“Estuvo así largo tiempo. Aunque seguía las evoluciones de aquella extraña comitiva que iba acercándose cada vez más hacia ella, a Hisae lo que le atraía era la figura solitaria del maestro del té absolutamente quieto en medio de la explanada bajo el sol, dándole ahora la luz sobre su kimono marrón y que parecía alejado mentalmente de todo aquel ceremonial, tal y como si estuviera invitado a su pesar a permanecer allí. Cuando en sus “Memorias” años más tarde Hisae quiso evocar ese instante — sin duda enriquecido por varias lecturas y muchas reflexiones —, lo que ella imaginó era que aquel famoso maestro del té, Sen no Rikyū, inmóvil en la explanada, lo que estaba haciendo precisamente era andar, pero andar por un camino interior que no estaba extendido bajo los árboles sino dentro de su espíritu. Mantenía Rikyū los ojos entrecerrados y en absoluto se movía, tenía en su mano un simple y tosco cuenco de arroz. “ Descubrí entonces — resumió Hisae en sus “Memorias” — lo que era un caminante de pensamientos. Casi podía oír sus pasos.” Se daba Hisae perfecta cuenta de que los utensilios del té del regente Hidehoshi y su gran ostentación de ropajes y de objetos dorados, nada tenía que ver con este otro cuenco de té tan humilde del maestro Rikyū, lleno de sobriedad. De todos modos cuando la comitiva llegó frente a ella donde había extendido su manta bajo los árboles, Hisae atendió a aquella procesión con curiosidad e interés, entre otras cosas porque aquello formaba parte del gran espectáculo y siguió con atención todos los ritos y movimientos.
Hisae solo tenía como posesión aquella manta en el suelo y no había querido o no había podido construirse una choza o cabaña de campo como habían hecho tantos otros. Cerca de donde ella estaba podían verse algunas cabañas de materiales muy rústicos, con paredes color tierra y troncos de árboles como pilares. Algunas incluso tenían bambú en las rejas de las ventanas y habían habilitado un diminuto jardín con senderos de piedra que conducía hasta dos pequeñas habitaciones, una donde se iba realizar la ceremonia del té y otra para guardar los utensilios. La entrada a aquellas improvisadas “casas de té” en el bosque de Kitano había quedado enormemente reducida, de tal modo que cualquier visitante debía de inclinarse para pasar, o incluso arrodillarse, para llegar hasta el fondo. Era, como bien sabía Hisae Izumi, el gesto que se pedía para rebajar la soberbia y, al aplastarla, alcanzar la paz interior. Todas aquellas cabañas desperdigadas bajo los árboles eran una continuación de la naturaleza, los frondosos pinares del bosque eran habitaciones de hojas que abrían sus puertas al paisaje.
Pero Hisae permanecía solitaria con su única manta como refugio y recibió con curiosidad la visita de Hidehoshi y de sus acompañantes. Al llegar, uno de aquellos acompañantes o ayudantes se dispuso en primer lugar a purificar los utensilios dorados, luego puso tres cucharadas de té en la taza que sostenía en sus manos el regente, tomó agua caliente de un recipiente que llevaba y esperó cierto tiempo. Un silencio total se mantuvo durante aquella pequeña ceremonia que sólo quedó roto por el piar de un pájaro. Cuando el té estuvo ya preparado, Hidoshi se lo ofreció a Hisae, que bebió un sorbo. Después él le hizo a ella una pequeña reverencia, ella respondió con otra similar, uno de los ayudantes acercó más a Hisae los utensilios dorados para que los viera mejor, y la comitiva se retiró dirigiéndose hacia la siguiente cabaña.”
José Julio Perlado
( del libro “Una dama japonesa”)
(relato inédito)
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(Imágenes— 1- Jan Davidsz de Heem- 1660/2- Hagetsu Tosatsu- 1575/3- Giuseppe Piva- japanese art)