«LA NARIZ» DE GÓGOL

El día 10 de julio escribí en Mi Siglo sobre Hoffman y la  mágica invención. Comentaba «El puchero de oro» y me refería a 1813. Veintidós años después, en 1835, el escritor ruso Nicolás Gógol  publica La nariz dentro de los Cuentos de San Petersburgo (en donde también aparece  su celebérrimo El abrigo) y  da un salto imaginativo enormemente audaz, adelantándose más de un siglo a las aperturas fantásticas de un García Márquez.  Hoffman lograba la mágica invención en la literatura alemana  y Gógol  la conseguía  en la literatura rusa. El relato de Gógol es sencilla y simplemente la desaparición súbita de una nariz.

    » Iván Yakovlevich, por razón de decencia – escribe Gógol -, se puso el frac sobre la camisa y, habiendo tomado asiento a la mesa, echó sal, preparó dos cabezas de cebolla, tomó el cuchillo y, después de hacer una mueca significativa, se dispuso a cortar el pan. Una vez que hubo partido el pan en dos pedazos miró al centro y, con asombro, vio algo que brillaba. Iván Yakovlevich lo limpió cuidadosamente y lo examinó con los dedos.

     ‑¡Está duro! ‑se dijo‑ ¿Qué podrá ser?

     Metió los dedos y se quedó helado: ¡una nariz!…; sus manos se apartaron, empezó a frotarse los ojos y a tocarla: una nariz, en efecto, una nariz, y hasta le parecía que fuese de un conocido. (..) sabía que la nariz era del asesor colegiado Kovalev, a quien afeitaba los jueves y domingos.»

Y Gógol, tras describir cómo el asustado barbero Iván Yakovlevich se desprende de la nariz arrojándola al río, pasa a contar con toda naturalidad lo que le sucede a su vez al mayor Kovalev, que se ha quedado sin nariz:

     «Así el lector podrá juzgar ya la situación de este mayor cuando se encontró en vez de su nariz, bastante aceptable y regular, por otra parte, con un estúpido sitio liso y plano.

     Como, por desgracia, no hubiera ni un cochero en la calle y se viese obligado a ir a pie, se envolvió la cara en su capote, y, con el rostro cubierto con el pañuelo, al verlo daba la impresión de que tenía sangre.

     “A lo mejor me lo ha parecido a mí así: no es posible que haya perdido la nariz tontamente”, pensó, y de modo intencionado penetró en una confitería con objeto de mirarse en un espejo..»

Y Gógol prosigue impertérrito describiendo las andanzas del mayor Kovalev por la ciudad:

    » (…) De pronto se halló como enterrado a la puerta de una casa; en sus ojos tuvo lugar un fenómeno inexplicable: ante un portal se detenía un coche, se abrió la puerta y saltó fuera y se inclinó un señor vestido con uniforme, subiendo con presteza las escaleras. ¡Cuál no sería el terror y, al mismo tiempo el asombro de Kovalev, cuando se dio cuenta de que era su propia nariz! A la vista de ese espectáculo extraordinario le pareció que todo daba vueltas ante sus ojos; sintió que apenas podía tenerse en pie; pero se dispuso a esperar su vuelta al coche, pasara lo que pasara, aunque temblaba como febril. Dos minutos después salió la nariz, en efecto. Iba con uniforme bordado de oro, con el cuello levantado, llevaba pantalones de gamuza y una espada al costado. Por el sombrero podía deducirse que tenía el rango de consejero de Estado. Podía suponerse que iba de visita. Miró a ambos lados y gritó al cochero: “¡En marcha! «. Se sentó y partió.«

Esto está escrito en la primera mitad del siglo XIX, como también en esa primera mitad del siglo escribe Hoffman su mágica invención. Gógol se explaya aún más : cuenta cómo esta nariz se pasea en carroza por la ciudad de San Petersburgo con uniforme de gran funcionario. El consejero Kovalev trata en vano de convencer a la nariz para que vuelva a su sitio pero no lo consigue. La audacia del escritor ruso es asombrosa y  admirable. Nabokov, en su estudio sobre Gógol (Littera), recuerda en este escritor  «el leitmotif nasal a lo largo de toda su imaginativa obra y resulta difícil –dice –  encontrar a cualquier otro autor que haya descrito con tanto entusiasmo olores, estornudos y ronquidos (…) Las narices gotean, las narices se mueven de forma nerviosa, a las narices se las toca cariñosa o groseramente; un borracho intenta serrar la nariz de otro; los habitantes de la luna (así lo describe un loco) son Narices. El hecho de si «la fantasía engendró la nariz o la  nariz engendró la fantasía» no es esencial. Considero más razonable olvidar que la exagerada preocupación de Gógol por las narices se basaba en el hecho de que la suya fuese anormalmente larga y tratar el olfativismo de Gógol  – e incluso su propia nariz  – como una estratagema literaria relacionada con el amplio humor de las fiestas en general y con el humor nasal ruso en particular.Nosotros estamos alegres de narices o tristes de narices. El despliegue de alusiones nasales que tiene lugar en una famosa escena del Cyrano de Bergerac de Rostand no es nada comparado con los cientos de proverbios y dichos rusos que giran en torno a la nariz. Gógol había descubierto nuevos olores en la literatura (que llevaron a un nuevo «escalofrío«). Como reza un dicho ruso, «el hombre con la nariz más larga ve más allá»; y Gógol veía con sus narices».

De cualquier modo, un ejemplo más de que la mágica y prodigiosa invención en la literatura se remonta siglos atrás, camino arriba de las novelas y de los cuentos y que en absoluto es propiedad del siglo XX. 

(Imágenes: Marc Chagall, «Homenaje a Gógol«.-moma.org/retrato de Gógol.-centros5.pntic.mec.es/ representación teatral de «La nariz»/ escena de «El inspector«, otra de las obras de Gógol.-escenicas.univable.edu.com)

HOFFMAN O LA MÁGICA INVENCIÓN

«El estudiante Anselmo se encontró ante la puerta a las doce en punto. Al llegar dirigió la mirada al grueso llamador de bronce; pero cuando, al sonar la última campanada en el reloj de la iglesia próxima, se disponía a cogerlo para llamar, se encontró con que el rostro metálico le dirigía una mirada aviesa al tiempo que una sonrisa asquerosa. ¡Era el rostro de la vendedora de manzanas de la Puerta Negra! Los dientes afilados castañeaban en la boca fláccida, y al castañear decían: «¡Estúpido…,estúpido…,estúpido…., espera un poco, espera! ¿Por qué has salido, estúpido?» Asustado, el estudiante se echó hacia atrás; quiso coger la jamba de la puerta; pero su mano se agarró al cordón de la campanilla, que sonó repetidas veces de un modo extraño, y en toda la casa el eco repetía : «¡Pronto caerás en cristal!» El estudiante se sintió acometido de un terror que le produjo el frío de la fiebre. El cordón de la campanilla se inclinó hacia abajo, convirtiéndose en una serpiente blanca y transparente que le rodeaba y le oprimía cada vez más fuerte en sus contorsiones, hasta que los miembros tiernos, triturados, se rompieron en pedazos, y de sus venas brotó la sangre, penetrando en el cuerpo transparente de la serpiente y poniéndole a él al rojo vivo.  !¡Mátame, mátame!», quería gritar aterrorizado; pero sólo conseguía articular un sonido ronco. La serpiente levantó la cabeza y dirigió su afilada lengua desde la tierra al pecho de Anselmo, y entonces él sintió un agudísimo dolor en el pulso y perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí estaba en su modesta cama, y a su lado el pasante Paulmann, le decía:

Por amor de Dios, querido Anselmo, ¿qué extravagancias son esas?».

No estamos ante el realismo mágico ni ante el moderno itinerario hacia  una  gran experimentación.  Tampoco ante un sueño. Estamos en septiembre de 1813 cuando el escritor – y compositor- alemán Ernst Theodor Amadeus Hoffman escribe su cuento «El puchero de oro «. Lo empezará en septiembre y lo acabará en febrero de 1814. «Una estrella  particular  – dirá E.T.A. Hoffman – reina sobre mí en ciertos momentos importantes y mezcla con la realidad cosas fabulosas, en las que nadie cree, y que a menudo me parecen brotadas de lo más profundo de mí mismo. Pero enseguida adquieren fuera de mí un valor distinto y se convierten en los símbolos místicos de esa categoría de lo maravilloso que, a cada instante, en la vida se ofrece a nuestra mirada». Aquí está la confesión de toda su literatura. «El puchero de oro» transcurre en la ciudad de Dresde y por sus calles el estudiante Anselmo sale a pasear por la Puerta Negra. Todo lo que sucede en ese libro tiene un doble significado: la vieja vendedora de manzanas que maldice al estudiante Anselmo porque le ha tirado su cesta, es una bruja hechicera; las tres doradas serpientes que hablan al estudiante mientras éste se encuentra  tumbado bajo el árbol sauco, son las hijas del archivero Lindhorst; el archivero, a su vez, es una salamandra. En ocasiones las trasmutaciones son tan extrañas que la vieja es simplemente una cafetera o se convierte en el llamador de bronce de la casa del archivero.

¿No estamos, en la primera decada del siglo XlX,  con una audacia literaria total, muy por encima de los aciertos que luego traerán algunas novelas del XX? Hoffman nos dice que si el archivero es una salamandra, su padre es una pluma vieja y su madre una zanahoria despreciable. En este cuento hay hombres que parecen buhos y hombrecillos que son papagayos mientras las mujeres son serpentinas. En Hoffman se integra el mundo irreal dentro de la realidad y se  logra que irrumpa lo insólito en la vida cotidiana. En 1803 se había preguntado en su «Diario«: «¿ Habré nacido para pintor o para músico?». Como ayer comentaba en Mi Siglo al hablar de las «vocaciones múltiples», Hoffman se volcó en la escritura y también en la música. «Cascanueces» y muchas otras de sus obras fueron llevadas  a los  escenarios y transformadas en célebres ballets.

Como él había escrito en «Opiniones del Gato Murr«, «las maravillas mayores acontecen en el interior del hombre, y pueden ser expresadas excelsamente por las palabras, los olores, las formas y los sonidos».

(Imágenes: «Cascanueces», ballet basado en un cuento de Hoffman, música de Tchaikovsky.-petersburgo.info/ retrato de E.T.A. Hoffman)

SED DE MAL

¿De dónde nace el mal? ¿Cuál es su origen? Cuando Orson Welles encarna en la gran película «Sed de mal» al corrupto jefe de policía de un pueblo norteamericano junto a la frontera de Méjico que ha de pelearse con un íntegro inspector mejicano de la Brigada de Estupefacientes, y cuando en la pantalla seguimos los giros de la sucia gabardina de Hank Quinlan por habitaciones y pasillos y adivinamos los gestos ocultos de su rostro tendiendo toda clase de trampas al personaje que interpreta Charlton Heston , estamos viendo al mal en movimiento, un mal calculado, frío, rápido, envolvente y creciente. Allí contemplamos cómo el mal abre puertas de continuas sospechas y siembra falsas pistas acusadoras y nos asombra la inteligencia de ese mal que parece increíble, pero es el mismo mal de otra película reciente, el mal en el film de Sidney Lumet, («Before the devil knows you´re dead«) «Antes que el diablo sepa que has muerto«, historia de odios entre hijos y padres, inquietante argumento en el que Philip Seymour Hoffman es asesinado por Albert Finney tras sórdidas aventuras de avaricia, envidia y de ambición que han sido muy comentadas e interpretadas, entre otros en el excelente blog de Juan Pedro Quiñonero, Una temporada en el infierno.

El mal es el mismo siempre, con sus variantes de rencor, astucia, venganza, frialdad y cuantos detalles tenebrosos puedan añadirse.
El mal existe desde el principio y su mecanismo implacable nos lleva hasta aquellas palabras que pronuncia El Coro en la «Antígona» de Anouilh:

«Eso es todo. Después, basta dejarlo. Nos quedamos tranquilos. La cosa marcha sola. La máquina es minuciosa: está siempre bien aceitada. La muerte, la traición, la desesperanza están ahí, bien preparadas: los estallidos, las tormentas, los silencios, todos los silencios: silencio cuando el brazo del verdugo se levanta al fin. (…) La tragedia es limpia. Es tranquilizadora, es segura…En el drama, con sus traidores, la perfidia encarnizada, la inocencia perseguida, los vengadores, las almas nobles, los destellos de esperanza, resulta espantoso morir, como un accidente. Quizá hubiera sido posible salvarse; el muchacho bueno tal vez hubiera podido llegar a tiempo con la policía. En la tragedia hay tranquilidad. En primer lugar, todos son iguales. ¡Todos inocentes, en una palabra! No es porque haya uno que mata y otro muerto. Eso es cuestión de reparto. Y además, sobre todo, la tragedia es tranquilizadora porque se sabe que no hay más esperanza, la cochina esperanza; porque se sabe que uno ha caído en la trampa, que al fin ha caído en la trampa como una rata, con todo el cielo sobre la espalda, y que no queda más que vociferar – no gemir, no, no quejarse -, gritar a voz en cuello lo que tenía que decir, lo que nunca se había dicho ni se sabía siquiera aún. Y para nada, para decírselo a uno mismo, para saberlo uno. (…) Pero ahora se acabó. A pesar de todo, están tranquilos. Todos los que tenían que morir han muerto. Los que creían una cosa, y los que creían lo contrario, y aún los que no creían nada y se vieron envueltos en el asunto sin comprender nada».
Hay momentos en la película de Welles y también en la de Lumet en que el drama – que siempre tiene esperanza- es sustituido por la tragedia. El mal se desencadena implacable. ¿De dónde nace el Mal? ¿Cuál es su origen?
(Fotos: Orson Welles y Sidney Lumet).

CÓMO SE VENDE UN CANDIDATO

– Tiene que surgir como una persona con una dimensión de una magnitud superior a la misma vida – me dice a gritos McGinniss a mi lado, contemplando al candidato aclamado por la multitud -, que esté adornado con el bagaje de la leyenda. El público, ¿sabe usted?, se conmueve con la leyenda, comprendida la leyenda viviente, no con el mero hombre. Es la aureola que rodea al personaje mravilloso más que el propio personaje, lo que atrae a los seguidores. Nuestra tarea es forjar esta aureola. La atención engendra atención. Personas que no prestarían atención a algo que presenciaran en la calle la prestarán y sostenida si ven a una multitud congregada para presenciarlo. La gente suspira ante las estrellas de cine al verlas de cerca no porque ellas sean inherentemente más interesantes que el vecino, sino porque son un foco de la atención pública, de adulación. Son acontecimientos, sucesos, instituciones, leyendas: ver la leyenda en carne y hueso. Algo que podrán contar a sus vecinos.
(Los vítores y aplausos casi no me dejan oir las palabras de McGinniss, de pie, gritando en mi oído).
Vamos a brindar ideales – me sigue diciendo este periodista americano -; la gente aspira a tenerlos, los ideales son algo con lo que las personas anhelan ser identificados (sin perjuicio de que no vivan para estos ideales, gustan pensar que lo hacen).
Representar, simbolizar el mejor, el más noble.
Alejarse, romper las cadenas de la lógica linear: presentar un fuego graneado de impresiones, de actitudes. Interrumpirse a media frase y saltar a otro tema a un mundo de distancia, que marcha tangencialmente hacia lo que se hablaba. Envolver al auditorio en un caleidoscopio de impresiones; esto es tridimensional. Ésta puede ser la clave: envolver, cautivar a la audencia, atraerla, entrelazarla, enredarla en mallas. Lo que debemos fraguar – dice McGinniss – es tridimensional.
(Me doy cuenta de que estoy en 1968, en la campaña de Nixon, rodeado de banderas y de gritos, acompañado por Joe McGinniss, el autor de Cómo se vende un presidente. ¿O estoy en 2008, atrapado por la multitud que unas veces aclama a los demócratas y otras a los republicanos? No sé dónde estoy. El eco del tiempo es el mismo, porque McGinniss ha conseguido introducirse en los equipos de relaciones públicas y publicidad de Nixon ( y no como reportero ni como inflitrado), y permanece dentro de la campaña para realizar este asombroso reportaje que marcará una época en el Nuevo Periodismo y que será elogiado por Tom Wolfe).
(Pero de repente pienso en otra pieza célebre de ese Nuevo Periodismo, Todos los hombres del Presidente (El escándalo Watergate) y veo a Bernstein y a Woodward saliendo deprisa del «Washington Post«, cruzándose en la calle con Robert Redford y Dustin Hoffman y cerrando otra etapa histórica de Norteamérica). (El tiempo me juega estas malas pasadas. El eco del tiempo trae desde las tribunas vítores y promesas enfebrecidos. El círculo de los aplausos congrega a las banderas. Yo voy bajando luego los escalones hacia la calle, ahora que cae la noche y está entrando – parece – un aroma de libertad).