hasta que los miembros tiernos, triturados, se rompieron en pedazos, y de sus venas brotó la sangre, penetrando en el cuerpo transparente de la serpiente y poniéndole a él al rojo vivo.  !¡Mátame, mátame!», quería gritar aterrorizado; pero sólo conseguía articular un sonido ronco. La serpiente levantó la cabeza y dirigió su afilada lengua desde la tierra al pecho de Anselmo, y entonces él sintió un agudísimo dolor en el pulso y perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí estaba en su modesta cama, y a su lado el pasante Paulmann, le decía:

Por amor de Dios, querido Anselmo, ¿qué extravagancias son esas?».

No estamos ante el realismo mágico ni ante el moderno itinerario hacia  una  gran experimentación.  Tampoco ante un sueño. Estamos en septiembre de 1813 cuando el escritor – y compositor- alemán Ernst Theodor Amadeus Hoffman escribe su cuento «El puchero de oro «. Lo empezará en septiembre y lo acabará en febrero de 1814. «Una estrella  particular  – dirá E.T.A. Hoffman – reina sobre mí en ciertos momentos importantes y mezcla con la realidad cosas fabulosas, en las que nadie cree, y que a menudo me parecen brotadas de lo más profundo de mí mismo. Pero enseguida adquieren fuera de mí un valor distinto y se convierten en los símbolos místicos de esa categoría de lo maravilloso que, a cada instante, en la vida se ofrece a nuestra mirada». Aquí está la confesión de toda su literatura. «El puchero de oro» transcurre en la ciudad de Dresde y por sus calles el estudiante Anselmo sale a pasear por la Puerta Negra. Todo lo que sucede en ese libro tiene un doble significado: la vieja vendedora de manzanas que maldice al estudiante Anselmo porque le ha tirado su cesta, es una bruja hechicera; las tres doradas serpientes que hablan al estudiante mientras éste se encuentra  tumbado bajo el árbol sauco, son las hijas del archivero Lindhorst; el archivero, a su vez, es una salamandra. En ocasiones las trasmutaciones son tan extrañas que la vieja es simplemente una cafetera o se convierte en el llamador de bronce de la casa del archivero.

¿No estamos, en la primera decada del siglo XlX,  con una audacia literaria total, muy por encima de los aciertos que luego traerán algunas novelas del XX? Hoffman nos dice que si el archivero es una salamandra, su padre es una pluma vieja y su madre una zanahoria despreciable. En este cuento hay hombres que parecen buhos y hombrecillos que son papagayos mientras las mujeres son serpentinas. En Hoffman se integra el mundo irreal dentro de la realidad y se  logra que irrumpa lo insólito en la vida cotidiana. En 1803 se había preguntado en su «Diario«: «¿ Habré nacido para pintor o para músico?». Como ayer comentaba en Mi Siglo al hablar de las «vocaciones múltiples», Hoffman se volcó en la escritura y también en la música. «Cascanueces» y muchas otras de sus obras fueron llevadas  a los  escenarios y transformadas en célebres ballets.

Como él había escrito en «Opiniones del Gato Murr«, «las maravillas mayores acontecen en el interior del hombre, y pueden ser expresadas excelsamente por las palabras, los olores, las formas y los sonidos».

(Imágenes: «Cascanueces», ballet basado en un cuento de Hoffman, música de Tchaikovsky.-petersburgo.info/ retrato de E.T.A. Hoffman)

EL HOMBRE QUE QUERÍA SER LIBRO


– Cuando era pequeño – me dice Amos Oz -, quería crecer y ser libro: a las personas se las puede matar como a hormigas. Tampoco es difícil matar a los escritores. Pero un libro, aunque se lo elimine sistemáticamente, tiene la posibilidad de que un ejemplar se salve y siga viviendo eterna y silenciosamente en una estantería olvidada de cualquier biblioteca perdida de Reikiavik, Valladolid o Vancouver.

Estamos charlando en su despacho de trabajo, entre libros, ante un mapa extendido sobre el atril, y nos llega el aroma de esa biblioteca de infancia que él contó de forma extraordinaria en Una historia de amor y de oscuridad.

– Aquel que busca el corazón del relato en el espacio que está entre la obra y quien la ha escrito – me dice – se equivoca: conviene buscar no en el terreno que está entre lo escrito y el escritor, sino en el que está entre lo escrito y el lector. En vez de preguntar: «Cuando Dostoyevski era estudiante, ¿de verdad asesinó y robó a ancianas viudas?», prueba tú, lector, a ponerte en el lugar de Raskolnikov para sentir en tus carnes el terror, la desesperación y la perniciosa miseria mezclada con arrogancia napoleónica, el delirio de grandeza, la fiebre del hambre, la soledad, el deseo, el cansancio y la añoranza de la muerte, para hacer una comparación (cuyo resultado se mantendrá en secreto) no entre el personaje del relato y los distintos escándalos en la vida del escritor, sino entre el personaje y tu yo secreto, peligroso, desdichado, loco y criminal, esa terrible criatura que encierras siempre en lo más profundo de tu mazmorra más oscura para que nadie pueda adivinar jamás la esencia de tu existencia, ni tus padres, ni tus seres queridos, no sea que se aparten de ti con espanto igual que se huye ante un mostruo.

Salimos fuera, a la calle, y me dedica la conferencia que él pronunció hace siete años, «Sobre el goce de escribir y el compromiso«. Contemplando a cuantos cruzan a a nuestro lado me habla de su trabajo de inventor de historias, de cómo imagina él los relatos y las vidas:

– Aprendí de alguna forma – me explica mientras caminamos – a morigerar mi soledad mirando a la gente, adivinando, inventando, a veces escuchando al azar fragmentos de conversación y uniéndolos, como un hombre de la Stasi. Detallitos de información para crear, a veces, un historial incriminatorio. Tengo que confesar que todavía hoy hago lo mismo cuando tengo que «matar el tiempo», por llamarlo de alguna manera, en un aeropuerto, sentado a la sala de espera del dentista o de pie haciendo cola. En vez de leer periódicos o rascarme la cabeza, fantaseo. Claro que algunas de mis fantasías actuales no son tan inocentes como mis fantasías infantiles. Pero todavía fantaseo. Y es un pasatiempo útil, no sólo para un novelista, no sólo para un escritor, sino para todos y cada uno de nosotros. Pasan tantas cosas en cada esquina, en la cola de cada parada de autobús, en cada sala de espera de una clínica, en cada café… De hecho, muchos seres humanos cruzan nuestro campo de visión cada día y la mayor parte del tiempo no suscitan nuestro interés: ni siquiera reparamos en ellos, vemos siluetas en general. Así que si uno adopta la costumbre de observar a los extraños, con un poco de suerte termina escribiendo historias al fantasear acerca de lo que la gente se hace entre sí o qué relación hay entre ellos.
Le recuerdo a Oz cuando nos vimos en Oviedo, sentados en el parque de San Francisco, tras darle el Premio Príncipe de Asturias el año pasado, aquella conversación de la que hablé en Mi Siglo el 28 de octubre de 2007.
Después me paro ante una librería. Veo un ejemplar de Contra el fanatismo, entro y consigo comprarlo. Me llevo a Amos Oz en el bolsillo transformado en libro.

EL ARTE DE CONVERSAR

Paseo por las afueras de Madrid con Oscar Wilde, al que llevo metido en un bolsillo en forma de libro, El arte de conversar (Atalanta), veintiocho relatos del escritor inglés y una colección de aforismos.

Pero lo que me interesa es charlar, dejarle hablar, que él me escuche, el juego de las reverencias en el diálogo, el respeto mutuo, la cortesía al exponer y al defender argumentos, toda la educación de las palabras cuando mezclan interés y atención entre pausas, como si el paseo en el tiempo se detuviera.

Le cuento que tengo este blog titulado Mi Siglo, la invención de la realidad, y Wilde sonríe:

– El placer superior en literatura es dar realidad a lo que no existe – me dice.

Por eso estas invenciones de los paseos, estas pisadas en la fantasía, los crujidos de nuestros zapatos tienen más fuerza que todas esas vidas con las que nos cruzamos, esas vidas que nos saludan al pasar, todos esos hombres y mujeres reales que nos ven como fantasmas.

Le pregunto a Wilde qué libros lee y si presta libros.

– Cuando se da un libro – me dice -, debiera darse un libro encantador, tan encantador, que sintiera uno haberlo dado y que al mismo tiempo, no quisiera que le fuera devuelto.

Se detiene un momento, saco de mi bolsillo El arte de conversar y le pregunto cómo podrían dividirse los libros.

Wilde hojea el volumen que él ha escrito y me comenta:

– Los libros pueden ser muy cómodamente divididos en tres clases: 1ª Los que hay que leer… 2ª Los que hay que releer…y 3ª los que no hay que leer nunca… La tercera clase es, con mucho, la más importante… Realmente, decir a las gentes lo que no deben leer es una de las necesidades que se dejan sentir, sobre todo en este siglo en que vivimos, en un siglo en que se lee tanto, que ya no tiene uno tiempo de admirar, y en que se escribe tanto, que ya no tiene uno tiempo de pensar. Quien escoja en el caos de nuestros modernos programas los Cien peores libros y publique la lista de ellos, hará un verdadero y eterno favor a las generaciones futuras.

Guardo el libro en el bolsillo, echo a andar con Wilde por los paseos de la conversación. Pasan las gentes saludándonos, sorprendidos de que no seamos fantasmas. La invención de la realidad da una vuelta entre árboles y setos, vemos la ciudad al fondo, y llegamos así -el escritor inglés y yo – a la plazuela de las despedidas.