CIUDAD EN EL ESPEJO (15)

“Por qué tiene usted, don Pablo, esa cicatriz en el brazo, a ver, enséñemela, le pregunta ahora el doctor Valdés, Desde cuándo la tiene. Don Pablo Ausin Monteverdi es hombre extraño, aunque parecería normal. Habla poco, la última vez que pronunció un largo párrafo quizá fue hace años, en el restaurante que tenía en Chinchón y que ahora heredó su hijo Agustín, padre e hijo no se hablan desde entonces. Agustín Ausin lo llevó hace año y medio al sanatorio del Doctor Jiménez, Le dejo aquí, pronunció el hijo no sin asomo de escondida crueldad, ya que mi padre está loco, o si no lo está, anda algo trastornado, jamás me habla, nunca he sabido lo que piensa, es hombre educado, incluso de estudios, pero juntos los dos no podemos vivir. Don Pablo Ausin Monteverdi nació en el mismo Chinchón, compró allí una pieza en los bajos de la famosa plaza, convenció a su padre, don Casimiro, para establecer bajo las galerías de madera un modesto restaurante, antes había estudiado Medicina en Madrid, la medicina que nunca ejerció, tenía dos vidas, la de los libros adquiridos en tiendas de viejo, quién lo diría, cómo podría adivinarse que en el fondo sombrío del caserón de un pueblo, al final y en lo más hondo del pasillo donde estaban las habitaciones, se alineaban libros casi deshojados pero leídos y releídos con unción, mientras al otro lado, de la casa a la plaza, a sus procesiones, capeas y turistas, el olor y el brillo jugoso de los prietos chorizos regados con buen vino eran la mercancía ofrecida, la apariencia externa del vivir. Desde cuándo tiene este tatuaje, pregunta nuevamente el doctor Valdés a Don Pablo Ausin Monteverdi.

No es el tatuaje de una mujer desnuda; es don Pablo hombre de pensamientos escondidos respecto a las mujeres; no es tatuaje marcado en la legión, más parece ser un mero capricho. Tatuaje extraño es éste, puntos crucificados casi a la altura del hombro aún robusto, no se le ha ocurrido sino tatuarse el mapa de la  provincia de Madrid, desde las extremidades de Somosierra hasta los bordes de Aranjuez y de Cuenca y de València, por Villarejo de Salvanés, no lejos de Chinchón mismo, que resalta en la carne como si estuviera viva la plaza, y el sol en ella, y los balcones afamados mirando al sol. Guarda don Pablo Ausin Monteverdi un secreto que no ha revelado ahora : son en estos momentos, lo dijimos ya, las diez, las once, las doce de esta mañana de primavera, porque a veces en los sanatorios psiquiátricos, las horas pasan lentas o discurren veloces, depende del ritmo y de las prisas, de la cadencia de las preguntas y de los mutismos, de cómo adelanta sus pasos el médico como si fuera cuidadoso peón de brega hacia el poderoso animal humano que mira y nada dice, como así parece don Pablo Ausin Monteverdi, educado e intratable a la vez, aparentemente exquisito y paralelamente insociable. Yo temblaba, mire usted, don Pedro, le dijo Agustín, el hijo que lo entregó al doctor Valdés, y se lo decía un día de confesiones y confidencias. Yo temblaba con sólo oírle el llavín de la puerta, Cómo vendrá mi padre, me preguntaba yo, qué hará, qué humor traerá, qué le habrá pasado, repetía incansable Agustín Ausin, dueño ya del restaurante de la plaza de Chinchón. Acaso miente el hijo, es que simula, o tal vez quiere desembarazarse del padre, los psiquiatras tardan en ocasiones en saberlo.

 

Escuchan y callan. Aprenden. Observan. A veces asienten como si consintieran, pero don Pedro Martínez Valdés ha descubierto que existe una cadena casi invisible, por supuesto subterránea, que une en pacto de silencio a todos los Ausin que existieron. Don Casimir,o, don Sebastián, don Gerardo, un Casimiro más, otro Sebastián Ausin: el árbol genealógico, siempre extendido en la provincia de Madrid, y que parece remontar sobre esa Plaza Mayor de Chinchón, plaza que asomó por la historia allá por los años primeros del siglo XVl y que acabaría de cerrarse al fin en 1683.  Guardan secreto los Ausin de Chinchón como si un maleficio los cubriese. De quién fue la hija natural, se pregunta el doctor Valdés, cuáles fueron los venenos escondidos, en qué pozos ocultos se arrojaron inocentes cadáveres. Quizá nadie de eso hay de cierto. Desde lo alto de la plaza, como un islote religioso, la iglesia de Nuestra Señora de la Asuncion que se inició en 1534 y tardó un siglo en terminarse, ha visto impávida, entre calores tórridos y fríos helados, tantos torneos, ferias, fiestas y bailes, que su cuadro de Goya, precisamente sobre la Asunción de la Virgen, queda imperturbable.  De Goya le podía hablar yo, le dirá esta misma noche, en la cena, cuando todo haya ocurrido, y Ricardo Almeida García charle con Don Pablo Ausin. Sabe usted, don Pablo, que Goya no está lejos de Velázquez, me refiero al Prado, claro está, a la planta principal, yo estuve explicando retratos de Goya y tapices, y luego tuve  que aprenderme a Ribera y a Murillo, pero después  me empapé de Velázquez, no lo digo por nada, respeto a Tintoretto y a Tiziano, no digamos la escuela veneciana, pero a mí me tiran más los españoles, bueno, perdone don Pedro, es un decir, quiero expresar que me gustan más, y no por patriotismo, pero como el Greco, Goya y mi Velázquez no hay nada, eso es España, don Pedro, lo que hemos dado al mundo, además se encuentra uno en las alturas, no en la planta baja, aunque allí está, en los bajos, un tesoro, nada menos que las pinturas negras de Goya, los abismos,  añadirá estremecido. Conoce usted bien el Prado, don Pedro, llegará a preguntarle esta noche.

Don Pablo Ausin Monteverdi mirará entonces a Ricardo Almeida y le sonreirá levemente, asentirá con la cabeza como ahora lo está haciendo ante el psiquiatra, ante el doctor Valdés. La historia hay que contarla así, entre  avances y retrocesos, pasado y futuro van y vienen en un pálpito tal que el presente se mueve al ritmo del músculo de este brazo de don Pablo que hace del tatuaje un barco, una nave, algo que se hunde y se eleva. La provincia de Madrid tatuada en carne viva sobre el hombro derecho de don Pablo Ausin es un poema. Refulgen las venas de las carreteras, no es operación ésta de aficionado. Suben y bajan los caminos y Chinchón, cerca de Colmenar de Oreja, cerca de Villaconejos, cerca de donde existió un mal llamado manicomio de Ciempozuelos, parece que se hubiera tallado con punzón, es punto rojizo y casi cárdeno que es imposible que sea indoloro para Don Pablo. Y sin embargo él nada dice. Los Ausin son así. Si Don Antonio Machado prestase su figura de enigmática bondad, aquella trabajada primero en barro y después en bronce, la que dejó hierática y para siempre el escultor Pablo Serrano, si Don Antonio Machado prestara las marcas a Don Pablo Ausin, marcas en la faz y en el semblante, don Pablo Ausin Monteverdi se parecería ahora, casi a las doce de la mañana, al gran poeta español. Está sentado don Pablo frente al doctor Valdés en una salita del sanatorio y tiene el hombro derecho descubierto, aparece pausado e inconmovible, Yo le dejo aquí a mi padre, había dicho el grueso hijo Agustín, porque no tiene arreglo, no habla, nada dice, Y sólo por eso lo va a dejar aquí, contestó el psiquiatra, Cuánto tiempo hace que no habla. Va para seis años,  respondió el hijo.”

José Julio Perlado

(Continuará)

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(Imagen—:  Vicent van Gogh)

CIUDAD EN EL ESPEJO (18)

“Hemos dicho que habían dado las once, quizá las doce de la mañana. Begoña Azcárate, la mujer del psiquiatra, conducía su coche, un pequeño automóvil azul, por la cuesta de San Vicente arriba, casi llegó al confín de la plaza de España, no lo alcanzó, quedó a su izquierda el blanco monumento a Cervantes, el escritor sentado que miraba sin ver cómo querían echar a andar Don Quijote y Sancho, la alta figura del caballero con su brazo levantado en cordura y locura, su tripudo compañero encajado en el asno, más pegado a la tierra que su amo, los dos representando a la inmortal novela española, los dos inmóviles y a la vez en movimiento extraño, un estanque, casi un charco de reflejos los esperaba ante sí, en el suelo de la misma Plaza, el solar español los aguardaba, aunque pocos, entre ellos Begoña Azcárate por supuesto, no había ni hojeado el libro. Bastante tengo, le había dicho una vez a su marido, con cuidar de mis hijos, Te fijas tú en ellos acaso, cómo es posible que te interesen más los enfermos que tus propios hijos. A los psiquiatras, a veces, como a tantos otros hombres del vivir, les es más cómodo y menos complicado asomarse a la existencia de los demás y no profundizar en la suya, por eso quizá el doctor Valdés hablaba poco con su hija Lucía, sabía que tenía novio o medio novio, una noche en el borde del portal sorprendió un besuqueo, no pensó en lo que él había hecho en su juventud, nada dijo, se calló y guardó silencio. Un día se casarán y se te irán, le comentó su mujer, entonces los habrás perdido.

 

El pequeño coche azul de Begoña Azcárate dobló a la derecha, hacia la calle de Bailén, dejó al otro lado, a su izquierda, la explanada del Campo del Moro. Meterse en el corazón de Madrid un martes de trabajo hacia las doce de la mañana, en el fondo cualquier día de la semana, no digamos los viernes y con las prisas, tan sólo podrían salvarse los domingos y jornadas vacías del mes de agosto cuando casi todos los habitantes huyen hacia montes y costas y la capital se queda desierta y llana, liberada de automóviles y de gentes, meterse en Madrid, decíamos, un martes de mayo, hacia las doce de la mañana, es calvario y paciencia, acopio de energías en el río de la lenta multitud. Tenía que ir Begoña a unos grandes almacenes situados en la calle de Preciados, junto a la Puerta del Sol, y su coche, entre esfuerzos y frenazos, en un aliento de aceleración y en sofoco continuo, dejó atrás el Palacio Real, antigua sede del Alcázar, ni lo miró, la historia de España permanecía entre sus muros, dobló el coche justo al otro lado de la Cuesta de la Vega, cuando guiñó en verde el semáforo de la calle  Mayor. Begoña Azcárate pisaba con los neumáticos de su automóvil gran parte antigua de la capital, planos, conventos, puertas famosas y desaparecidas, como la de Guadalajara, por ejemplo, polvo en fin, aire, pisaba sepulturas y difuntos. Las ciudades tienen una vida propia y los siglos pasan sobre ellas, las cambian y modifican, las transforman y a veces quedan embellecidas por las costumbres y los usos o en cambio, otras veces, las afean. Son urgencias de la población, tráficos y tráfagos, las edades de la historia hacen de Madrid, como de cualquier otra capital del mundo, que los muertos ilustres se hundan aún más y se desintegren, y que los vivos crean que su vivir es para siempre y vivan el instante eterno de las compras, flujo de automóviles angustiados, gentes que van y vienen por las aceras, peleas, amores, rencores, desatinos. La calle Mayor pareció que era de aquella hora, pero sus viejos, venerados y vetustos caserones daban fe de todo el trazo de Madrid, la fina raya de la mano llena de escaramuzas del pasado, denostadas costumbres, alegrías del vivir, soplo del tiempo. Nació el número uno de esta calle  Mayor de Madrid en plena Puerta del Sol, donde a mitad del siglo XX se alzaba la Dirección General de Seguridad, seguridad siniestra de lóbregos calabozos policiacos que se cerraban a  golpe de gruesos y sonoros cerrojos, bajó la calle sus números hasta la otra calle final, la de Bailén, por donde ahora ascendía el coche de Begoña, pero ese número uno de la calle Mayor había nacido varías veces, lo había modificado el urbanismo y las ordenanzas, mejor aún las necesidades de la capital, las ciudades tienen tantas necesidades como los hombres. Begoña Azcárate, navarra, delgada, expresiva, muchas veces exagerada en sus gestos, gesticulante y expansiva, nunca pensó aquella mañana de mayo en estas cosas, Sus Majestades los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, monta tanto y tanto monta, como decía al leerla al revés la célebre divisa, habían pasado largas temporadas en Madrid, y de aquel brujulear de miniaturas en los planos antiguos, quedaron para la memoria de los historiadores casitas como vistas desde la luna. Adelantaba a duras penas el automóvil azul de Begoña por la calle Mayor y era sorprendente el bullir de la ciudad cuando en tiempos pasados Madrid quedaba acordonada y reducida, acosada y sitiada por los campos vecinos. Dónde estaban ahora esos campos, las ermitas, los caminos de arbustos, hacia dónde ir para encontrar espacios libres. Carlos lll no sólo había convertido el Alcázar en Palacio Real sino que derribó muros viejos, aspiró hasta el corazón de la urbe varios arrabales. No llegaría Begoña Azcárate  esta mañana  de mayo ni hasta la Carrera de San Jerónimo ni hasta el Prado, en donde uno de los guardas del Museo, Juan Luna Cortes, hoy no libraba, únicamente tenía que pasear y pisar las salas, observar cuadros y vigilar seguridades y aparatos de incendios, el día anterior no había acudido, los lunes estaba cerrado el Museo, son las mujeres de la limpieza las que los lunes frotan con paños y bayetas los suelos, mojaban en agua  sus modernas escobas y sacaban lustre a las losetas veteadas, marcos, colores, bronces; no las miraban, bastante tiene el arte con dejarse mirar, que para eso está, los artistas crearon de la nada obras para contemplarse, Juan Luna Cortés, por ser lunes, por estar cerrado a visitantes y guías el Museo, aún no podía suponer, jamás podría imaginar que al día siguiente Ricardo Almeida García iba a herirse e ingresaría en un sanatorio. Amparo Domingo, que vivía  en la calle de Olite número 14, tercero izquierda, letra D., en Bellas Vistas, cerca del  barrio de Tetuán, en una casa tan empequeñecida por los gigantescos enseres que parecía una cursi casa de muñecas, se levantaba todo el año antes del alba, y lavada y vestida hacía rápida la comida para Onofre Sebastián, su marido, el marido era camarero en la cafetería “Nebraska” de la Gran Vía, casi frente por frente a la calle de San Bernardo, y le gustaban las cosas bien hechas, temblaba cuando oía sonar un plato roto porque él tenía que pagarlo, no por el sonido, que lo conocía muy bien, recogía los pedazos con paciencia, cada partícula era un golpe en su cartera, no entendía nada de aquellas litografías y papeles pegados en las paredes que Amparo Domingo traía del Museo. Estoy harto de tus pintores, decía, más te valía aprender a hacer bien un cocido, que a no ser por mí hace años que no lo comeríamos, sobra aquí ese Greco, y ese Ribera, y ese que llamas Zurbarán, y el Murillo, gracias que yo me traigo sobras, si no nos alimentaríamos nunca. De las cocinas de “Nebraska”, por servir allí  desde el año setenta, le dejaba el encargado a Onofre Sebastián llevarse sobras a casa, sobre todo emparedados y jamón de York, eso lo consiguió Onofre a los cinco años de estar sirviendo, cinco primeros años de chaquetilla crema y de pantalón negro, primeros cinco años de corbata de pajarita y de meter las manos bajo los grifos, acudir a todo, colocar con esmero los cubiertos, secarlos antes, contar cucharillas, tenedores y cuchillos. Un camarero, le explicaba Onofre a su mujer en el sofá cuajado de pañitos bordados a mano, tiene un horario muy justo y ha de estar muy atento, no es como tú, si yo no pongo en fila y por tamaños las botellas y no sé dónde está exactamente la mostaza, las vinajeras, los saleros, los zumos de tomate y los paquetes doblados de servilletas de papel, estoy perdido.”

José Julio Perlado—-“Ciudad en el espejo’

(Continuará)

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(Imagen— Jerry Grabowski)

CIUDAD EN EL ESPEJO (21)

“Pero quien estaba más desolada esta mañana era Ángeles Muñiz Cabal, aislada y sepultada en la zona alta del sanatorio de Menéndez y Pelayo, sola entre la blancura de las cortinas, invadida de tubos, demente senil rezaba el certificado de difuntos preparado ya para cualquier desenlace. Había sido Ángeles Muñiz delgada, morena y graciosa. Sobre todo espontánea, comentaba su hija al doctor Valdés, muy espontánea y decidida, a veces respondona, muy directa y rápida, tan preocupada siempre por las modas. Acaso tuvo muchos disgustos, le había preguntado el médico a la hija, y la hija, María, separada de su marido hacía años, callaba y recordaba. Iba y venía María Cuetos desde su casa de la avenida de losToreros, en las Ventas, hasta el sanatorio de Menéndez y Pelayo, primero con frecuencia, casi todos los días, luego la vida empieza a separar inexplicablemente y el tiempo se hace como arisco, incluso en las intimidades familiares. Mi hija por qué no vendrá, preguntaba al vacío o a su compañera de planta Ángeles Muñiz, de noventa y dos años, había nacido ella entre las brumas de Mieres, en Asturias, al norte de España, conoció un verano en los prados del Puerto de Pajares, prados inclinados e invadidos de verde, a José Cuetos, de Gijón, tardó mucho en decirle que sí a aquella ronda, fue ronda de guiños, de miradas y silencios, Yo he tenido muy mala suerte, doctor, le dijo un día María Cuetos al doctor Valdés, pero mi madre pienso que fue feliz hasta quedarse viuda, mi padre se murió de repente ya viviendo ellos en Oviedo, recién nacida yo le atropelló un automóvil en plena calle de Uria. No tuvo usted hermanos, No, doctor, no los tuve, fui hija única. Plantó cara aquel día al doctor Valdés esta asturiana, María  Cuetos Muñiz, al médico, solía ir muy pintada de cremas y de afeites, los ojos grandes afilados en los bordes de las puntas con un fuerte tono azul y verde, extraño, una marca definida y violenta, como para destacar más, en busca de qué, acaso en busca de la furtiva aventura. Tenía María Cuetos un hijo, también único. A los hijos  únicos, le había dicho una vez el doctor Valdés a su mujer en las confidencias silenciosas del dormitorio, hay que tratarles con especial cuidado porque se malean, se hacen flores de estufa, quizá conviene  agitarlos y mezclarlos con amigos, buscar amigos- hermanos, que no se sientan solos, ni sobre todo especialmente protegidos. María  Cuetos Muñiz comenzó a visitar a su anciana madre cada mañana y cada tarde, se levantaba pronto, hacía la compra, tomaba el autobús, llegaba por la calle de Alcalá hasta la esquina del Retiro y andaba luego rápida y acuciada por las prisas hasta el sanatorio de Menéndez y Pelayo, charlaba con su madre en el jardín. Por qué no vendrá mi hija, por qué no vendrá , empezó a decir un día Ángeles Muñiz, antes de que la subieran a la planta más alta. Tenía Ángeles Muñiz  a sus noventa y dos años unos claros y bellísimos ojos, botones de nácar en el fondo de las pupilas, transparente agua límpida, un tono y una sensación de bondad. Había tenido Ángeles Muñiz un porte esbelto, fue alta, siempre fue delgada, ahora sus hombros se curvaban parcialmente, pero al andar por el pasillo era tal el aire y la distinción que su figura se quedaba clavada en la primera retina que la veía. Qué piensa esta mujer, qué mira tan fijamente, se decía el doctor Valdés en sus soliloquios, piensa quizá en su hija, pensará en su marido. Pero en las soledades de la vejez, en largas horas de mutismo, la ancianidad trae de puntillas recuerdos lejanos y juveniles, allí cuando los padres abrazan o regañan, las nieblas asturianas, la tez de los mineros, el primer diálogo con el primer novio, el beso fugaz, cómo el porte de la familia campesina se deja imponer por la familia ciudadana, de qué modo se atan y desatan conversaciones y juegos infantiles, aquellas onzas de chocolate recién hecho en la fábrica de Cabueñes, a las afueras de Gijón, allí donde el último tranvía, hacía muchos años, el último que quedó, tomaba su última curva antes de volver a la ciudad.

 

Por qué no viene mi hija, por qué no vendrá, repetía la mente de Ángeles Muñiz, su inconsciente, algo blando y vigoroso que apenas se expresaba, pensamientos rumiados como rumiaban cadenciosa y rítmicamente aquellos mansos animales de los prados de Asturias en movimiento interno, las grandes figuras, manchas como mapas en las pieles, el cuerpo inmóvil sobre el campo de la vida, tal era en extraño dibujo el inconsciente si alguien lo dibujara. Cuando subieron el extremo de la vida de Ángeles Muñiz, casi un alambre esquelético, hasta la enfermería del sanatorio de Menéndez y Pelayo, cuando se cayó de bruces de la butaca del vestíbulo y en el momento en que sufrió un derrame interno su cabeza, en lo hondo del cráneo un hilillo invisible abrió en dos su caverna, es decir, la roca de su mente, y la rompió sin ruido alguno, y algo empezó en  Ángeles Muñiz a fluir mansamente, lo que ciertos médicos llamaban “fase terminal” se inició en ella, y esa “fase terminal” era el fin del camino de su vida, las vidas parecen acabar muy pronto pero hay un misterio en cada existencia distinta, unas vidas se quiebran como frágiles vasos en plena juventud y otras  comienzan a quebrarse muy lentamente, las grietas se abren, sí, pero perduran, las arterias de la vejez se endurecen, la ancianidad se inició mucho antes con hábitos, costumbres y manías, y esta “fase terminal” envuelta en velos de fanal en soledades, cual mariposa que se cubre inmóvil, se queda quieta, tal era aquella figura aislada al fondo de la enfermería del sanatorio, tal era Ángeles Muñiz Cabal, casi abandonada, aquellos ojos claros y bellísimos que contemplaban en su niñez Asturias y ahora quedaban extrañamente inexpresivos, mirando al techo, los techos también pueden y deben mirarse, se escudriñan en ellos grietas desconocidas, ciertos enfermos y ciertos techos de habitaciones anónimas se hacen íntimos amigos, mantienen diálogos secretos, y,  juntos pasan en vuelo hasta la eternidad.”

José Julio Perlado — “Ciudad en el espejo”

 

(Continuará)

 

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(Imagen—Park seo bo- 1992)