LA CONFERENCIA

Este señor que ha pronunciado tantas conferencias en su vida y que ha preparado también ésta de hoy con enorme cuidado, se asombra de no tener público esta tarde en el auditorio.  El público, piensa este señor con absoluta tranquilidad y serenidad de ánimo, ha debido de escoger otras opciones y este señor lo admite con esmerada educación, porque él es muy educado, y lo importante para él es que se ha preparado muy bien esta conferencia, como hace siempre, esta vez sobre la moda en la Corte de Felipe ll ; y por tanto, y como ya lo tenía previsto y lo ha hecho tantas veces en su vida, se sienta primero en la altura de la tribuna de este gran auditorio ahora vacío, extrae despacio unas hojas muy ordenadas que lleva en su cartapacio, se anima a beber un sorbo de agua, acerca más la lamparita de luz para ver mejor las cuartillas, se pone unas gafas y comienza a hablar.  Le anima mucho, que ha distinguido al menos, en el centro de la cuarta fila del gran auditorio,  al único oyente que tiene esta tarde, un hombre solitario, de chaqueta oscura y pantalón gris, que ha acudido a esta conferencia, y que parece ser un señor muy similar físicamente a él, al conferenciante, un señor de mediana edad,que da la impresión de ser también muy educado, y que ahora le está mirando  fijamente, dispuesto a escuchar.  Entonces este señor que tantas conferencias ha pronunciado en su vida, comienza dirigiéndose directamente al único oyente que tiene:  “Buenas tardes: como usted sabe muy bien (se atreve a decirle  fijando en él su mirada y procurando modular las palabras para parecer más amable), “las características de la moda en la corte de Felipe II son las siguientes: la supresión del escote, los cuellos altísimos, las gorgueras rematadas por pedrería, el predominio de los tonos oscuros, la rigidez de la línea, la profusión y riqueza de los adornos y los sombrerillos  que se unen a los chapines en las damas para prolongar su silueta y obtener así un conjunto de suntuoso y severo refinamiento.”

Entonces este señor que tantas conferencias ha pronunciado en su vida, se detiene un momento, levanta la vista hacia el auditorio y, mirando fijamente al único oyente que tiene, intenta averiguar qué efecto han podido producir sus palabras. Pero sus primeras palabras, por ahora, no han producido el menor efecto. Son palabras introductorias, se dice el veterano conferenciante a sí mismo, palabras que por un lado resumen y por otro anuncian lo que aún le falta por decir.  Pero le extraña que el único oyente que tiene esta tarde no se ha movido ni siquiera un milímetro de su asiento, no ha tosido, no se ha cambiado de postura. Sigue en el centro de la cuarta fila del gran auditorio vacío mirando con fijeza al conferenciante y dispuesto a continuar escuchando. 


Entonces este señor que ha pronunciado tantas conferencias en su vida, bebe un sorbo de agua, se limpia los labios con una pequeña servilleta, vuelve a ponerse las gafas y continúa:  “”El traje femenino se componía de jubón, saya entera, cuya parte superior se llamaba cuera, lo mismo que en el traje masculino, y falda cuya línea marcaba el verdugado;  capas cortas, sobretodos y galerillas; altos chapines,  y para la cabeza cofia y sombrerilllo a la usanza masculina.  El traje masculino, por su parte, se componía de calzas, jubón, cueras, y como prenda de abrigo, el tabardo y la capa. Entre los accesorios, los guantes era imprescindible complemento de todo atavío elegante, ya fuera femenino o masculino.”

Vuelve a detenerse este señor que ha pronunciado tantas conferencias en su vida, se vuelve a quitar las gafas y mira al auditorio; se ha detenido un momento por si detecta alguna reacción, aunque sea mínima, en el único oyente que tiene esta tarde, pero nada detecta, todo sigue igual: el señor del centro de la cuarta fila sigue mirándole fijamente, quizá está esperando más de la moda en la Corte de Felipe ll, no se sabe bien qué.

Entonces el señor que ha dictado tantas conferencias en su vida, bebe un poco de agua, se pone de nuevo las gafas y se lanza ahora algo más animado a explicar el traje de la reina Isabel de Valois cuando el 28 de marzo de 1560 llega a Guadalajara procedente de Francia.  Y esto lo hace con cierto ánimo porque cree que ello ilustrará mejor su relato y seguramente despertará algo más la atención del único oyente que tiene, sobre todo cuando él le explique el tema de los lazos, de las mangas y del tocado. Por tanto, este señor tan experto en conferencias, reanuda con cierto ímpetu sus palabras: “Las mangas se confeccionaban por separado, dice, y se anudaban después al traje y sus formas eran variadísimas. En el inventario de ropa que trajo la reina Isabel de Valois a España se citan “mangas a la española, a la piamontesa, a la milanesa, seis pares de mangas de tela y oro y plata, mangas de raso de diversos colores y cuatro pares de brazaletes.   Y entre los distintos adornos se dice también que traía doce docenas de lazos de seda”.

Esto de las mangas, se dice a sí mismo el veterano conferenciante, ha tenido que interesarle algo a este señor que está ahí, porque a mí al menos sí me interesó cuando lo descubrí, aunque no sé si interesa a todo el mundo.” Pero en eso pone toda su esperanza. Sin embargo, cuando levanta otra vez la vista y comprueba que el oyente no se ha movido en absoluto, que tiene su pierna derecha cruzada sobre su pierna izquierda y que sigue mirando fijamente al conferenciante, este señor que tantas conferencias ha dado en su vida, se queda algo perplejo porque piensa que este oyente solitario lo único que debe estar esperando es saber algo más sobre la moda en la Corte de Felipe ll.

Entonces este señor que ha sido siempre un maestro y experto en dar conferencias durante toda su vida, toma una importante decisión. Se salta a conciencia varias páginas del texto que tiene preparado porque, piensa, y así le parece bien, que puede haber cosas quizá demasiado aburridas para el único oyente que tiene y que no puede perder, y por tanto separa a un lado todas las cuartillas referentes  a la basquiña de alcuza y al verdugado, y no habla, pues, de la basquiña de alcuza, que era una falda cortada por la misma traza que el manteo y en realidad de forma muy semejante a nuestras actuales faldas acampanadas, y el verdugado, en cambio, que era una saya interior para debajo del vestido, como un corsé de falda y efectos contrarios al corsé de busto y su papel era ahuecar y mantener tenso el vestido exterior. Todo esto se lo salta muy a pesar suyo.

En cambio ahora este señor que ha dado tantas conferencias, se centra directamente en el traje masculino encarnado en la persona de Felipe II. “Yo — dice muy decidido este conferenciante —hubiera querido traer aquí esta tarde ( y eso  lo dice sin dejar de mirar fijamente al solitario oyente de la cuarta fila), una imagen del retrato que Tiziano pintó de Felipe ll; eso hubiera querido hacer, pero no me ha sido posible. Como usted sabe bien, le continúa diciendo directamente al único espectador solitario, en ese retrato de Tiziano, Felipe ll viste unas calzas, un ropón ancho y suelto,  el tabardo o gabán que comenzó a llevarse a finales del siglo XV como prenda de abrigo, confeccionado en géneros costosísimos,como son siempre el brocado de oro guarnecido de pasamanos también de oro y forrado de pieles riquísimas. Y allí se ven también adornos en oro y en las  aberturas asoma el raso blanco y sobre el pecho el Toisón.

Y aún añade este señor que tantas conferencias ha dado en su vida, algo sobre la capa y el ferreruelo, las calzas y los gregüescos, pero sin insistir demasiado porque ha pensado dedicarle a su fiel oyente una inesperada sorpresa final, un regalo como premio a su completa atención. Así le empieza a hablar de cómo  doña Isabel de Valois, cuando en 1560 llega a Guadalajara, ella tiene 18 años y don Felipe 33. Pero el conferenciante aún quiere sorprender más a este señor del centro de la cuarta fila del auditorio, y sorprenderle con algo que esté más alejado del tema de su conferencia, y tras describir que el Rey vestía entonces calza y jubón blanco, cuajados de oro de canutillo y piezas de martillo, ropa francesa de terciopelo morado toda llena de oro y muchas piedras, le cuenta brevemente el viaje a Toledo de los Reyes. Toledo , dice el conferenciante, echó ese día la casa por la ventana para recibir a la nueva reina. Su galante esposo, el día adelantado quiso que todo lo que estuviera  aparejado se dedicase exclusivamente a la joven soberana. Por eso a las puertas de la muralla, muy hermoso y sosegado caballo blanco guarnicionado de terciopelo morado, con oro y perlas, frenos y estribos de plata dorada, riendas de oro, arzones esculpidos en plata, tomó sobre sus lomos a la Reina y la paseó en triunfo por la población, bajo improvisados arcos monumentales. Y visitando la catedral por Zocodover arriba, alcanzó así Isabel la morada regia  donde, ya de noche, le esperaba su marido.

En ese momento este señor que tantas conferencias ha pronunciado en su vida, se quita las gafas, bebe un sorbo de agua, ordena las cuartillas para meterlas de nuevo en su cartapacio, y mira al fondo del auditorio. Da por terminada su actuación. Por primera vez en la tarde advierte que el único oyente que tiene se ha movido: ha movido su pierna derecha, la que tenía apoyada sobre su pierna izquierda, y la ha enderezado un poco. Luego, lentamente, ha levantado las manos y, con las palmas abiertas, ha aplaudido. No ha aplaudido mucho pero sí lo ha hecho con ímpetu, al conferenciante incluso le parece que ha aplaudido con convicción. 

Entonces este señor que tantas conferencias ha dado en su vida, le dice “buenas tardes”, a este único oyente, le da las gracias, se levanta de la silla, apaga la luz que iluminaba la mesa, y, de pie,hace una ligera inclinación de cabeza mirando siempre al oyente, lo que es un leve reconocimiento de gratitud hacia el único espectador que ha tenido. 

Luego da media vuelta y con un gran paso tranquilo desaparece por la parte del fondo. 

José Julio Perlado 

( del libro “Relámpagos”) 

(relato inédito) 

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Imágenes- wikipedia

CIUDAD EN EL ESPEJO (25)

“— Empiezan a caminar por él— le dirá al fin Ricardo al médico.

— ¿Como camina usted?— preguntará el psiquiatra con interés.

Sí, exacto, como camino yo, responderá el guía en voz muy baja, él se sabe de memoria la sala donde está Felipe lV. Y sin embargo, cuando todo ocurra, cuando dentro de unos días haya de intervenir necesariamente la policía,  cuando el tiempo traiga obligatorias investigaciones, un inspector del distrito Centro, el inspector José Gállego, citará a Juan Luna Cortes y convocará también a las limpiadoras del Prado y al resto de guías, preguntando incansable, Vamos, comiencen a contarme, lo quiero saber todo de ese hombre, Usted, por ejemplo, le dirá el inspector Gállego mirándole a los ojos a Jerónimo Segovia, parecer ser que ustedes dos, Ricardo Almeida y usted, son íntimos amigos, es o no es cierto, cuénteme cosas de él.

Pero aún nada, en Madrid, ahora, entre una y una y cuarto del mediodía de este ocho de mayo, hace suponer tal suceso, en las ciudades y en las existencias, los  acontecimientos quedan agazapados y apenas sobresalen, el futuro está marcado en las palmas de las manos del presente pero las rayas que indican el curso de la vida quedan cruzadas por arrugas de amores y de muertes que distraen sin querer. Yo nunca hubiera imaginado, le dirá Jerónimo Segovia al inspector, que Ricardo pudiera hacer algo así. Y sin embargo ahora, aún no ha ocurrido nada, nos referimos a lo definitivo y a lo sangriento,  a la mirada penetrante del paciente sobre el médico, en este martes de mayo ni Gaspar Inglés, ni Cristóbal Valero, ni tampoco Jerónimo Segovia, ni Ramón Esteban, pueden adivinar que la semana que viene serán citados por la policía y habrán de declarar. Está en estos momentos del mediodía Juan Luna Cortes paseando despacio por entre los cuadros de Velázquez, tomó ya su bocadillo y hasta las tres no volverá a comer, vigila con gesto cansino a los que entran y a los que salen de la sala, a ratos se sienta en una tosca silla de madera, incómodo taburete con austero respaldo, abandona sus piernas, las deja descansar. Yo recuerdo muy bien, le dirá este vigilante al inspector Gállego, el día en que Ricardo quiso hacerse una foto ante el famoso cuadro de “Las Meninas”, se empeñó y se la hice muy temprano, cuando aún no había gente, mírela, aquí está, y entregará al inspector la singular fotografía. Aparece el guía del Museo vestido de impecable azul, chaqueta cruzada y pantalón planchado, los ojos algo alucinados, parece como si fuera de boda, como si se fuera a casar, el inspector Gállego tomará entonces una lupa y se inclinará despacio sobre este testimonio. Y además de esta fotografía, preguntará el policía mirándole atentamente, qué recuerda usted más, cómo es este hombre, qué aptitudes adopta, qué piensa usted.

 

Nada se puede desvelar aún, no nos conviene. En el vaivén del tiempo de Madrid, entre el hoy, el mañana y el ayer, apenas leves ráfagas e imperceptibles pistas quedan volatilizadas en el aire. Se acerca ahora la una y cuarto del mediodía, agujas de relojes avanzan, y en la sala donde está paseando Juan Luna Cortes vigilando los cuadros, se encierran esos colores de Velázquez que envuelven las pesadillas del guía. Siempre veo, doctor, le dirá Ricardo Almeida al médico esta tarde, esa sala poblada y llena, y tan familiar como si allí  hubiera yo nacido y tal como si viviera en ella, allí estoy siempre, en sueños y en vigilias, y no en la plaza de Olavide, no en una pensión, Pero qué ve exactamente, le preguntará Martinez Valdés, haga un esfuerzo por explicármelo. Veo, por ejemplo, es decir, se me aparece en sueños, el soberbio retrato de don Diego del Corral y Arellano, oidor que fue del Consejo de Castilla, catedrático de la universidad de Salamanca y visitador del aposento del rey, responderá Ricardo Almeida al psiquiatra, y el doctor Valdés le dejará hablar, no es muy aficionado a la pintura, no es asiduo visitante del Prado, pero tal como cuenta las cosas este enfermo parece como si las viviera, los colores le absorben, color e información, color, trazos y estudios. Pues sepa usted, doctor, le añadirá Ricardo, que desde hace años hube de leer y releer las vidas de cuantos personajes hay en esa sala y también en otras del Museo, y este don Diego del Corral y Arellano, figura egregia y de admirable estampa, retrato que clava su mirar en mi y en los demás , mirar grave y de reposado juicio, hombre de leyes, hombre de aplomo y de firmeza, cabeza suya aquella que sale de su golilla blanca con la que cubre la amplia toga negra con su cruz  de Santiago asomando por ella, la masa oscura de su retrato en pie, su calzado negro, el sombrero a la moda de Felipe ll apenas esbozado en el fondo del lienzo, ese Don Diego, doctor, así lo expliqué siempre a los turistas, y si Dios quiere, seguiré explicándolo, nació en Santo Domingo de Silos hacia 1570 y estudió en Salamanca, llegó a ser canciller de Aragón y se casó con doña Antonia de Ipeñarrieta, que el cuadro estuvo en el Palacio que los Corral tenían en Zarauz, en Guipúzcoa, según dice el inventario de don Cristóbal del Corral e Ipeñarrieta, y el lienzo quedó en poder de sus descendientes, los llamados marqueses de Narros, hasta que a mediados del siglo XlX lo trajeron a Madrid y sería un pariente de ellos, la duquesa de  Villahermosa, quien lo legó al Museo del Prado al acontecer su muerte.”

José Julio Perlado — (“Ciudad en el espejo”)

(Continuará)

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(Imagen- Twombly)

VIEJO MADRID (79) : ELOGIOS ANTES DE QUE FUERA CAPITAL

 

”La región de Madrid es muy templada y de buenos aires y limpios cielos – decía un natural de la Villa antes de que fuera capital -, las aguas muy buenas, el pan y el vino muy singulares de su propia cosecha, y en especial el tinto es muy famoso, y otros vinos blancos y tintos muy buenos, y muchas y buenas carnes de todas suertes, y mucha caza, y montería de puercos, y ciervos, y gamos, y corzos, y muchos y muy buenos conejos, y liebres, y perdices, y diferentes aves, y toros los más bravos de España, de la ribera del río Jarama a dos leguas de Madrid, y muchos caballos y mulas, y todos los otros animales y bestias que son muchas para el servicio de casa y de la agricultura, y además el pan que se dijo de su cosecha se trae de la comarca muy hermoso y blanco; y en grandes abundancias muchas legumbres de todas suertes, mucha y muy buena hortaliza de todas maneras, diversas frutas verdes y secas, de invierno y de verano, según los tiempos.

 

 

El queso de Madrid es de su tierra y es muy excelente, es del mismo pasto que el de la villa de Pinto, que es el mejor queso de España, y tal que no se puede decir mejor el Parmesano de Italia, ni el de Mallorca, ni los de Sicilia, y a todos hace ventaja. Finalmente, todo lo que es menester para alimentar la vida humana lo tiene aquella Villa, excepto pescado fresco de la mar, porque como es el más apartado pueblo de ella de España, no alcanza pescado fresco que de ella venga, excepto besugos en invierno por la diligencia de las recuas que los traen cuando es el tiempo de ellos, pocos días antes y después de Navidad, y es uno de los mejores pescados y más sabrosos del mundo, puesto que dura pocos días. También llegan congrios frescos y de los otros salados vienen muchos y muy buenos, así atunes, pulpos y pescados frescos, y sardinas, y vienen muchas truchas y salmones y muchas anguilas, y otros pescados de río, y de abundancia se traen muchos de escabeches y lenguados.”, escribía de Madrid antes de que se convirtiera en la sede de la Corte de Felipe ll.

 

 

(Imágenes -1-plano de Teixeira/ 2- madrid en 1965- donado por José Luis Berzal Pérez/ 3-Palacio Real -syscrapercit com)

VIAJES POR ESPAÑA (5) : EL PARDO Y LA CONDESA D´AULNOY

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«La excursión a El Escorial – va contando en su carta del 30 de septiembre de 1679 la condesa D´Aulnoy dentro de su «Relación del viaje de España» -, se celebró con todos los alicientes posibles. Las mismas damas que vinieron a Aranjuez y a Toledo se han mostrado muy satisfechas  de poder aprovechar la hermosa estación para pasearse un poco, y fuimos primeramente a El Pardo, que es una residencia real. El edificio es bastante hermoso, como todos los demás de España; es decir, un cuadro de cuatro cuerpos de alojamientos, separados por grandes galerías de comunicación, las cuales están sostenidas por columnas. Los muebles no son allí magníficos, pero hay buenos cuadros, entre otros, los retratos de todos los reyes de España, vestidos de una manera singular.

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(…) Fuimos después a un convento de capuchinos que está en la cima de un monte. Es un lugar de una gran devoción a causa de un Cristo desclavado de su cruz, que a menudo hace milagros.(…) Descubrimos en el fondo del valle una casita a la orilla de un arroyo que corría entre sauces. (…) Permanecimos tanto tiempo a orillas del agua, que hicimos resolución de no ir más lejos que hasta La Zarzuela, que es también una casa del rey, menos bella que El Pardo y tan descuidada, que nada se encuentra allí recomendable más que las aguas. Dormimos allí bastante mal, aunque fuese en las mismas camas de su majestad, y nunca hicimos nada mejor que el haber llevado todo lo que se necesitaba para nuestra cena. Entramos a continuación en los jardines, que están en mal estado. Las fuentes echan agua día y noche. Las aguas son allí tan buenas y tan abundantes, que a poco que uno pusiera, no habría lugar en el mundo más propio para hacer una estancia agradable. No es costumbre en este país, tanto el rey como los particulares, de sostener varias casas de campo. (…)

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Al día siguiente, temprano, salimos al fin para El Escorial. Pasamos por Monareco, donde comienzan los bosques, y un poco más lejos, el parque del convento de El Escorial. Porque, en efecto, un convento es lo que Felipe ll construyó en estas montañas, por haber hallado en ellas más fácilmente la piedra de que tenía necesidad.(…) Llegamos allí por una larguísima avenida de olmos, plantados en cuatro hileras de árboles. La fachada es magnífica, adornada con varias columnas de mármol, puestas las unas sobre las otras, hasta alcanzar una figura de San Lorenzo, que está en lo alto. Las armas del rey están allí grabadas sobre una «piedra del rayo», traída de Arabia, y que costó sesenta mil escudos el hacerlas grabar en ella.»

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(Imágenes:-1.-El monte de El Pardo.- wikipedia/ 2.-Palacio de la Zarzuela.- dinastíafotográfica/ 3.-El Escorial.-uam.es/ 4.-cedro del Líbano- realsitiodelescorial)

OTOÑO EN EL PARDO

«Contra el macizo negro y plata de Guadarrama, que asoma imponente, mina de hierro, entre sus nubes grandes, al fin del río, el agua gris viene al puente viejo, entre chopos deshojados, que aún conservan un festón amarillo.

El terreno bello, lomeado, hace un oleaje de verdeazul y sombras negras, y por las negras encinas sin bellotas, andan los cuervos negros.

El dramatismo de El Pardo no es nada ascético, como se ha dicho tanto, ni nada místico. Su trájico es sano, su fatídico saludable y con quien debiera concertar mejor que con Felipe ll, Felipe lV y Carlos lV, es con Carlos lll.

El Pardo se ha aconsejado como sanatorio. Sí, es sanatorio de sanos, concentrador de dispersos, arraigador de volubles, pedazo ejemplar de esta gran España otra – ¡ qué lejos de ésta! – con su Guadarrama de hierro y plata, sus encinas de hierro y fecundidad y su sueño de hierro y vida».

Juan Ramón Jiménez: «Otoño en El Pardo» («Madrid posible e imposible»)

(Imágenes:- 1.- Mary Cassatt.-1880/ 2.- Lynn Geesaman-.-parq de Scaux.-France.-1997)