CALENDARIOS

 

 

“Ante un nuevo Año, cuando anotamos lo que previsiblemente puede ocurrir en el futuro,  recordamos estas palabras del inglés J. B. Priestley  en “El hombre y el tiempo”: Los hombres supieron en qué mes estaban antes de saber la hora que era . Hubo calendarios antes de que hubiese relojes. Las primeras comunidades de Mesopotamia tenían sus propios calendarios, allá por el tercer milenio antes de Jesucristo. Fue el principio  de una larga lucha para ordenar las un tanto desordenadas unidades naturales de medida del tiempo. Tarde o temprano, los hacedores de calendarios tenían que incorporar una unidad de tiempo extra, con objeto de mantener en orden el calendario. Los diversos Estados de la Grecia antigua tenían sus propios calendarios, y el que mejor conocemos, el ateniense, presentaba un año lunar de trescientos cincuenta y cuatro días.

La división del día en veinticuatro partes, todas ellas de igual duración a lo largo del año, nos parece ahora inevitable. En las civilizaciones primitivas, sin embargo, las horas no eran de una duración constante. Ya en el siglo lV antes de Cristo los chinos habían establecido un sistema de doce ‘horas dobles’ iguales, mientras los japoneses continuaron utilizando horas variables hasta el siglo XlX. Y el “día” mismo empezaba a diferentes horas entre los diferentes pueblos.

 

La “semana” fue siempre una división del tiempo puramente arbitraria ( excepto, quizá, entre los judíos, con su observancia religiosa). Otros pueblos consideraron simplemente  conveniente  disponer de un período de tiempo entre el día y el mes. Nuestra semana  de siete días debe algo a los judíos. Creo recordar —nos sigue diciendo Priestley — que una vez H. G. Wells arguyó que si nuestra semana  fuese más larga — pongamos diez u once días, incluyendo un fin de semana de tres o cuatro días —, muchos de nosotros  trabajaríamos y jugaríamos mejor. Esto pudiera no agradar a personas que tienen que realizar un trabajo desagradable o monótono, pero probablemente es cierto que muchísimas personas cuyo trabajo es importante para ellas, personas que no están meramente ganándose la vida, sino que aportan  cierto gusto creador a su labor, se sientan un tanto constreñidas entre un lunes que se inicia perezosamente y un viernes que se corona con apresuramiento. Se sentirían más felices si, tras un periodo más largo y fructífero de entrega a su labor, disfrutasen de un fin de semana más amplió para relajarse y distraerse.

(…) Una cosa es cierta. Aunque, en el correr de los siglos, hemos llegado a un arreglo bastante conveniente de las horas, los días y los años, nos equivocaremos gravemente si nos imaginamos  que ya hemos domado al Tiempo. Puede que el Tiempo nos esté domando a nosotros.”

 

(Imágenes— 1-dada you trumbl/ 2-Fitzherber cosway- 1786/ 3-Ambrogio Lorenzetti – siglo XlV)

LOS VIENTOS Y EL MAR

Leí lo que decía usted el otro día en su blog hablando de las nubes – me dice Conrad paseando por cubierta -, pero sobre los vientos aún no ha escrito usted nada. Fíjese por ejemplo, me añade mirando al horizonte, que el cielo del Tiempo del Oeste se llena de nubes voladoras, ¿las ve ahí arriba?, inmensas nubes blancas que van condensándose más y más hasta que parecen quedar soldadas en un sólido dosel, ante cuya cara gris las bardas más bajas del temporal, delgadas, negras y de fiero aspecto, pasan volando a velocidad de vértigo. El aspecto característico del Tiempo del Oeste, si usted se fija, es el tono cargado, gris, ahumado y siniestro que se impone, circunscribiendo la visión de los hombres, calándoles el cuerpo, oprimiéndoles el alma, dejándoles sin aliento con atronadoras ráfagas, ensordeciéndolos, cegándolos, empujándolos, arrojándolos hacia adelante, en un barco oscilante, contra nuestra costas perdidas en lluvia y brumas.
Siempre que paseamos despacio Conrad y yo por esta cubierta de «El espejo del mar» (Hiperión), me asombra su acento pausado y su mirada fija en cada frase que los dos leemos y que él a su vez me va pronunciando en voz alta. Las cubiertas de los libros son así, alargadas, tranquilas, a veces algo resbaladizas, uno puede pasearse con los autores mientras la obra navega entre lecturas y sólo la voz de Conrad se oye:
-Sólo que ahora – me sigue diciendo el escritor deteniéndose un momento y mirando el mar – el viento es más fuerte, las nubes parecen más densas y más abrumadoras, las olas dan la impresión de haberse hecho más grandes y más amenazantes durante la noche. Las horas, cuyos minutos marca el estruendo de las oleadas rompientes, se deslizan con los ululantes, lacerantes turbiones abatiéndose sobre el barco mientras éste prosigue su avance con la lona ensombrecida, los palos chorreantes y las cuerdas empapadas. De vez en cuando, fíjese usted, la lluvia le cae a uno a chorros sobre la cabeza, como si resbalara desde canalones. Uno boquea, balbucea, está cegado y ensordecido, está sumergido, obliterado, disuelto, aniquilado, chorreando por todas partes como si los miembros también se le hubieran convertido en agua.
Siempre me impresiona su gran estilo pausado, el grosor de sus palabras ponderadas, el arco cuidadoso que envuelve a la frase. No hay prisa en Conrad para escribir ni para describir.
-Débiles, rojizos fogonazos de relámpagos titilan por encima de los topes a la luz de las estrellas – continúa diciéndome -. ¿Los ve? Una ráfaga escalofriante zumba al atravesar las tensas jarcias, haciendo que el barco se estremezca hasta la misma quilla y que los empapados hombres, bajo sus ropas caladas, tiriten hasta los tuétanos en las cubiertas. Antes de que un turbión haya concluido su vuelo para hundirse por la borda de levante, ya asoma el filo de uno nuevo por el horizonte de poniente, surgiendo raudo, informe, como una bolsa negra llena de agua helada a punto de estallar sobre nuestras cabezas entregadas.

Conrad escribió estas páginas en 1904 y no terminó su libro hasta 1906. Fue el respiro que se concedió entre «Nostromo» y «El agente secreto». Es una escritura mansa, sin ninguna precipitación, dejándose llevar por los vientos y el mar como ahora lo hacemos los dos sobre cubierta charlando de cuantas admiraciones recibió esta prosa. La elogiaron Kipling, Galsworthy, H. G. Wells, Arnold Bennett y Henry James. La espuma de las críticas está rozando ahora los costados del barco y el mar de las modas levanta un poquito la grupa, pero luego pasa y va dejando una larga estela blanca.