PORVENIR

«Te llaman porvenir

porque no vienes nunca.

Te llaman: porvenir,

y esperan que tú llegues

como un animal manso

a comer en su mano.

Pero tú permaneces

más allá de las horas

agazapado, no se sabe dónde.

… Mañana!

Y mañana será otro día tranquilo

un día como hoy, jueves o martes,

cualquier cosa y no eso

que esperamos aún, todavía, siempre».

Ángel González : «Porvenir».

(Imagen: Masao Yamamoto)

OTOÑO 2010 (6) : TU FU

«Otoño transparente.

Mis ojos vagan en el espacio sin fin.

Tiembla el horizonte, olas de claridad.

Lejos, el río desemboca en el cielo.

Sube el humo de la ciudad distante.

El viento se lleva las últimas hojas.

Una grulla perdida busca nido.

Los árboles están cargados de cuervos».

Tu Fu (poeta chino: 712- 770) : «Paisaje» (traducción de Octavio Paz)

(Imagen: Por la noche llega a Samo-  1983.– Yoshimitsu Nagasaka.-1983.- Weston Gallery.- California.-artnet)


EL «DARNIUS COLLEGE»

Varias veces en Mi Siglo he hablado de mi abuelo Dante, el Premio Nobel.

Pero él nunca había desaparecido de casa. Nunca. Y esta vez sí lo ha hecho.

Ha desaparecido. Sí. Realmente ha desaparecido.

Viene desolada mi tía Caterina. Extiende sus cabellos rubios por todo el cuarto. Llora como una Magdalena.

–¡Caterina está llorando como una Magdalena! –avisa mi hermana corriendo por el pasillo.

–¡Llora como una Magdalena! –repite mi otro tío Byron, enormemente asustado.

–¡Está llorando igual que una Magdalena! –insiste mi hermana Amuhka impresiona­da.

Yo oigo los gritos mientras mi madre me está acabando de arreglar para ir al colegio. Hoy es mi primer día de colegio.

–Entras en clase –me dice mi madre estirándome el gran lazo azul que me ha puesto en la pechera de la chaqueta– y te portas bien. Que no tengamos queja de ti.

Yo digo que sí subido en la silla, mientras mi madre me ata los zapatos. Sin embargo, estoy pendiente de los gritos de mi tía Caterina que resuenan por toda la casa.

–¡Llora como una Magdalena! –repite mi tío Byron– ¡Algo habrá que hacer, habrá que calmarla!

–¡Está llorando, la pobre, como una Magdalena! –confirma Blasa desconcertada, yendo de un lado para otro.

Sólo mi madre conserva la tranquilidad. Está representando de repente el papel de Madre total y se ha puesto de pie en medio de los llantos y de las lamentaciones, dirigiendo el tráfico de la emoción.

–¡Vamos a ver! ¿Qué ha pasado aquí?

Pasa, que ha desaparecido mi abuelo. Eso es lo que ha pasado.

Yo me entero a través de la rendija de una puerta, mientras me bajo de la silla, mientras cojo la cartera.

–Tú te vas al colegio ahora mismo –me dice mi madre–. No puedes llegar tarde ya el primer día.

El Darnius College está en las afueras de la ciudad. Voy andando, mirando en la calle los saltimbanquis, entreteniéndome con el circo.

Cuando llego, me asombran los pasillos interminables de este colegio, sus paredes desnudas y frías, las vidrieras altísimas de los ventanales, el eco, cómo se alarga el eco.

Están colgados retratos de famosos ex-alumnos en las paredes del claustro. Enormes retratos en blanco y negro, enmarcados en madera oscura.

–Éste es Franz Kafka, un excelente alumno –me explica un profesor al pasar.

–Éste es Sigmund Freud, que terminó hace años –me señalan otro retrato.

–Éste es Darwin –me dicen de otro. Y enseguida me preguntan–: Tú, por cierto, ¿cómo te llamas?

Darnius. Me llamo Darnius. Juan Darnius –contesto.

–¿Pariente de este Darwin?

–No. Los Darnius sólo somos parientes de los Darnius. Únicamente de ellos.

Ya en clase sigo preocupado por mi abuelo Dante, el escritor. ¿Dónde estará? ¿Qué le habrá pasado? Un Premio Nobel no puede desaparecer así como así. ¿Dónde estará metido?

Es como si esta mosca que vuela encima de mi cuaderno se llamara Dante y volara Dante como una distracción arriba y abajo, adelante y atrás, a izquierda y a derecha, se posara sobre esa bola rapada del chico que tengo delante, el chico se rascara la nuca y Dante empezara a volar otra vez haciendo giros y giros en el aire, cabeza abajo, con los motores apagados, haciendo demostraciones increíbles, sin luces, sin manos, en pura acrobacia hasta llegar a la ventana y aterrizar allí, sobre el cristal, entre el polvo, para comenzar a frotarse las patas.

–¡Darnius! –oigo el grito del profesor– ¡Usted se distrae con el vuelo de una mosca! ¡Mire su libro! ¿Qué estamos leyendo?

Miro el libro. Nado en el libro. Buceo. Voy y vengo afanosamente de la orilla derecha a la orilla izquierda de la página, me hago dos largos con el ojo. Nada. Me pregunto igual que el profesor: «Eso. ¿Qué será lo que estamos leyendo?».

–¿No lo sabe?

–No.

–¡Pues esté más atento!

Pero yo sólo estoy atento a que dé la hora y a que pueda volver corriendo a casa para ver qué le ha podido pasar a mi abuelo.

Cuando llego a casa sigue llorando en el salón mi tía Caterina: todo su pelo rubio está extendido en abanico igual que un pavo real. Llora como una Magdalena.

–El abuelo sigue desaparecido –me dice angustiada mi madre–. No sabemos dónde está. Igual lo han raptado. Es un misterio. ¿Qué tal te ha ido en el colegio?

–Bien –contesto.

Veo en el salón la misma mosca que he visto esta mañana en el pupitre. ¿La misma? Sí, porque es negra, pequeña, despega de pronto de la mano de mi madre, se eleva a la altura de la barbilla de mi tío Byron, toma allí más impulso y evoluciona en acrobacias, con el piloto automático puesto, en torno a la oreja de mi hermana para caer en picado sobre el prado amarillo del pelo rubio de mi tía Caterina que llora como una Magdalena.

–¿Qué miras? –me dice mi madre.

–Nada –contesto.

El día se pasa rápido. Por la noche el llanto de mi tía se hace más dulce, más fluido, el hilo de agua de su llanto encuentra su cauce en las campanadas del reloj del comedor. Se va acunando a cada compás. En las medias, mi tía Caterina llora algo más, en las horas llora menos.

Al siguiente día, en el Darnius College, la mosca asiste conmigo a clase de Matemáticas, a Historia, a Dibujo, falta en Lengua y vuelve a aparecer en Geografía. Es una mosca amiga.

–¿En qué página estamos leyendo, Darnius? –me sobresalta el profesor.

No lo sé. Yo siempre estoy pensando en mi abuelo. ¿Qué le habrá pasado?

Bajamos al comedor al mediodía, en filas interminables, de dos en dos, parecemos hormigas grises con nuestros uniformes iguales.

Bajamos.

Bajamos aún más.

Aún seguimos bajando. ¿Dónde vamos?

Luego empezamos a subir escaleras.

Más escaleras.

Llegamos a la azotea.

Damos la vuelta, de dos en dos, a la azotea del colegio, a la terraza, yo aprovecho para contemplar la ciudad, los tejados, las chimeneas, yo nunca había visto la ciudad desde las terrazas del colegio. Es un espectáculo único.

Luego bajamos.

Por esta parte hay andamios, debemos ir con más cuidado, la fila no debe romperse, yo voy mirando dónde pisa el compañero de delante, en qué charco, cómo apoya la suela en la madera cruzada y en el escalón roto, cómo sortea los cubos de pintura y las herramientas. Le voy marcando el camino al que viene detrás. «No te apoyes en mí –le digo–, que nos caemos, y la fila no puede romperse».

Seguimos bajando.

Bajamos más.

Ahora estamos descendiendo a los sótanos del colegio, esta escalera de caracol es un embudo metálico que resuena bajo nuestros zapatos. Yo miro hacia arriba y veo bajar a todos los que faltan y que son decenas, quizá cientos, todos iguales, todos haciendo ruido en la escalera de caracol.

Bajamos hasta los cimientos del colegio, hasta unos túneles de tierra que sostienen el colegio entero, hasta galerías abiertas en la piedra que apenas tienen luz.

«Está lejos el comedor del Darnius College«, me voy diciendo con hambre. «Sí. Está lejos».

Subimos.

Volvemos a subir por una zona lateral, subimos al primer piso, luego al segundo. Desde allí, por los ventanales, puede verse una magnífica panorámica de la ciudad. Muy distinta a la de las azoteas, pero también apreciable.

Empezamos a recorrer ahora el segundo piso en sentido horizontal, vamos de este a oeste por los claustros, de dos en dos por los pasillos. Luego giramos en redondo, atentos a la palmada del profesor, y volvemos de oeste a este hasta llegar a una esquina, allí emprendemos de norte a sur otro pasillo bajo los enormes cuadros que nos miran, bajamos dos pisos más, llegamos a la planta baja y abrimos la puerta del inmenso comedor.

Estamos todos de pie ante nuestros platos y vasos sobre las mesas desnudas.

–Esto que hemos recorrido –nos dice el profesor de pie, antes de empezar a comer– se llama pasillo kafkiano, en honor de un célebre ex-alumno, Franz Kafka, que aquí estuvo. Pueden comer.

Yo no como. Estoy pensando dónde estará mi abuelo Dante. No me entero ni de lo que comen los demás.

Esa noche, ya en casa, como no veo a mi tía Caterina, pregunto qué ha pasado.

–¿Se ha encontrado al abuelo?

–No –me dice mi madre desolada–. No sabemos dónde está.

–¿Y Caterina?

–Está con tu hermana. Sigue llorando. Tu hermana la hace compañía.

No puedo dormir esa noche. Me es imposible dormir.

Al día siguiente, en el Darnius College, no me entero de nada. «He perdido a mi abuelo, el escritor, para siempre», me digo en el pupitre. «Para siempre. Para siempre. He perdido a mi abuelo para siempre».

Cuando explican en clase el darwinismo y el profesor pregunta si alguno cree descender del mono, no me interesa nada.

Cuando el profesor nos habla de Freud y nos pregunta si alguno se ve freudiano, no me interesa nada.

Cuando al mediodía subo, bajo y vuelvo a subir por los pasillos kafkianos hasta llegar al comedor, nada, absolutamente nada me interesa. Sigo sin apetito. Me niego a comer.

Me interesa sólo ver a mi abuelo. Que aparezca Dante, mi abuelo.

Por la tarde me sacan a la pizarra.

–Vamos a ver, Darnius, ¿qué es el darwinismo?

¡Otra vez! No me interesa nada.

Puesto que ni como ni duermo desde hace dos días veo a la clase emblandecida, caída hacia un lado, como si se escurriera hacia las ventanas.

–Usted, Darnius, ¿no es familia de Darwin?

–No, señor profesor. No soy familia –digo con la tiza en la mano.

–Pues yo creía que los Darnius eran familia de los Darwin –me dice el profesor desde su estrado.

Lo veo caído en su silla al profesor, lo veo líquido.

–Pues no, señor, no somos familia –le contesto.

–Entonces, ya que está usted ahí, en la pizarra, ¿por qué no nos habla de los Darnius? Ustedes, como los Darwin, ¿creen descender de los monos?

–Nosotros no somos familia de los Darwin, profesor, ya se lo he dicho.

–Entonces, ustedes, los Darnius, ¿de quién descienden?

–Nosotros no descendemos de nadie. Nosotros descendemos sólo de los Darnius, señor. Es que somos los Darnius.

–Bien –dice el profesor–. Ya puede volver a su sitio.

Por la noche sigue sin encontrarse a mi abuelo.

Así llevamos tres días.

Se han perdido todas las esperanzas. Absolutamente todas.

Me quedo sentado en la cama, con las rodillas encogidas. Así estoy, entristecido y pensativo, horas y horas.

¿De verdad se han perdido todas las esperanzas?

No, yo no lo creo.»

José Julio Perlado: (del libro «Nosotros, los Darnius«) (relato inédito)

(Imágenes;.-1.-hombre caminando en un edificio de Tokio.-foto Toru Hanai.-Reuters.-TIME/ 2.-Biblioteca do Palacio e Convento de Mafra.-Lisboa.-curiosus expeditions/ 3.-George Peabodys Library.-Baltimore.-USA/ 4.-comedor.-Selwyn College.-sel.cam)

LA DAMA DEL COLOR DE LAS CEREZAS PRECOCES

Como ya he contado varias veces es algo maravilloso vivir con mi abuelo, un Premio Nobel de Literatura.

          Viene despacio esta tarde por el pasillo, con sus pasitos cortos. Se sienta ante nosotros. Ante mi hermana, ante mi madre y ante mí.  Dante, con voz muy tímida, nos empieza a decir que le hubiera gustado escribir la historia de un hombre que sueña, un hombre enamorado de un nombre, pero que no le ha salido.

          –No, no me ha salido. No he podido escribirla –dice – Me ha sido imposible escribirla -repite apesadumbrado.

            Hay un murmullo en la habitación.

          –¡Chist! –susurra mi madre imponiendo silencio– ¡Vamos, no le interrumpáis!

          Dante nos explica que él no ha podido escribir eso porque no lo lleva más que en la cabeza. Coge un papel blanco con la mano izquierda, lo levanta a media altura en el aire, y con los dedos de la mano derecha se toca la frente.

          –Hay que pasar el pensamiento a la hoja y eso es muy difícil. Es muy difícil pasar una cosa de la cabeza al papel –nos explica.

          Nos quedamos algo defraudados. Blasa, la asistenta, que ya ha terminado de recoger la cocina, se acerca una silla a una esquina y se sienta intrigada, con las manos sobre el delantal.

          –¡Qué interesante! –se le escapa.

          –¡Chistt!! –susurra mi madre– ¡Que os calléis!

          –No- –repite Dante–. Aún no he podido escribirlo.

          Miramos toda la familia al escritor por si nos dice algo, por si se le ocurre algo, por si nos dice algo de lo que se le ocurre.

          Al parecer, no se le ocurre nada.

          O si se le ocurre no nos lo quiere decir.

          –Conviene dejarlo tranquilo –murmura mi madre–. De verdad, ¿tú estás tranquilo?

          –Sí, sí, yo estoy tranquilo –responde el escritor.

          –Blasa, sírvele una tila a don Dante –dice mi madre.

          –No, no quiero nada –dice mi abuelo–. Sólo quiero pasar esto del pensamiento al papel –repite mientras mira angustiado la hoja en blanco.

          A las cinco, como sigue sin ocurrírsele nada y continuamos todos mirándole en silencio, yo me atrevo a decir como todas las tardes:

          –Ha llegado la hora de merendar.

          No nos decidimos a merendar hasta que el escritor no mete otra vez sus hojas en blanco en la cartera negra, hasta que no bebe un sorbo de agua y se levanta mirándonos con sus ojos muy vivos.

          –Me voy –dice tímidamente.

          –¿Tampoco quieres merendar? –le pregunta mi madre.

          No, tampoco quiere. Mi hermana me susurra que lo único que Dante desea es escribir lo que lleva en la cabeza y que no le sale.

          –Los escritores son así –dice mi madre disculpándole.

          Cuando se va, de la puerta viene un aire de tristeza. Nos quedamos solos, sin el escritor, sin la imaginación.

          –La imaginación se ha ido –dice mi madre–. Bueno, vamos a merendar.

          Es una merienda algo triste.

          Pero dos horas después, cuando ya casi lo habíamos olvidado, ocurre algo insólito.        

          Me quedo impresionado de la potencia de mi abuelo el escritor. Me gustaría ser escritor. ¿Ser escritor es crear personajes? ¿Tanta fuerza tiene Dante, mi abuelo,ese escritor menudo y delgado, de barba puntiaguda y ojos eléctricos y vivos?

          Mi abuelo se sienta otra vez, saca de nuevo de su cartera negra unas hojas en blanco y las pone sobre el tapete granate de la mesita que le hemos colocado. Ordena las hojas junto al vaso de agua y a la servilleta de papel.

          –¿Qué? –pregunta mi madre contenta– ¿Ya has podido escribir?

          Entonces Dante, primero con balbuceos y luego con un poco más de decisión, mirando de reojo a las hojas blancas alineadas junto al vaso de agua y como si quisiera ir pasando lo que va diciendo a la superficie del papel, poniendo todo su empeño en contarnos lo que no puede escribir, nos relata la historia que lleva en el pensamiento. Se inclina hacia adelante con su barbita puntiaguda, como si empujara a la historia con el mentón.

          –Llevo tiempo –nos dice– intentando escribir la aventura del hombre que sueña pero no consigo escribirla.

          –¿Un hombre que sueña? ¡Qué emocionante! –se le escapa a Blasa boquiabierta, que ha vuelto a traerse una silla de la cocina.

          –¡A callar! –exclama mi madre– ¡Tú a callar, Blasa, o te vuelves a la cocina! ¡Dejarlo que se explique!

          –Se me ha ocurrido –prosigue el escritor– la historia de un hombre que sueña con un nombre, el nombre de Yasue, un nombre que se le aparece en su sueño y que él no sabe qué es.

          Dante mira de reojo sus hojas en blanco por si la historia va pasando poco a poco al papel.

          Pero no. Yo por su cara noto que no ha pasado nada.

          Quisiera ayudarle, quisiera quitarle esa preocupación.

          Entonces le digo:

          –¿Y qué más,  abuelo? ¿Qué le ocurre más a ese hombre?

          –¡Chistt! –me chilla mi madre– ¡Silencio!

          Le está costando mucho a Dante contarnos esta historia.

          Pero poco a poco nos va confesando todo lo que no puede escribir. Lleva en la cabeza, nos dice (y Dante se señala la frente), esa historia del hombre que sueña con un nombre. Un nombre que se le aparece en el fondo del sueño, un nombre de plata, un nombre iluminado, fosforescente, Yasue. Un nombre de estrellas.

          –¡Qué bonito! –me susurra mi hermana apenas sin voz.

          –Entonces –nos sigue diciendo Dante– lo que yo quisiera escribir es la historia de ese hombre y de ese nombre. La primera noche ese hombre sólo lee Yasue en el fondo del sueño, como si estuviera colgado del vacío. La segunda noche se le revela como un nombre femenino, un nombre de mujer. La tercera noche conoce que ese es un nombre japonés, que Yasue es el nombre de una japonesa a la que tendrá que buscar, una japonesa que le amará, Yasue o la dama del color de las cerezas precoces.

          ¡Toda la familia está ahora quieta, sin moverse, escuchamos sin interrumpir al escritor! ¡Pueden oírse perfectamente nuestras respiraciones!

          Dante nos mira. Luego mira al papel por si se va escribiendo algo.

          Nada. No se ha escrito nada.

          –Entonces –nos dice Dante preocupado– lo que yo quisiera seguir contando en este papel es esa historia del viaje que ese hombre empieza a hacer alrededor del mundo hasta llegar al Japón. Busca allí a Yasue entre las alamedas de bambú, por las avenidas de crisantemos, a lo largo de los bosques de hayas. Cada vez que ve a una mujer le pregunta: «¿Eres tú Yasue, la dama del color de las cerezas precoces?». Y cada vez cada mujer se vuelve desde su quimono azulado o rosa púrpura y le va diciendo: «No. Yo soy la Dama del paseo de glicinas. ¿Quién eres tú?» Y la siguiente: «No, yo no soy Yasue. Yo soy la Dama del viento en los pinos. ¿Quién eres tú?» Y así va conociendo el hombre a la Dama de la tercera luna, a la Dama de los pensamientos morosos, a la Dama de la túnica damasquinada, a la Dama de los acordes lúgubres.

          Está a punto ya de decirnos el escritor lo que va a pasar con Yasue, de contarnos el momento en que el hombre descubre a Yasue, cuando un rayo de sol entra por la ventana del comedor donde estamos y ciega los ojos de Dante, los hace chisporrotear, clava la aguja de la luz en la pupila de Dante y hace aletear sus párpados como una mariposa.

          –Eso es la luz del atardecer que le está molestando –advierte mi hermana–. Esa luz no le va a dejar ver ni incluso hablar.

          Efectivamente, ese rayo de sol no le deja ver. No nos ve. Dante intenta moverse en la silla y cambiar de postura, pero el rayo de sol le persigue y va con él.

          Entonces, muy pacientemente y sin una palabra, el escritor mete las hojas blancas en su cartera negra, echa su silla para atrás y se levanta.

          –Me voy –dice procurando huir del rayo de sol que le persigue.

          –¿Cómo? –pregunta mi hermana– Pero, ¿y la historia? ¿Cómo acaba esa historia?

          –No lo sé –dice Dante yendo hacia la puerta–. No consigo escribirla.

          Con él se va también el rayo de sol.

          Cuando cierra la puerta nos quedamos pensativos. Estoy toda la semana pensando en esa historia de amor de la japonesa. Pienso el domingo, el lunes, el martes, el miércoles. El jueves me despierta mi madre:

          –¡Hoy vuelve Dante a contarnos el final! –anuncia– ¡Acaba de decírmelo! ¡Viene a las cinco!

          Hemos comido por eso un poco antes, hemos avisado a más familia. Han venido Thomas, ha llegado mi primo Max y su mujer Caterina. Casi no cabemos en el pequeño comedor. Blasa lo tiene que ver todo desde la puerta de la cocina porque no tiene sitio.

          A las cinco en punto entra Dante por la puerta.

          –¡Aquí está el escritor, aquí está! –susurra Blasa muy nerviosa.

          –¡Cómo no le dejéis hablar no volverá más por aquí! –nos ruega mi madre.

          Entonces oímos con respeto la tos del escritor mientras avanza hacia la mesa.

           Le vemos muy bien, con su barbita puntiaguda y su cartera negra. Hace un gesto con su mano derecha y deja pasar delante de él, educadamente, a una figura.

          Entra en nuestro comedor un quimono de seda anaranjado, un rostro empolvado, como de nieve mezclada con niebla. Entra a pasitos cortos, con un rumor de seda fruncida, y nos hace una reverencia.

          –Esta es Yasue, mi personaje –la presenta el escritor–. Esta es la dama del color de las cerezas precoces.

          Todos nos hemos levantado, toda la familia hemos correspondido a la reverencia de la japonesa.

          Mi madre le dice a Blasa:

          –Blasa, tienes que poner una silla más para este personaje. Acerca esa silla al lado de don Dante.

          Yo me quedo mirando ese rostro de porcelana de Yasue, el arco de sus cejas dibujadas, el rosa de sol que se fija en sus pómulos.

          Mientras habla y habla mi abuelo yo me quedo mirando a Yasue sentada junto al escritor, miro sus párpados color de hojas muertas, la seda delgada de su peinado. Yasue transmite un perfume de naranja sutil que poco a poco va llenando nuestro comedor.

          –Deberíamos abrir una ventana –sugiere mi hermana.

          –¡Chistt! –dice mi madre emocionada.

          Sí, es un perfume penetrante.

          ¿Es fragancia de manzana verde, de tomillo, de madera, de algas marinas? ¿Es raíz de roble, de cuero, aroma floral, almizcle? ¿Es el olor del clavo, del pino, de la tierra mojada por la lluvia?

          Siento este perfume de naranja sutil que emana de esta dama del color de las cerezas precoces.

         Pienso.

         Vuelvo a pensar.

         Miro atentamente a Yasue.

         ¿Alguien puede enamorarse de un personaje?».

       José Julio Perlado: (del libro «Nosotros, los Darnius«) (relato inédito)

(Imágenes:-1. O shima Eiko.-Shomei Tomatsu.-1961.-Tepper Takayama Fine Arts.-artnet/ 2.-Cicada Pendant.-1996.-Yang Yi.Art Beatus.-Honkong.-artnet)

VERANO 2009 (6) : JOSÉ HIERRO

nubes.-2286.-por Masami Tada.-Soh Gallery.-Tokio.-photographe artnet

LAS    NUBES

«Inútilmente interrogas.

 Tus ojos miran al cielo.

Buscas, detrás de las nubes,

huellas que se llevó el viento.

 

Buscas las manos calientes,

los rostros de los que fueron,

el círculo donde yerran

tocando sus instrumentos.

 

Nubes que eran ritmo, canto

sin final y sin comienzo,

campanas de espumas pálidas

volteando su secreto,

 

palmas de mármol, criaturas

girando al compás del tiempo,

imitándole a la vida

su perpetuo movimiento.

 

Inútilmente interrogas

desde tus párpados ciegos.

¿Qué haces mirando a las nubes,

José Hierro?»

José Hierro: «Cuanto sé de mí» (1974)

(Imagen.-foto de Masami Tada– 2008 .-Soh Gallery.-Tokio.-artnet)