CIUDAD EN EL ESPEJO (6)

 

CIUDAD  EN  EL  ESPEJO  (6)

 

“Por las mañanas los médicos aún no tienen la cabeza poblada de enfermos. A decir verdad, los médicos no quedan absorbidos  por los enfermos ni por la mañanas, ni por las tardes, ni siquiera a veces  por las noches: hay una agenda , un recorrido, se sabe que Jacinto Vergel, menudo nombre colocaron los padres a tal apellido, le han logrado al fin sentar en bata, con una bata azul celeste en el extremo de un pasillo del Doctor Jiménez, el sanatorio situado al fin de la calle Méndez y Pelayo, regido por unas monjas. El jardín es pequeño, pero lo que son largas y brumosas, inquietantes y plácidas a la vez son estas avenidas de cristal interior, puros cristales esmerilados en forma de intestinos en donde la luz de las residencias psiquiátricas son un fanal de miel alucinada, las cabezas y las vidas recorren o se quedan quietas en un punto, el punto se agranda, la grandeza adquiere dimensiones irreales y majestuosas. En lo que el cerebro del doctor Martínez Valdés  no se detiene ahora, mientras pasa con su coche al lado de la auténtica Puerta de Hierro de Madrid, la que fuera entrada al camino de acceso al coto real de caza, granito y piedra blanca pulimentada de Colmenar, tiempos aquellos del Rey Fernando Vl, cuando el coto real de El Pardo estaba vallado por un muro, conforme el doctor Valdés está remontando en estos momentos el tráfico por la Ciudad Universitaria, su pensamiento no está en Jacinto Vergel, o en Concha Cañas, o en Aurora Rodríguez Sanjuán, o en Máximo Silvestre, o en Lucía Galán, o en Alicia Madurga, o en Eufrosio López Sevillán, o en Don Pablo Ausin, o en Carmelo Torrent, o en Laureana Bosch, o en Silvia, o en el marqués de

 

 

Brujas. Hay  tantos nombres repartidos, tantos apellidos, se han concebido tantos seres, existen tantas camas, están bordados tantos  números en las solapas de las batas, las lavanderías de los hospitales giran en espuma, los ascensores de los sanatorios huelen a cenas y a comidas, cada uno posee sentimientos y pensamientos, los años pasan sobre la capital de España, una bruma delicada, primero vagorosa, nube enfermiza y doliente, viene muy suave por entre las rendijas del recuerdo y la memoria de Jacinto Vergel, mientras el doctor Martínez Valdés alcanza ya la Moncloa, subirá la Gran Vía hacia la Puerta de Alcalá, el vapor de los automóviles  esconde bajo una castiza capa al rey Carlos lll, el mejor alcalde de Madrid, el que dotó a la ciudad de alcantarillados y pavimento e iluminó sus calles, evocación de Carlos lll, halo misterioso que mirará el doctor desde el edificio de Correos, le llegará  desde el Museo del Prado y desde el Jardín Botánico, silbido oloroso de esta primavera que sube por los vericuetos de las calles desde la Puerta del Sol.

 

 

Jacinto Vergel casi no ha dormido. Al alba, mucho antes de que entraran las monjas en su habitación, ėl mismo se ha puesto la bata azul y ha empezado a caminar muy deprisa por los pasillos, casi siempre está en los pasillos, se acostó muy tarde, tienen que obligarle a que se acueste, acecha a cualquier viajero, interlocutor o trashumante que le escuche, Jacinto Vergel Palomar nació en Manzanares el Real hace setenta y seis años, es hombre flaco, nervudo, tieso, necesita gruesas gafas, parece solamente aldeano y en cambio tiene mucha sabiduría popular, ha leído algo, caminó mucho, es inquieto, sobre todo amoroso, el corazón se le escapa con picardía, guarda una risa seca e irónica como un tic que acompañara a sus silencios, un empujón de sorna igual a una tos. Cuando Jacinto Vergel Palomar se tumba en la cama de su habitación del Doctor Jiménez no puede cerrar los ojos de tanto que anduvo. Tiene en la cabeza todos los caminos de las cercanías de Madrid, sale de Manzanares el Real, al lado mismo del castillo, y echa a andar muy joven, Mire hermana, le dice en cuanto puede a Sor Benigna, Usted se viene conmigo hacia Cerceda, luego nos vamos los dos a Cercedilla, después doblamos tranquilamente a Miraflores y llegamos a Lozoya, a la izquierda dejamos Oteruelo del Valle, Alameda, Pinilla del Valle y Rascafría. A Sor Benigna no le encaja el nombre, es monja alta, austera, con un temple de acero y dirige el sanatorio del Doctor Jiménez con mano firme y sin contemplaciones. Mire, Jacinto, quédese quieto de una vez, usted y yo no nos vamos a ninguna parte, le dice la monja a Jacinto, déjeme en paz que tengo mucho que hacer, y sobre todo deje en paz a  Luisa. Luisa Baldomero González es mujer oronda y de anchas piernas, muy gruesos y encarnados tobillos, rostro redondo, sus varices le hacen caminar despacio por el sanatorio, nunca podrá seguir a Jacinto ni por el Soto del Real, ni llegará a Guadalix de la Sierra, ni menos alcanzará hasta Bustarviejo, ni tocará Valdemanco ni rozará Canencia. Son pueblos estos del noroeste de la provincia madrileña. Mire hermana, le repite incansable Jacinto a Sor Benigna en un rincón del pasillo, Mi padre me enseñó tan bien el castillo de Manzanares, que es como si fuera mío, Usted se coge de mi brazo y nos asomamos juntos a las torres para ver bien limpia la Pedriza, es decir, la piedra, esas paredes enormes que yo he subido hasta con mochila, y como la monja no le contesta y le dice que se calme, Jacinto se va pronto a la parte del sanatorio donde están las mujeres, su corazón sube y baja las escaleras cuantas veces sea necesario, es montañero, asciende escalones, baja peldaños, únicamente con Luisa Baldomero del brazo y con un amor y una dedicación pasmosos, tal como si llevara un cristal a punto de romperse, se mete en el ascensor y la acompaña igual que si fueran a casarse.”

 

 

José Julio Perlado

(Continuará)

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(Imágenes —1-Jerzy Grabowsky/ 2- Louise Bourgeois)

CENTENARIA GRAN VÍA DE MADRID ( y 4) : PLAZA DEL CALLAO

«En este momento – dirá Moreno Villa al retratar con la literatura una instantánea de Madrid -, Juan Echevarría está pintando su enésimo retrato de Baroja, Ortega prepara su clase de filosofía, Menéndez Pidal redacta su libro «La España del Cid«, Arniches ensaya un sainete, Manuel Machado entra y sale de la Biblioteca del Ayuntamiento, Antonio conversa con Juan de Mairena, Azorín desmenuza la carne de un clásico, don Pío del Río Hortega está sobre el microscopio, Juan Ramón Jiménez discurre algún modo de atrincherarse en el silencio, don Manuel Bartolomé Cossío corrige pruebas de mil cosas, Benavente se fuma su interminable puro, Ramón y Cajal estudia las hormigas, Américo Castro lucha a brazo partido con Santa Teresa, Zubiri, Gaos, Navarro Tomás, García Lorca, Valle Inclán...».

Los nombres de Madrid y en Madrid. Un Madrid eterno. Y en medio de él – desde la calle de Alcalá a la Plaza de España la Gran Vía.

Recorriendo en el tiempo esa Gran Vía se evocan célebres cafés – como el que agrupaba a la tertulia de José María de Cossío -; otro viejo café al que solía acudir Antonio Machado; el estudio del pintor Pancho Cossío;  el Hotel Florida, ocupado por célebres escritoresHemingway, Dos Passos -,  corresponsales en tiempo de guerra. En Gran Vía número 7 – que entonces se llamaba Avenida de Pi y Margall – se encontraba la «Revista de Occidente» y Fernando Vela, primer secretario de la Revista y fundador, con Ortega, de ella, cuenta que «la habitación era muy reducida, sin espacio más que para dos mesas. (…) Todos trabajábamos en todo. El edificio no estaba terminado-era 1923 – y teníamos que entrar por una puerta secundaria de la calle de la Salud y subir por una escalera que todavía estaba sin barandilla. (…) Más tarde, alquilamos dos habitaciones mejores en el mismo edificio, y posteriormente, en el mismo piso, un despacho para Ortega, que llenó de estanterías de libros, y un salón donde desde entonces se reunió la concurrida tertulia a la que acudían todas las tardes artistas, escritores, catedráticos, científicos y políticos». Ramón Gómez de la Serna, en su «Automoribundia» recordó que García Lorca llegó a aquella Revista con su primer manuscrito de versos y la Revista se los editó sin más, siendo uno de los éxitos mayores. A veces iba don Miguel de Unamuno, cuando pasaba por Madrid con motivo de unas oposiciones, y en esa Revista se publicaron las primeras cosas de Kafka, Huxley, Spengler, Jung y Keyserling.

Centenaria Gran Vía de tertulias, de cafés, de Revistas. Centenaria Gran Vía de automóviles, de gentes, de vidas.

Centenaria Gran Vía de recuerdos.

(Imágenes:-1-Gran Vía.- Madrid ayer, hoy y mañana/.2.-Gran Vía.-commons.wikipedia.org/-3.- Madrid.-Las modistillas le piden novio a San Antonio de la Florida.-1933.-foto ALFONSO)

CENTENARIA GRAN VÍA DE MADRID (2) : CANSINOS ASSENS, SOLANA, ANTONIO LÓPEZ

Cuando se está pintando una calleconfesaba Antonio López -, lo que estás viendo es tan extraordinariamente impresionante que a mí, desde luego, me cuesta muchísimo trasladar una parte de aquello. Eso es lo que me hace tardar tanto. Yo no puedo resolver todo ese espectáculo con rapidez“. Esta Gran Vía desierta, de una soledad minuciosa, de un silencio total, pintada amorosamente por Antonio López entre 1974 y 1981, había sido cantada en tono pesimista por otro pintor-escritor, José Gutiérrez Solana, en 1923, en su «Madrid callejero«: » A las antiguas calles- decía – ha sucedido esta nueva red, llena de edificios a la moderna, petulantes, todos muy blancos, estilo catalán  y en los que no se ve ni por asomo un poco de arte y personalidad; los pisos se anuncian hoy en día: todo confort y personalidad. Las tiendas son del mismo estilo pretencioso que las casas: gran derroche de luz, en que se muestran sobre maniquíes de cera, ropas de bazar, pretenciosas y de gusto burgués; escaparates con objetos de caza, muchas escopetas, pistolas (…) Grandes escaparates con pianolas, gramófonos, música mecánica, alternando con fotografías y autógrafos de divos más o menos melenudos; fondas, pensiones, manicuras y círculos y cafés exhibicionistas y, sobre todo, los restaurantes, muy frecuentados por las tardes y en los que se baila con música de negro (…) Ahora que el primer trozo de la Gran Vía está ya terminado, sentimos todos, como un vago temor, la inutilidad de esta obra».

Pero Antonio López, alejado de tantos pesimismos, entregado a un hiperrealismo casi fotográfico, espera pincel en mano que los silencios acudan cuando las gentes se retiran y las aceras prestan a la soledad su escenario. Retoca, rehace, corrige el silencio. Sabe que el silencio se cubrirá enseguida con el vocerío de vehículos y el pasar de frases quebradas, pero el oleo sobre lienzo de la soledad le lleva largos años de trabajo. Es la Gran Vía que quedará en pintura, la Gran Vía que nadie ve puesto que la multitud duerme. Es la Gran Vía que otro escritor, también con tintes poco optimistas, saludará con cierto escepticismo. «La Gran Vía, el sueño de los madrileños -dice Cansinos Assens en «La novela de un literato» -, va a ser al fin una realidad. Ya la piqueta ha empezado su labor demoledora y esas viejas y tortuosas calles de Jacometrezo, Horno de la Mata, Carbón, etcétera, son ya totalmente o en parte montones de escombros, por los que en la noche merodean perros vagabundos. Todo ese antiguo barrio de casas de huéspedes, para estudiantes, de prostíbulos y chirlatas, refugio de vidas miserables y  truncadas, de viejas viviendas llenas de chinches y cucarachas, sin luz y sin aire, con toda la suciedad y falta de higiene del Madrid fin de siglo, es ya una ruina lamentable como los seres que albergaba. En su solar, los arquitectos ha trazado los contornos de la proyectada Gran Vía, ancha y espaciosa, que por el momento no es sino una larga fila de zanjas profundas y siniestras como osarios…».

El pintor mientras tanto deja que la mujer pase para pintar bien la Gran Vía y Antonio López deja que pasen la mujer y el pintor para pintar bien el silencio.

(En el centenario de la Gran Vía de Madrid: 1910-2010)

(Imágenes:-1.-» Gran Vía».-Antonio López.-1974-1981/.-2.-«Gran Vía». Clavel-Antonio López.-1977-1990-/3.-«Gran Vía».-Archivo AGA.-elmundo.es)