CIUDAD EN EL ESPEJO (20)

“Pasó el ángelus de ese martes de mayo cerca de la Virgen de la Paloma, a la que había venerado con constancia dos reinas, Maria Luisa de Parma e Isabel ll. Pasó el ángelus con sus Santas Marías y sus Aves Marías cerca de la Virgen de las Maravillas y entró también como soplo de viento no lejos de donde ahora seguía el coche de Begoña Azcárate avanzando, llegó hasta la Virgen de las Carboneras, en la plazuela del Conde de Miranda, casco del Madrid viejo,  antiguo casco de la capital de España, iglesia recogida y casi ensimismada en sus muros, nada lejana a la Plaza de la Villa, en la que se erguía actualmente el  Ayuntamiento, las ciudades, a veces, se cubren de cascos guerreros o pacíficos para envolver cabeza y pies,  cabeza y planos, bronces que protegen su estructura, armadura de piezas tan firmes y bruñidas que el envite del tiempo no logra empobrecer. Juanita Miranda “ la andaluza” había marchado el lunes al frente de su ejército de mujeres limpiando la planta baja del Prado, había pasado frente al salón de actos del Museo y entró en las salas dedicadas a la pintura española del siglo XV, era mujer diminuta y nerviosa, temperamental, hembra de arrestos, había casado con su marido hacía veintitrés años,  conocía el mundo, y a veces, mientras tomaba el bocadillo hacía las once de la mañana refugiándose todos los grupos de mujeres en cuartitos reservados, daba consejos a la más débil y a la vez más extraña de todas, a Eugenia Fernández, la separada del teniente de infantería, Julio Ramón Ortega, nacida ella en la Granja y actualmente residiendo en El Pardo. Tú tienes que aguantar, Eugenia, si a tu hija no la ves, ya vendrá a ti, son egoístas los hijos, buenos pero egoístas, eso los que salen buenos, le decía, Pero es que tú no tienes hijos, Juani, le respondía crispada la otra, tú no sabes lo que es que ella te llame sólo para pedirte dinero, no sé ni dónde está, es que no tiene para eso a su padre, decía Eugenia, o es que su padre no la ve, es que él no tiene un sueldo, porque sí, sí tiene sueldo, y además la ve, que no sé lo que él le ha dado.

 

 

Cecilia Villegas Lucín, nacida en León, a punto de retirarse con sus ahorrillos, callaba y comía, había ya visto demasiado en la vida y contemplaba discutir a las dos, se sentaba cansada en una banqueta y no miraba demasiado su principio de varices, despreciaba sus piernas y su figura, había enterrado a su marido, Antonio Fuertes Bendito no hacía año y medio, bendito Antonio que tanto la había hecho sufrir, se había escapado varías veces su Antonio con bailarinas y actrices de medio pelo, le perdonó cada vez, al fin Antonio Fuertes se estampó una noche con su coche contra una tapia en la carretera de Extremadura, a la altura de Campamento, y quedó inválido de las dos piernas, lo cuidó y lo amparó, lo mantuvo gracias a la pensión de invalidez de él y al trabajo de ella  en el Museo, al fin lo enterró piadosamente, y a pesar de cuanto había sufrido le lloró mucho, y aún ahora, por las noches aunque ella nada contaba, tan discreta era que su historia matrimonial no la sabía bien mas que su espejo, aún ahora en las noches le lloraba desesperada, volcada sobre el catre que le prestó su hermana, hay lloros profundos en Madrid que son intensos y que apenas se notan, difícil es percibirlos a no ser que el oído de la ciudad preste atención al estremecimiento de estos pliegues del sueño, tal era el lloro de esa mujer de sesenta años, Cecilia Villegas, “Ceci” para los amigos, que los lunes, al limpiar, mordía su bocadillo de mortadela y abría su termo de café con leche no lejos de la sala de pintura española del siglo XV, mientras la pátina del tiempo pasaba en volutas sobre los cuadros. Era siempre el tiempo el que parecía pasar y no pasaba, cruzaba de puntillas el dintel desde el tiempo de los muertos.

 

 

Un arte de espectros, le dirá esta tarde con énfasis Ricardo Almeida al médico, son unas  actitudes funerales y una técnica, doctor, para un arte eternamente sepultado, repetirá solemne el guía del Prado ante el psiquiatra don Pedro Martinez Valdés cuando éste le siente en su despacho. Pero es que sólo piensa usted en la muerte, le interrogará el médico, la muerte tanto le obsesiona, le insistirá el psiquiatra. Yo no le hablo de la muerte, don Pedro, le dirá asombrado Ricardo Almeida, yo le hablo de lo que estudié, de la muerte en el arte, es decir, del tiempo de los muertos. A Ceci Villegas Lucín, o a Cecilia Villegas, que de ambas maneras se la puede llamar,  viuda de Antonio Fuertes Bendito,  no le impresionará en cambio la muerte el lunes de mayo que limpie el Museo, sentada y prácticamente derrengada sobre una banqueta muerde su bocadillo de mortadela y bebe a sorbos su café con leche, ha desenroscado la tapa de su termo y piensa unas veces en su Antonio juerguista y que al fin de sus días se quedó paralítico, y otras cuenta cuidadosa y amorosamente los meses que le quedan para retirarse. Once meses, tres semanas y dos dias, Ceci, se dice a sí misma ante el pequeño espejo de su pequeño cuarto, vive en un entresuelo en la calle de Tendis número doce, en el distrito de San Isidro, por la calle de Tendis y subiendo la calle de Valdecelada, ascendiendo enseguida por la calle Carlos Dabán se llega hasta la Vía Carpetana, y doblando a la derecha, esa Via Carpetana alcanza pronto las tapias del cementerio de San Isidro. Ese entresuelo de la calle de Tendis número doce que le prestó su hermana huele siempre a cerrado y a rancio, allí  estuvo sentado ante la ventana y a la altura de la acera, mirando sin ver la vida del barrio, sus ojos mansos como cordero casi degollado, Antonio Fuertes Bendito, fontanero de profesión, que ganó mucho dinero en la vida a base de chapuzas y de arreglos, y que trabajó y se divirtió de lo lindo, que no se perdió una verbena madrileña y que bailó incansable en El Barrio de La Latina y en ciertos cuchitriles de la Plaza de la Cebada, junto al Mercado. Ceci recuerda que su Antonio solía ir al Mercado muchos días muy temprano le atraían las bombillas sobre pintorescas pescaderías madrileñas, siempre le atrajo aquella luz resbalando por el lomo y las escamas de las pescadillas brillantes y muertas, sus cabezas abiertas entre trozos de hielo, el mostrador de aquel Mercado que proseguía  en un barrio típico de la capital, el Mercado lleno de gritos y voceo. Mi Antonio, se decía Ceci Villegas mirándose al espejo y hablándose a sí misma, odió siempre el gigantesco Mercamadrid de las afueras actuales, no quiso verlo, él disfrutaba en las tabernas de la calle de Calatrava, y aún me acuerdo, se repetía Ceci Villegas por las noches, llorando desconsolada, mis cumpleaños en “Casa Paco”, en la plaza del Cordón.”

 


Ha pasado ya el coche de Begoña Azcárate en este martes ocho de mayo no lejos de la Plaza del Cordón, hace tiempo que fue dejando atrás los comercios de la calle Mayor y que entró en la Puerta del Sol, fue pacientemente buscando lugar y sitio en un aparcamiento subterráneo cerca de unos grandes almacenes de la calle de Preciados. Eran algo más  de  las doce y no se puede describir la vida simultáneamente en libro alguno. Van las existencias vestidas con sus trajes, habitan en sus propios disfraces de diverso tamaño y colorido, camina por un pasillo del sanatorio del doctor Jiménez el psiquiatra don Pedro Martinez Valdés, sube una escalera mecánica Begoña Azcárate, los peldaños parece que se comieran a sí mismos, van tragándose sus entrañas, sus rendijas y ranuras, las fauces dentadas de los peldaños de esta escalera mecánica dan la impresión de una portentosa máquina que girara transportando a la gente, las cosas que se inventan en este fin de siglo, cuántos siglos quedarán para que se acabe el mundo,  llevamos veinte siglos desde Cristo y no se cuentan los que quedaron amontonados en la historia anterior y en la prehistoria, a Onofre Sebastián en su trabajo de “Nebraska” le ha llegado la hora de poner los manteles y hacer señas, silbos, suaves pitidos a sus compañeros cuando encarga algo de cocina, gambas, callos, riñones, langostinos, sesos, mollejas, un plato combinado, pero es por la Plaza de la Cebada y por la Plaza Mayor y bajo sus arcos donde se fríen suculentos calamares  y el olor de los fritos entra por el olfato madrileño, aún no hay turistas en la capital, no llegó el desembarco de las lenguas, los mapas y los pantalones cortos, cuando los turistas lleguen a la capital de España perderán sus vergüenzas y mirarán bien y sin timidez la lista de los precios. Eran algo más de las doce de aquel día de mayo y por las dos Cavas, calles estrechas llamadas de la Cava Alta y de la Cava Baja, restaurantes famosos, cada uno a su quehacer y a su oficio, cocineros en las trastiendas o en los sótanos con sus blancos gorros y sus hábiles manos, que los hombres parecen más diestros que las mujeres cuando se disponen a tales faenas, cortan carnes y pescados y ordenan las mezclas de las salsas mientras vigilan el hervir de las cazuelas gigantes, más parecen capitanes de barcos que otra cosa, dueños eficaces al mando de ejércitos. Vivía por entonces un rey Borbón que a veces escapaba con sus amigos hasta “Casa Lucio”, un restaurante de la Cava Baja, y el dueño lo sabía y preparaba y disponía cubiertos, extendía manteles de cuadros blancos y rojos como rojo era el vino de las botellas que reposaban en las bodegas, blanco, rosado y aquel vino tendido tal como si durmiera, bodegas casi a oscuras en el fondo mismo de Madrid, quietud de sus entrañas, añejas cosechas que provenían de distintas comarcas españolas, fluir manso de vapor en sus grados que aguardaba salir y desbordarse, caer en copas y arder en sienes y colarse en estómagos. Luisa Suárez Amores, otra de las limpiadoras del Prado, viuda y con dos hijos a los que había sacado adelante limpia y honestamente, chico y chica, Cayetano y Paloma respectivamente, presumía de haber nacido en el centro mismo de Madrid, no en el actual centro al que algunos se referían hablando del kilómetro cero de España, aquel marcado en las  baldosas de la Puerta del Sol y bajo el famoso reloj, sino en el centro más antiguo, es decir por donde ahora discurría la calle de Segovia, apartado aquel lugar del río Manzanares, que para poco había servido, y apartado también de la gran mole blanca del Palacio Real, nido y nudo ese trozo de la calle de Segovia de la historia más remota de la ciuda,d, del origen de Madrid, matriz y madre de aguas. La capital, ahora, a finales del XX, extendía humos, vahos y vapores, y su aire delgado, fino y delicado, aquel clima que por ser tan sano había compuesto el cuerpo de muchos monarca y vasallos durante varias épocas, aquel clima célebre por el bienestar que derramaban sus cielos, había quedado envenenado por la polución y una capa impalpable pero espesa y grasienta abarcaba ahora la anchura de aquella  capital que en otros siglos fue tan salubre. Luisa Suárez Amores, que el lunes también limpió el Prado, era mujer muy alta, seca en apariencia, firme de compostura, valerosa y decidida. Había quedado viuda muy joven y vivía no lejos del Puente de Segovia, en la calle de Segovia número ciento veinte, a un paso tenía los jardines de las Vistillas donde los veranos brillaban en verbenas costumbristas los aires de la noche. Muerte extraña había sido, muerte extraña y repentina la de Julián Cibeiro Cardoso, su joven marido nacido en Cambados y llegado a Madrid, gallego silencioso y falto de humor, que pocas cosas dijo en su vida y que murió en la cama de madrugada,  junto al cuerpo de Luisa, desgraciadas y tristes son esas muertes mudas, todas las muertes lo son, él era el hijo único de  unos pobres campesinos a quien habían dejado estrecho capital, la madre  de Julián, Rosa Cardoso, había recorrido una y otra vez durante años, vendiendo la fruta y las patatas que sacaban de la huerta, desde Cambados hasta Villanueva de Arosa y desde Villanueva de Arosa hasta Cambados.”

 

José Julio Perlado —“Ciudad en el espejo”

 

(Continuará)

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(Imágenes—1-  C L Frost/ 2- Yoko Akino/ 3- Rem Jasón Rohlf)

CIUDAD EN EL ESPEJO (22)

“María Cuetos Muñiz comenzó a ir, como decíamos, en un autobús que solía bajar cada diez minutos por la calle de Alcalá, e iba a ver a su madre. Dejaba el puchero sobre el fogón, cerraba con doble vuelta de llave su estrecho piso de la Avenida de los Toreros, con dos habitaciones, un televisor, dos camas empotradas, sabía que su hijo único, Benigno, estaba en el colegio, corría ella rápida al costado de la verja del Retiro, calle de Menéndez y Pelayo arriba, hasta el sanatorio psiquiátrico. Eso duró meses, eran idas y vueltas excesivas, o es que hay algo excesivo en visitar a una madre, los egoísmos se unen a los cansancios, y lo que fue entrega y amabilidad al principio se hace rutina y pesadez muy pronto. Te he traído este yogur, madre, le decía , es tu postre, cómetelo. Cuando el doctor Valdés se enteró a través de las monjas, no del postre ni de su calidad, sino del tono imperativo con que la hija ordenaba a la madre, la llamó al pequeño despacho, Por qué la trata así, yo no soy quien para meterme en su vida, pero su madre está enferma, sola, la necesita, al menos cuando haga usted visitas, piense que casi no ve nunca a nadie, las monjas le sirven la comida, pero las monjas no son hijas suyas, o no  venga usted, o si viene trátela de otra forma. Fue duro el doctor Valdés, empleó un tono duro, como en pocas ocasiones lo había empleado. Yo lo siento mucho, doctor, usted perdone, le respondió María Cuetos al médico, pero le salió aquel temple agrio que tenía su madre de joven, subió a ella el cansancio, la edad, la soledad, vaya usted a saber qué. Por dentro había una María Cuetos extrañamente harta de su madre, cómo se puede estar harta de una madre, dice el refrán y confirma la misma existencia que madre no hay más que una, pero uno y único es también el cansancio humano, como un polvillo que se acumulara en fatiga sobre mujeres y hombres de modo imperceptible, hay cansancios físicos que nacen del mismo cuerpo, ese cuerpo  echa a a andar y a subir, cubre fatigas, asciende tenazmente kilómetros. Son cansancios buenos, sanos cansancios donde los miembros recorren distancias y no es conveniente pararse,  nunca es aconsejable reposar sino mínimamente, ya que el cuerpo se enfría y entumece. Pero hay otros cansancios extraños y difíciles de remediar, agotamientos de cabeza, darle vueltas a las cosas entre las sienes, estar inmóvil, cavilar, luchar, batallar sin salir del terreno de la casa, es un terreno ese de las habitaciones familiares que tiene pocos lindes, y, sobre todo, ausencia de aire fresco, tan sólo llega a Madrid , de pronto, el aire emponzoñado a veces, cuando, al ventilar los cuartos se abren las hojas de las ventanas y los cristales dejan pasar soplos de vida, alientos, el respirar de las calles invadidas de ruidos, la urbe y no la naturaleza, la ciudad y no el campo, la civilización tan poco civilizada en ocasiones, y no el monte quieto al fondo, o el mar, la transparencia del velo del día entre la ventana y el paisaje, quizá lo transparente, lo primitivo, aquello que entra por los ojos y es admirable percibir. Por tanto, yo le ruego, le había dicho el doctor Valdés a María Cueto, que no trate así a su madre. Nadie me ve, quién me ha delatado, nadie hay por aquí, en estas plantas altas, se dijo la hija. Y prosiguió déspota con Ángeles Muñiz, estaba la enfermería vacía a aquellas horas de la mañana, pasó el mediodía, Madrid  avanzaba las hojas de sus horas en invisibles manecillas, avanzaba el día, la jornada, el tiempo del país, los países, Europa.

 

 

España entraba por caminos inciertos y titubeantes, en un querer y no querer, ente la audacia, la ambición  y el poderío del consumismo, a punto estaba el siglo XX de fenecer entre grietas y humaredas de muerte, apenas un botón apretado y estallaría lo inestable en pedazos, vidas volaban y habían volado en la historia del mundo y eran tantas las existencias quebradas por la violencia y por las muertes naturales que no se sabía cuántas y cuáles eran las vidas que cabían en ese hueco del mundo. Mire usted, doctor, le dirá un día al doctor Valdés, Jacinto Vergel Palomar, natural de Manzanares el Real, alto, fornido y delgado, con los gruesos cristales de sus gafas mirando el mundo, setenta y seis años de andanzas por caminos y vericuetos, gustos y disgustos entremezclados, pero sobre todo su actual amor de viudo hacia la viuda Luisa Baldomero González, oronda y blanda mujer a la que acompañaba por los pasillos, Mire usted, doctor, le dijo una mañana Jacinto Vergel al psiquiatra  Martinez Valdés, cualquier día volamos todos, volará usted mismo, saltará de ese sillón, usted perdone, y se  desintegrará en el espacio. Bien, Jacinto, le contestó el médico, serénese. No le importaba demasiado a Jacinto Vergel que el mundo se hiciera añicos por los aires, él había ya saltado mucho, fue saltarín desde muy pequeño y sobre todo era su corazón el que saltaba en amores, Yo te quiero, Luisa, te lo dije una vez, los hombres  no repiten su amor a las mujeres, es la mujer la empeñada en oírlos. Luisa Baldomero González no supo nunca que su Jacinto había subido una noche hasta la enfermería del sanatorio del doctor Jiménez, casi se mató, ascendió por una estrecha escalera de servicio e iba vestido con su bata, serían las dos o las tres de la madrugada, estaba la enfermería en penumbra, los gruesos cristales de las gafas de Jacinto Vergel atisbaron inciertos espacios, rozaron camas vacías y cortinas echadas, llegaron al fin hasta el cuerpo de Ángeles Muñiz rodeada de tubos y palpó la manta, inclinó la cabeza y la besó en la mano y luego en la mejilla. También en la frente, doctor, le confesó al médico en su día, no fue mi amor por las mujeres, es que estaba completamente sola, don Pedro, yo sabía que ella estaba muy sola toda la noche y que acaso se moría, pero no era por la muerte, don Pedro, era por su soledad.”

 

José Julio Perlado   (“Ciudad en el espejo”)

(continuará)

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(Imagen – Adolph  Gottlieb-1961)

CIUDAD EN EL ESPEJO (24)

“ Ahora va acercándose lentamente la una del mediodía, acaba de suspirar entre las sábanas Ángeles Muñiz, su hija María la besa con rapidez, se inclina entre los tubos que rodean a la madre, y deposita el beso en su mejilla, se yergue y contempla un momento ese rostro que parece dormir, recoge el bolso que ha dejado sobre una silla de esta enfermería y se retira. Tengo prisa por llegar a casa, pierdo el autobús, no llego, se va diciendo apresuradamente María Cuetos conforme baja rápida las escaleras de este sanatorio de Menéndez y Pelayo, anchos escalones de vieja madera, barandilla oscura, tablas crujientes. En el momento en que María Cuetos está bajando escalones camino de la puerta, no lejos de allí, en el mismo Madrid, por una zona cercana, es decir, dentro del monumental Museo del Prado, otra escalera, ésta muy firme y de piedra, deja pasar sobre ella el tumulto en rumor de los turistas, los jóvenes colegios de adolescentes, las suelas y los tacones  del gentío que sube incesante desde el vestíbulo central hacia el piso primero donde precisamente esperan los cuadros de Velázquez. Es una escalera que asciende por la izquierda, se dejó atrás la entrada y los vigilantes, los conserjes y aquel ruido mecánico que permite pasar uno a uno, como en una frontera, como en una singular aduana, conforme  van mostrando su entrada los visitantes. Juan Luna Cortés, el amigo de Ricardo Almeida García, que aún desconoce  qué le ha ocurrido al guía, bajó hace dos horas, serían cerca de las once, a tomarse  su cotidiano bocadillo, y al ir con su envuelto paquete hacia el cuarto de los sótanos, cruzó la entrada del Museo y no reparó demasiado en la ausencia de Ricardo Almeida, estaba el grupo de guías oficiales del Prado con sus placas ostensibles en las solapas, sus fotografías, apellidos y nombres, una especie de certificado rectangular y plastificado, algo que recuerda a un diploma, una especie de enseña y de credencial, el título de conocimientos empequeñecido, y allí seguían, aguardando en una esquina, cerca del principio de esta escalera de piedra, al borde mismo del vestíbulo. Parecemos halcones, doctor, le dirá esta tarde Ricardo Almeida al médico, parecemos halcones esperando a la gente, yo mismo soy halcón. Por qué se llama así, le preguntará él psiquiatra, Porque es lo que hago, es como me comporto, somos buitres y no sólo halcones, vigilamos cada movimiento de la entrada, cualquiera puede ser presa, es necesario trabajar, allí estamos todas las mañanas del año Manolo Nicolás, Gaspar Inglés, Ramón Esteban, Cristóbal Valero, y mi mejor amigo, que es Jerónimo Segovia. Esos hombres y esas figuras que siempre acechan de reojo a los turistas son los que ha visto hace apenas dos horas, a las once de la mañana, Juan Luna Cortés, al pasar fugazmente con su bocadillo en la mano. Vió al grupo de los cinco guías del Prado conversando en la entrada, saludó a algunos, pero no se fijó que faltaba Ricardo Almeida, él iba pensando en desayunar, tomar su almuerzo de media mañana, ni se fijó , o si quizá lo hizo no hubo reacción, no lo sabemos.

 

 

Lo que sí sabemos es que a ese grupo de guías del Prado, amigos y enemigos entre sí, competidores, que van a ganar su pan gracias a sus conocimientos del famoso Museo madrileño, Ricardo Almeida siempre los llamó halcones y buitres, y así, con estos nombres, se referirá incluso al hablar de sí mismo, Mire usted, doctor, le dirá esta tarde, Gaspar Inglés es el más listo, pero Manolo Nicolás es el más rápido, ėl conoce muy bien la pintura española, tiene sus gustos, pero todos nosotros, y yo mismo también, he de callarme, los gustos son privados, a mí, por ejemplo, me atraen mucho los perros de Velázquez, sus perros y sus caballos, esas grupas redondas, doctor, que aparecen en “Las Meninas” o en el retrato ecuestre del Conde Duque de Olivares, o perros que yo explico siempre a los turistas, ese mastín de negra cara que acompaña a Felipe lV cazador, o el perro echado a los pies del príncipe don Baltasar Carlos, pero sobre todo paso la mano sobre ese soberbio gran perro tendido y majestuoso que ocupa la habitación de “Las Meninas”, paso mi mano sobre él, sobre su lomo, y me duermo. Se lo dirá esta misma tarde el guía al médico como en confesión, pero ya lo piensa ahora, a la una del mediodía, cuando está semidormido, abotargado, y ante todo dolorido en un cuarto de este sanatorio y ve todo el Museo en su memoria, la vuelta del caballo que monta el Conde Duque de Olivares gira al fondo, hacia dentro, hacia el campo, en la hondura del cuadro Ricardo Almeida sabe que se divisa Fuenterrabía, lo suele señalar a los visitantes, Miren, observen cómo se ve Fuenterrabía a lo lejos. Sí, está dolorido este hombre. No se mueva, Ricardo,,le dirá esta tarde el doctor Valdés, hábleme procurando no moverse, y le preguntará,  Por qué se hirió, por qué se hizo esas heridas. Ahora, a la una del mediodía, aún  no ha visto al psiquiatra, ni habló aún con él, lo tendieron cuidadosamente en una cama cuando llegó de la Cruz Roja y permanece así. Me gusta el perro, parece de verdad, escucha una voz de las muchas de su vida que contempla en el Prado “Las Meninas”. Hay una atracción, doctor, le dirá dentro de unas horas Ricardo al médico, guarda un imán ese cuadro de Velazquez. Es la fama, le contestará el doctor Valdés, es lo que se ha hablado y se ha escrito del lienzo.  No, no es eso, doctor, le responderá  convencido Ricardo. Hay un imán en esa habitación pintada por Velázquez, porque yo noto las miradas en la sala nada más  entrar, al cruzar el dintel, buscan a “Lss Meninas” con pasión, la familia del Rey atrae enseguida a los turistas, los convoca, congrega las miradas, se queda todo el cuadro mirando a los turistas y los turistas se adentran en el cuadro.”

José Julio Perlado – “Ciudad en el espejo”

( Continuará )

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(Imagen 1- park seo bo – 1992)

CIUDAD EN EL ESPEJO (25)

“— Empiezan a caminar por él— le dirá al fin Ricardo al médico.

— ¿Como camina usted?— preguntará el psiquiatra con interés.

Sí, exacto, como camino yo, responderá el guía en voz muy baja, él se sabe de memoria la sala donde está Felipe lV. Y sin embargo, cuando todo ocurra, cuando dentro de unos días haya de intervenir necesariamente la policía,  cuando el tiempo traiga obligatorias investigaciones, un inspector del distrito Centro, el inspector José Gállego, citará a Juan Luna Cortes y convocará también a las limpiadoras del Prado y al resto de guías, preguntando incansable, Vamos, comiencen a contarme, lo quiero saber todo de ese hombre, Usted, por ejemplo, le dirá el inspector Gállego mirándole a los ojos a Jerónimo Segovia, parecer ser que ustedes dos, Ricardo Almeida y usted, son íntimos amigos, es o no es cierto, cuénteme cosas de él.

Pero aún nada, en Madrid, ahora, entre una y una y cuarto del mediodía de este ocho de mayo, hace suponer tal suceso, en las ciudades y en las existencias, los  acontecimientos quedan agazapados y apenas sobresalen, el futuro está marcado en las palmas de las manos del presente pero las rayas que indican el curso de la vida quedan cruzadas por arrugas de amores y de muertes que distraen sin querer. Yo nunca hubiera imaginado, le dirá Jerónimo Segovia al inspector, que Ricardo pudiera hacer algo así. Y sin embargo ahora, aún no ha ocurrido nada, nos referimos a lo definitivo y a lo sangriento,  a la mirada penetrante del paciente sobre el médico, en este martes de mayo ni Gaspar Inglés, ni Cristóbal Valero, ni tampoco Jerónimo Segovia, ni Ramón Esteban, pueden adivinar que la semana que viene serán citados por la policía y habrán de declarar. Está en estos momentos del mediodía Juan Luna Cortes paseando despacio por entre los cuadros de Velázquez, tomó ya su bocadillo y hasta las tres no volverá a comer, vigila con gesto cansino a los que entran y a los que salen de la sala, a ratos se sienta en una tosca silla de madera, incómodo taburete con austero respaldo, abandona sus piernas, las deja descansar. Yo recuerdo muy bien, le dirá este vigilante al inspector Gállego, el día en que Ricardo quiso hacerse una foto ante el famoso cuadro de “Las Meninas”, se empeñó y se la hice muy temprano, cuando aún no había gente, mírela, aquí está, y entregará al inspector la singular fotografía. Aparece el guía del Museo vestido de impecable azul, chaqueta cruzada y pantalón planchado, los ojos algo alucinados, parece como si fuera de boda, como si se fuera a casar, el inspector Gállego tomará entonces una lupa y se inclinará despacio sobre este testimonio. Y además de esta fotografía, preguntará el policía mirándole atentamente, qué recuerda usted más, cómo es este hombre, qué aptitudes adopta, qué piensa usted.

 

Nada se puede desvelar aún, no nos conviene. En el vaivén del tiempo de Madrid, entre el hoy, el mañana y el ayer, apenas leves ráfagas e imperceptibles pistas quedan volatilizadas en el aire. Se acerca ahora la una y cuarto del mediodía, agujas de relojes avanzan, y en la sala donde está paseando Juan Luna Cortes vigilando los cuadros, se encierran esos colores de Velázquez que envuelven las pesadillas del guía. Siempre veo, doctor, le dirá Ricardo Almeida al médico esta tarde, esa sala poblada y llena, y tan familiar como si allí  hubiera yo nacido y tal como si viviera en ella, allí estoy siempre, en sueños y en vigilias, y no en la plaza de Olavide, no en una pensión, Pero qué ve exactamente, le preguntará Martinez Valdés, haga un esfuerzo por explicármelo. Veo, por ejemplo, es decir, se me aparece en sueños, el soberbio retrato de don Diego del Corral y Arellano, oidor que fue del Consejo de Castilla, catedrático de la universidad de Salamanca y visitador del aposento del rey, responderá Ricardo Almeida al psiquiatra, y el doctor Valdés le dejará hablar, no es muy aficionado a la pintura, no es asiduo visitante del Prado, pero tal como cuenta las cosas este enfermo parece como si las viviera, los colores le absorben, color e información, color, trazos y estudios. Pues sepa usted, doctor, le añadirá Ricardo, que desde hace años hube de leer y releer las vidas de cuantos personajes hay en esa sala y también en otras del Museo, y este don Diego del Corral y Arellano, figura egregia y de admirable estampa, retrato que clava su mirar en mi y en los demás , mirar grave y de reposado juicio, hombre de leyes, hombre de aplomo y de firmeza, cabeza suya aquella que sale de su golilla blanca con la que cubre la amplia toga negra con su cruz  de Santiago asomando por ella, la masa oscura de su retrato en pie, su calzado negro, el sombrero a la moda de Felipe ll apenas esbozado en el fondo del lienzo, ese Don Diego, doctor, así lo expliqué siempre a los turistas, y si Dios quiere, seguiré explicándolo, nació en Santo Domingo de Silos hacia 1570 y estudió en Salamanca, llegó a ser canciller de Aragón y se casó con doña Antonia de Ipeñarrieta, que el cuadro estuvo en el Palacio que los Corral tenían en Zarauz, en Guipúzcoa, según dice el inventario de don Cristóbal del Corral e Ipeñarrieta, y el lienzo quedó en poder de sus descendientes, los llamados marqueses de Narros, hasta que a mediados del siglo XlX lo trajeron a Madrid y sería un pariente de ellos, la duquesa de  Villahermosa, quien lo legó al Museo del Prado al acontecer su muerte.”

José Julio Perlado — (“Ciudad en el espejo”)

(Continuará)

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(Imagen- Twombly)

EL RASTRO

 

 

“Grandes máquinas, relojes, maderas, los aceros más feroces, abanicos delicados y pueriles; monedas antiguas, sólo dignas de las almas sórdidas de los numismatas; cascos de botella, cada uno con su alma de cristal y de color distinto; pipas que han sido entrañablemente acariciadas; navajas que recuerdan crímenes; bastones todos jubilados; muebles requetedorados de un oro chanchullero; tristísimas lámparas de minero; braseros peripuestos; cacharros de loza con mordiscos y melladuras, con flores vivas; paraguas que recuerdan a seminaristas; cobres a los que ya el tiempo ha convertido en oro; máquinas de hacer café , con aromas del paraíso de los hombres; gafas que impondrán la visión del otro; instrumentos de cocina que entre ellos se hablan; relojes cuyo ritmo llena el aire como un inmenso enjambre;

 

 

calzado viejo con aire tragicómico; esculturas sin museo; bustos de señoras enfáticas; cabezas de peinadoras; maniquíes de sastrería, sordos y tontos; animales disecados en los que anima el alma de este paraje; libros de cuyo amontonamiento brota un olor a agua podrida; armas formidables, más allá del crimen y de la guerra; Cristos clementes, en medio de las cosas arrumbadas; costureros de color miel y espejito; tinteros muy muertos por la tinta seca de su fondo; camas trágicas las de hierro, piadosas y humanas las de madera;

 

 

sillas campesinas, de hogaza; pupitres episcopales; bargueños, que son como capillas civiles, tiernos y confidentes; espejos que han perdido su sordidez mirando al cielo en el carro que los traía; cosas de cementerio, sin sentimentalismo; dulces instrumentos de música; cuadros en los que se revela la plenitud de la pintura y la hipocresía de los museos; fotografías como miradas descoloridas, casuales, y sombreros y trajes, siempre lamentables, exangües, exangües…”.

Camón Aznar, en su estudio de la obra de RAMÓN, va desgranando este desfile de “El Rastro”, la obra que viera la luz en 1915 retratando los objetos bajo un cielo madrileño “bajo, acostado, concentrado”, donde, “las golondrinas – dice RAMÓN – juegan sobre la calle del cielo que corresponde a nuestra calle de la tierra como párvulos en vacaciones o al salir de las escuelas”.

Ahora que  AndrésTrapiello publica su Rastro personal, el viejo Rastro de Gómez de la Serna, mapa de los objetos perdidos, nos lleva siempre a la nostalgia.

 

 

(Imágenes -1- Lynne Parques/ 2- Olga Antonova/ 3-Berenice Abbott-  1958/ 4-Rodrigo Moynihan – 1948 – robrt mile