Estuvo Hisae Izumi dando clases allí, en aquellos jardines, durante muchos años. A partir de 1399 dio clases en el jardín del templo Tenryû-ji, al borde del río Oigawa, cerca de Kyoto, célebre por sus cerezos. Dio clases en el jardín del palacio de Kitayama, también cerca de Kyoto, al lado del Pabellón de Oro. Y fue precisamente ante ese gran lago del Pabellón de Oro cuando amplió el número y la edad de sus alumnos. Ya no eran niños sino toda clase de gentes de Japón las que venían desde lejos a escucharla. Impresionaba la menuda figura de Hisae en pie junto a la grandiosidad del lago, procurando permanecer como siempre en la sombra y huyendo de todo rayo de sol. Destacaba por su elegante kimono de seda al que cruzaban manchas color café entre flores y ramas. Seguía ilustrando muy bien la Historia, siempre señalando el espejo del agua, esperando a que el viento borrase la pizarra. Pero también comentaba cómo los islotes en forma de tortuga en medio del estanque significaban longevidad. Explicaba muy bien la longevidad. Le miraban entonces los ojos en círculos cargados de muchos años. Todo el Japón milenario, el del siglo de Nara y el de la época de Héian, se agrietaban en las comisuras de aquellos labios y en las arrugas de los ojos hasta oírse el ruido del tiempo mientras ellos escuchaban. Hisae se hizo famosa por sus clases, especialmente por otras nuevas que inventó dedicadas a la geología, en las que movía las manos para que bajasen las montañas. Cada vez que ella levantaba las manos bajaban precipitadamente las rocas de las montañas volcánicas, dándose las unas contra las otras, empujadas por las palabras de Hisae. Si ella levantaba algo más las manos y hacía un cuenco con las palmas formando una especie de volcán las gentes que lo veían podían escuchar perfectamente el movimiento de los intestinos dentro de los cráteres a punto de derramarse. Mantenía así en el aire los cuencos de sus palmas durante largo tiempo y luego los iba abriendo muy lentamente para que fueran escupiendo todo lo que llevaba dentro el Fujiyama, el Aso y el Kirishima. Siendo el Fujiyama montaña sagrada se veían descender por sus laderas cristales sagrados que iban envueltos en lava y a través de esos cristales podía contemplarse todo el archipiélago. Las gentes, encantadas, aplaudían. Eran rocas encendidas que se despeñaban cayendo entre gases hasta los pies de Hisae.
-¡No las toquéis! ‑gritaba entonces Hisae muy asustada a sus oyentes procurando que no se hicieran daño‑ ¡No las toquéis!
Y las gentes retrocedían fascinadas por aquellas clases tan vivas que transmitían siempre un paisaje mineral con olor a azufre.»
José Julio Perlado.– (del libro «Una dama japonesa«) (relato inédito)
(Imagen.-Itou Shinsui-1910)
