DON DIEGO DEL CORRAL Y ARELLANO

 

 

“Y aquí tienen ustedes — dijo el guía al entrar — el soberbio retrato de don Diego del Corral y Arellano, oidor que fue del Consejo de Castilla, catedrático de la universidad de Salamanca y visitador del aposento del rey.  Fue pintado por Velázquez en 1632, aunque hay algunos problemas de datación. Esta figura egregia y de admirable estampa como ustedes pueden ver, retrato  que clava su mirar en mí y en los demás , mirar grave y de reposado juicio, hombre de leyes, hombre de aplomo y de firmeza, cabeza suya esta que sale de su golilla blanca con la que cubre la amplia toga negra con su cruz  de Santiago asomando por ella, esta masa oscura de su retrato en pie, su calzado negro, este Don Diego del Corral y Arellano nació en Santo Domingo de Silos hacia 1570 y estudió en Salamanca, llegó a ser canciller de Aragón y se casó con doña Antonia de Ipeñarrieta, y este cuadro estuvo en el Palacio que los Corral tenían en Zarauz, en Guipúzcoa, según dice el inventario de don Cristóbal del Corral e Ipeñarrieta, y el lienzo luego quedó en poder de sus descendientes, los llamados marqueses de Narros, hasta que a mediados del siglo XlX lo trajeron a Madrid y sería entonces un pariente de ellos, la duquesa de  Villahermosa, quien lo legó al Museo del Prado y  aquí está,  y ahora lo ven ustedes.

Si se ponen ustedes ahora en el centro cerca de mi lo verán mejor. Dice Brown en su estudio de Velázquez como “pintor y cortesano” que  aquí  Velázquez va directamente al fondo de un hombre cuya activa y alerta inteligencia ha evitado  los efectos de la vejez. Como jurista don Diego del Corral tenía el respeto del monarca y también del pintor y su mirada, que es la que nos interesa, no parpadea al juzgar la Historia y al no dudar en votar en contra de una pena de muerte, como así ocurrió en un célebre juicio. Hay un papel que sostiene en su mano izquierda  que unido a otros papeles que toma con la derecha nos confirman su labor intelectual y justiciera, aquí está su mesa “vestida” de terciopelo negro con realces  de oro, mesa de justicia sobre la que el personaje se apoya confirmando su posesión. Y luego están , fíjense bien, los negros fluidos y tornasolados de esta pintura, fluidez de pincelada de Velázquez que han llevado a decir a muchos estudiosos que este cuadro “ es uno de los más hermosos de la pintura. Encarna esta figura del prototipo de hombre de leyes, grave e intelectual, con  una expresión muy noble, de inflexible y reposado juicio.”

José Julio Perlado

( del libro “Museo de la mirada”)

(relato inédito)

TODOS   LOS   DERECHOS   RESERVADOS

(Imagen — Velázquez— “Don Diego del Corral y Arellano- Museo del Prado)

VIEJO MADRID (49) : VÍRGENES MADRILEÑAS

 

 

”A aquella hora de las doce de ese martes, como cualquier día de la semana, entró Madrid uniendo lentamente sus agujas y la hora también entró como suave flecha en el pensamiento de muchas gentes, mujeres y hombres, que se recogieron en sí un momento, el mediodía en Madrid a finales del XX parecía pagano y era sólo apariencia, en ese segundo en punto de las doce la Virgen de Atocha, la advocación de la Almudena y la llamada de la Paloma recibían pensamientos y sentimientos, oraciones y labios que las pronunciaban. España, a pesar de sus avatares, era país religioso y cristiano, había una lucha entonces por devastar sus costumbres de siglos y otras por renovarlas y reedificarlas , quién ganaría a quién, cuántos y cuáles emplearían ejércitos invisibles, qué sería más eficaz, el hedonismo o el cristianismo español, o es que acaso lo antiguo era enviar recuerdos a las Vírgenes madrileñas, las doce del mediodía como en cada jornada en la Villa de Madrid y en toda su historia repartía sus oraciones al cielo y las avemarías de todos los tiempos se abrieron como brotes del corazón y del cerebro, la voluntad es quien rige y vence a la pereza y domina al humano  olvido, y en medio de los automóviles y de las prisas, entre gentes y vehículos, en el fondo de oficinas y de despachos, cruzando calles y haciendo altos con el pensamiento, comenzaron a volar avemarías cuyos cuerpos se forman con palabras seculares y divinas, y las palabras fueron a cobijarse en la eternidad, pero antes rozaron en el tiempo la historia de Madrid y cruzaron en espacios lejanos y pasados la Virgen de los Remedios, la de la Soledad, aquella otra del Buen Suceso, aun cuando sobre todo Madrid guardaba quizá en lugar primero, discusiones había sobre ello, la Virgen de Atocha, algunos creían que tal nombre provenía de la hierba tocha o  atocha,  por haber gran abundancia de ella en el lugar donde se levantó la antigua ermita, campo que decía llamarse del Atochar o de los Atochares. Fueron segundos, algún minuto quizá, fulgores de tiempo clavados en relojes de muñecas que elevaron el instante de su oración apenas perceptible en tanto tráfago y murmullo. Reyes y monarcas habían venerado a vírgenes madrileñas, y desde Felipe lll y Felipe V, que este último al llegar a Madrid había hecho pública su devoción a la Virgen de Atocha, la Corte, los sábados, con todo su aparato de magnificencia y poderío, Cortes que parecen y reaparecen, y al fin desaparecen creyéndose soberbias al inicio y siendo tiernamente humildes, rezaban la salve ante la advocación  de esa  Virgen de Atocha, mientras por todo el mapa de la capital de España, quedaban nombres como el de la Virgen del Milagro, o aquella célebre y famosa de la Almudena a la que tanto se encomendó, embarazada como estaba de la infanta doña Margarita,  la primera esposa de Felipe lV, doña Isabel de Borbón, embarazada, sí, de aquella infanta que preside el centro del cuadro de Velázquez, “ las Meninas” 

José Julio Perlado

( del libro “Ciudad en el espejo”’)

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

 

 

(Imágenes— 1- palacio real visto desde la cuesta De la Vega- Fernando Brambilla- colección Ministerio de Hacienda/ 2 – Francisco De Goya- Madrid)

VOLANDO CON GOYA SOBRE MADRID

 

 

“… Pasaron limpiadoras sin hacer caso ni a perros ni a caballos, y el pasillo del eco volvió a llamarme desde lo más hondo de sí mismo y yo avancé por el gran corredor, y fue el color y la luz lo que me atrajo, pasé ante el sereno Cristo de Velázquez, oí las ruecas en giro que hilanderas movían, apuntaron al cielo lanzas, y se nubló el mirar de los borrachos, yo iba solo, pasillo adelante, creía que el suelo era firme y sólido, cuando de pronto todo empezó a temblar, lo oye usted, ya no es únicamente la habitación de mi pensión, es la escalera del Museo del Prado, son las estancias, las  galerías, los ascensores, soy yo, precipitado de escalón en escalón, es el Sordo de nuevo, el genial Sordo aragonés escondido en un viento negro de pinturas el que me levanta de modo impetuoso y abrupto y soy arrastrado y elevado en el aire, miré  a Goya y vi que yo y el Prado éramos uno volando, se habían desenterrado los cimientos del Museo, las cornisas, las ventanas, los pórticos, los vestíbulos, las piezas de las claraboyas y las cúpulas se habían recogido en sí mismas y sin desintegrarse, ni perder un cristal ni una piedra, y formando un todo conmigo mismo, comenzaron y comenzamos a girar sobre el Paseo del Prado y un vendaval fuerte e interno nos desplazó primero hacia el Jardín Botánico, y luego retrocedimos a los Jerónimos, y desde lo alto vi el techo de las naves de la iglesia, y luego nos empujaron hacia la Bolsa en su remolino, y eran entonces las ocho de la tarde y muchos madrileños y turistas nos señalaban perplejos desde abajo, desde las aceras, vio usted alguna vez al Prado volando, yo jamás lo había visto, yo iba rozando árboles, Goya

 

me echó encima un manto gris y de un verde oscuro, o mejor, abrazó todo el Museo en levitación con una capa de tinieblas enormes, pliegues de tempestad y de velocidad, y tomamos impulso, y era milagroso ver los cuadros de todas las salas colgados y sin dañarse, viajando, y Goya levantó el brazo como hace en Asmodea o el Destino, y el destino nos llevó encima de Madrid, y no fue el diablo cojuelo que yo había leído en la Biblioteca Nacional, no, no fue aquel diablo de Vélez de Guevara el que nos empujaba, porque ni un techo, ni una casa, ni un tejado se abrió a nuestro paso, El Prado seguía volando lento sobre Madrid y lo hacía intacto y vacío de gentes y Goya y yo solos dentro del Museo sentimos que el espacio de todos los pinceles se reunía como un círculo mágico, y volúmenes y rostros de hombres y mujeres quedaban en las embobadas calles mirándonos volar, y algunos espantados, y otros boquiabiertos, y los más muy escépticos, y miramos la ciudad de Madrid en el espejo del tiempo, y desde el monumento alado estuve viendo las altas terrazas de la margen izquierda del Manzanares, y los fosos antiguos ya hoy tapados, y desde el norte, desde encinas y jaras, pasé y pasamos el Museo y yo sobre ocultos barrancos que ahora cubrían calles como la de Leganitos o la llamada de Segovia, y Madrid debajo de nosotros iba desperazándose hacia el Este, y el Museo cubrió con su sombra aquel estirarse de Madrid desde el lugar donde estuvo el antiguo Alcázar hacia los arrabales, y yo no tuve que asomarme a

 

ventana alguna porque el suelo del Prado era tan transparente que vi como a través de una pantalla aquellos arrabales de San Ginés y de San Martín, de Santo Domingo y de Santa Cruz, y nos miraban algunos en las esquinas admirados del modo en que viajábamos, pero el Museo y yo, es decir, el arte sobre Madrid, la realidad y la ficción exaltada y creadora, pasó por lo que había sido la Puerta de Guadalajara, y cruzó luego la Puerta del Sol, y contemplé yo entonces las torres mudéjares de San Pedro y de San Nicolás y el arco gótico de la torre de Luján, y a esa hora, serían ya las ocho y cuarto, aquella mole tan liviana del  Museo en la que yo viajaba dio una vuelta por la Plaza Mayor y desplazándose en giros circulares voló muy suave por encima de la Puerta de Toledo, y luego tornó a Embajadores, y después a Atocha, y luego a la glorieta de Bilbao, y a Colón, Cibeles y el Retiro, y miré a Goya que me seguía señalando un rumbo que yo no llegaba a comprender, y estuvo el Prado de pronto otra vez por las plazas de Tirso de Molina y de Santa Ana, y entró por Conde Duque, vi derribados muros y cercas, y entramos en el barrio de Salamanca, y la

 

 

sombra del Museo cubrió también y a la vez Cuatro Caminos, y ya adquirimos algo más de altura y Madrid se fue empequeñeciendo, y un polen blanco, un púrpura de mayo cayendo en motas, no me dejaba ver a lo lejos el vecino Alcalá de Henares, y Aranjuez al sur, y San Martín de Valdeiglesias tendido en el oeste, y al norte Somosierra, y fue de repente, y era aún de día porque era tarde limpia de primavera, cuando de pronto allí, en lo alto, yo me sentí absorbido, no, no sé ahora explicarlo, sentí de repente que me sorbían, y vi que mi cerebro se alargaba, quedó desnudo, y el dios del tiempo me apretó la cintura del cerebro con sus dos manos y abrió  la enorme boca el tremendo gigante Saturno y dilató los ojos, y allí, sobre Madrid y en el aire y sin poder yo chillar porque era devorado, me empezaron a engullir lentamente, y comencé a sangrar por todas partes, y yo ya no tenía mente, ni ojos, ni facciones, ni cuello, y Saturno me tragaba entre sus fauces, quién era yo, me pregunté sin contestarme, por qué me devoraban, ni me oí ni me ví, sólo noté muy rápido que un ramalazo despeinado, un brochazo de Goya en gris y en negro me arrancó con violencia del rojo de la sangre, y el genial Sordo fue bajando muy lentamente el Prado, y así bajamos, así lo hice yo, y el Museo descendió muy poco a poco, el tiempo bajaba junto al arte, y yo con los artistas, aquel silencio de galerías en que me había quedado comenzó a andar, otra vez se extendió, y anduve por las salas, estaba el Prado sólido de nuevo, sólido y solitario, intacto, las luces encendidas en cada corredor, las sedas tapizadas, los lienzos contemplando cómo yo iba avanzando, y volví a oír llaves al fondo, y limpiadoras, y anduve y anduve quizá horas o quizá segundos, no lo sé, ya la negrura de las pinturas del Sordo pareció apaciguarse, y se hicieron corro sombras rodeándose a sí mismas, escuché aún toses de viejas calaveras que murmuraban algo en aquel arre, bajo mis pies, y luego un perro asomó en un rincón, perrillo pintado por Francisco de Goya, afanado por no quedar hundido ni enterrado, angustiado, asomando sólo la cabeza, escarbando su esperanza para alcanzar una luz y un liso espacio de un vacío gris amarillento.”

 

José Julio Perlado

(del libro “Ciudad en el espejo”) ( texto inédito)

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(Imágenes—1-Goya- Asmodea- Museo del Prado/ 2- Goya- romería de San Isidro- El Prado/ 3-Goya- Duelo a garrotazos – El Prado/ 4- Goya- escena de toros – museum syindicate/ 5-Francisco De Goya- perro semihundido – Museo del Prado)

DENTRO DE “LAS MENINAS”

 

“Entro, piso despacio esta especie de moqueta, se dice Ricardo Almeida hablando a media voz, no hay que molestar al mastín, que el perro no se levante, unos días suelo pasar por la izquierda del perro, otros días entro por la derecha, aparto suavemente a Nicolasito Pertusato, Maribárbola retrocede un poco, voy con el Rey le digo, doña Isabel de Velasco me abre paso, nunca rozo a la infanta Margarita María, a sus cinco años levanta su pequeña cabeza de pelo lacio y me sonríe, atravieso ese fulgor de luz entre las faldas para entrar más al fondo, en la penumbra, y situarme poco a poco tras Velázquez, y es entonces, murmura Almeida en tono ronco y moviéndose inquieto en la silla, es entonces cuando nunca lo logro. Qué es lo que no logra, Ricardo, repite el psiquiatra. Saber qué hay en ese lienzo, contesta Almeida, saber qué es lo que está pintando Velázquez, eso que siempre nos esconde. La locura de Ricardo Almeida está en estos momentos en el fondo del taller, ha vuelto su mirada enajenada hacia el gran cuadro que el pintor sevillano está pintando y cuyo lienzo nunca nos deja ver. Y lo que descubro espantado, prosigue este hombre mirando directamente al médico, sabe usted qué es. No, no lo sé, le dice Valdés. Pues descubro que estoy de nuevo en el principio, descubro que Velázquez no está pintando ni a la reina ni al rey solamente, descubro que Velázquez tampoco está pintando a la infanta rodeada por sus damas y enanos. Entonces, vuelve a decirle el psiquiatra,  qué es lo que pinta Velázquez, y hay ahora una pausa y las pupilas de Almeida se contraen, Velázquez está pintando el cuadro de “Las Meninas” entero, dice Ricardo Almeida, está pintando la habitación, el espacio, las figuras, la realidad, la magia, la ilusión, las sombras y las luces, la perspectiva, la geometría y la intuición, Velázquez está pintándose a sí mismo allí, en el momento en que irrumpen los Reyes y los Monarcas se reflejan en el espejo del fondo, el gran lienzo enorme que Velázquez pinta sigue oculto pero ya no es un misterio, Velázquez está pintando en ese lienzo, agrega Almeida, el cuadro entero llamado “Las Meninas” y ese cuadro me espera otra vez y con voz muy baja, como siempre, me dice: “Almeida, nunca te escaparás de mí, nunca sabrás del todo qué pasa aquí si no vuelves a caminar por esta superficie, jamás sabrás la solución si no vienes a mí”, y yo de nuevo empiezo a caminar por él, echo a

 

andar otra vez por la moqueta, voy con el Rey, Felipe lV y doña Margarita van conmigo, Velázquez está otra vez al fondo y nos ve entrar, parece que interrumpe su trabajo pero no es así, está aguardándonos, espera con paleta y pincel en la mano a que avancemos, quiero ver qué está pintando de verdad Velázquez, esta vez no me engañas, pintor, vamos, enseña lo que pintas, avanzo por la izquierda, procuro no rozar el verdemar vestido de doña Agustina Sarmiento, a mi derecha queda el plata bruñido de doña  Isabel de Velasco, aún más a mi derecha el oscuro azul de Maribárbola salpicado de motas de anaranjado y ese ciruela del traje de Nicolasito Pertusato, para, poco a poco, mientras la infanta Margarita María sonríe a su padre y las figuras iluminadas de color y de luz abren paso a las sombras, muy despacio, me voy poniendo detrás de Velázquez y me asomo para ver qué pinta este pintor: el pintor está pintando “Las Meninas” como siempre, me pinta a mí, a los Reyes que entran continuamente, se pinta a sí mismo en actitud de pintar, la habitación gira como un túnel de espejos, no puedo salir de este taller, José Nieto, el aposentador del Palacio, tiene abierta una puerta por si quiero escapar, no puedo, es puerta pintada y no puerta real, todo es auténtico y todo es ilusión, todo espacio, volumen, perspectiva, profundidad, magia, realidad. “Almeida, ven a mi”, escucho otra vez desde el fondo la voz del cuadro que me habla en penumbra-, “ven a mí y verás lo que pinta Velázquez, sabrás por qué lo oculta a todos, ven a mí, camina, acércate”, y yo sé, doctor, que eso es una trampa y que es mentira, pero de nuevo echo a andar por esa superficie y piso la moqueta y mi sudor frío avanza una vez más por esa habitación y yo sé, mientras avanzo con ese sudor mío, que ya nunca podré salir de ese taller, nunca, me volveré loco.”

José Julio Perlado

( del libro “Ciudad en el espejo” ) ( texto inédito)

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(Imágenes—1,2y 3: las Meninas)

VIEJO MADRID (93) : TIENES MORISCAS LAS ENTRAÑAS

 


“Madrid, tienes moriscas las entrañas.

Fuiste corte y no fuiste cortesano.

Y si villa, no ha sido por villano

que capitalizaste las Españas.

Todo lo peregrinas y lo extrañas

desde tu aldeanismo castellano:

que Lope hizo gatuno y sobrehumano

teatro de invisibles musarañas.

A la luz que tus aires aposenta

Cervantes le dio voz, Velázquez brío,

Quevedo sombras, Calderón afrenta

rodeando las llamas tú vacío.

Y Goya con su sutil mano violenta

máscara de garboso señorío”.

José Bergamín — “Tres sonetos a un Madrid, viejo y verde” (1961)

 

(Imágenes—1- Madrid siglo XVll – biblioteca virtual/ 2-Madrid –  siglo XVll- pinterest)

MADRID Y ANTONIO LÓPEZ

 

“ La ciudad de Madrid está hecha a la medida de la gente que ha hecho la ciudad, de acuerdo con el carácter de las gentes, que tenemos bastante llaneza de carácter y somos poco pretenciosos, en general, y tenemos un fondo no sé si de modestia, pero sí de naturalidad.  Madrid no tiene  la belleza de París, la belleza monumental — decía Antonio López —.  Tiene otro tipo de belleza, no es la belleza que puedas demostrar, la tienes que sentir. Está en la verdad. No sólo la belleza de Madrid, quizá la belleza de lo español, también del paisaje español. Esas gentes que dicen : qué feo es esto, y a ti, sin embargo, te conmueve. Castilla, desde un punto de vista de estética del paisaje, puede ser algo muy duro, muy agrio, muy antipático, pero tiene grandeza porque ves el planeta allí. Madrid es un poco esto;  quizá es feo desde otro punto de vista: caótico, inarmónico, patoso. Es decir, tiene nuestras características. Y entre ellas, para mí, su credibilidad. Me parece que no disfraza nada. Si las cosas han de ser feas, lo son. Pero lo feo pertenece al ser humano. Además son términos muy relativos. A mí no me gusta que la belleza surja para asombrar.

 

Una persona y una calle son hechos evidentes, un estado de ánimo es menos evidente. En este sentido son menos frágiles que un estado de ánimo. Una calle son formas reales. La fragilidad está en lo cambiante que eres tú al contemplarlas, es decir, que lo que te puede gustar a una hora te deja indiferente a otra. Yo puedo comenzar un cuadro a partir de un flechazo, de un enamoramiento muy fuerte y a los pocos días aquello se va, ha desaparecido. Esa seducción se marcha y te ves abocado a trabajar en lo poco que permanece en ti. Todo depende de la luz.

Goya pintó algo de la ciudad. Velázquez tiene tanto talento que si quieres verlo lo ves. Si uno quiere en los personajes de Velázquez ver el futuro de Madrid, puede verlo. Yo lo ampliaría a España. Velázquez pinta seres humanos que viven en esta tierra;  a través de ellos, de manera indirecta, te habla de este lugar y de este momento. En el presente está todo. En esa persona está su infancia, sus padres, sus abuelos; no se puede hablar de un pintor de Madrid, te habla del ser humano a partir de una efigie, una persona concreta, pero él penetró tanto que llega hacia atrás, hasta donde tú quieras. El arte tiene que hablar de esas cosas (…) Yo creo mucho en esa zona oscura en la que se salva  o condena el trabajo de un artista. Esa zona de sombra, incontrolada. Por eso el tiempo es tan importante, el tiempo es el que desenmascara todo. El gran arte es el que tiene algo que decir a las generaciones siguientes. El Velázquez que nosotros vemos no es el que veían sus contemporáneos, ni el que será visto, siendo el mismo pintor.”

 

 

(Imágenes—1- Antonio Lopez/ 2- Gran Vía – Antonio López – Wikipedia/ 3- calle del Clavel – Antonio López- 1977)

LAS HILANDERAS

 

 

 

“Tanta serenidad es ya dolor.

Junto a la luz del aire

la camisa ya es música, y está recién lavada, aclarada,

bien ceñida al escorzo

risueño y torneado de la espalda,

con su feraz cosecha,

con el amanecer nunca tardío

de la ropa y la obra. Éste es el campo

del milagro: hélo aquí,

en el alba del brazo,

en el destello de estas manos, tan acariciadoras

devanando la lana:

el hilo y el ovillo,

y la nuca sin miedo, cantando su viveza,

y el pelo muy castaño

tan bien trenzado,

con su moño y su cinta:

y la falda segura, sin pliegues, color jugo de acacia.

Con la velocidad del cielo ido,

con el taller, con

el ritmo de las mareas de las calles,

está aquí, sin mentira,

con un amor tan mudo y con retorno,

con su celebración y con su servidumbre.”

Claudio Rodríguez —“Hilando’ (la hilandera, de espaldas, del cuadro de Velázquez)

(Imagen — “Las hilanderas” – Velåzquez, -Museo  Del Prado)

EL APOSENTADOR DEL PALACIO

 

 

“… Y aquí tienen ustedes, al fondo del cuadro, les está diciendo en estos momentos el guía a los visitantes,  a José Nieto, el Aposentador de la reina Mariana de Austria, esposa de Felipe lV. José Nieto, al que Velázquez pintó en la sala donde la familia del Rey estaba siendo pintada por el pintor, y que no ha conseguido escapar de la curiosidad y el ojo de este guía del Museo del Prado. Estudió y explicó muy bien este guía a los turistas, mientras se acercaba y se alejaba  del lienzo de “Las Meninas”, conforme tomaba las correspondientes distancias, tal como un buen torero suele hacer o como un cuidadoso artista lo compone con ese esmero de las cosas que se hacen bien, que el Aposentador del Palacio, entonces, en aquel siglo XVlll español —explicaba el guía—,tenía por encargos cuidar de que los barrenderos tuvieran muy limpia la casa y todos los muebles, recibiendo órdenes del llamado Contralor o Controlador para saber la cantidad de carbón y de leña que había que gastarse en las chimeneas de la Cámara y de la Mayordomía, Y fíjense bien, añadía el guía, este hombre que ven ahí, al fondo, José Nieto, maravillosamente pintado por Diego de Silva y Velázquez,  éste que parece irse y quedarse, este esbozo rotundo que se asoma y se esfuma por la puerta, aposentaba, digo, como el propio nombre de Aposentador indica, a las Personas Reales y a su séquito, y también era encargado de repartir ventanas en la casa de la “Panadería”, la que ustedes  sin duda habrán visto en la Plaza Mayor de Madrid desde cuyos balcones se contemplaban las fiestas públicas de la capital. Y acérquense, acérquense  más, solía aún decir el guía a españoles, italianos y franceses, Este hombre, José Nieto, también acomodaba a los Grandes, Títulos y Consejos, es decir, llevaba en cierto modo el protocolo en Palacio.

Y los turistas quedaban asombrados e imantados por aquella figura de negro que les miraba desde el fondo del cuadro,  que no se sabía si estaba abriendo o cerrando la puerta, y que contemplaba  a todos en silencio.”

José Julio Perlado – “Ciudad en el espejo”

(Imagen — “Las Meninas”)

CIUDAD EN EL ESPEJO (13)

“Van subiendo ahora, en el gran montacargabbs del sanatorio, la blanca camilla en la que sigue pensando en todo esto, e incluso sigue viéndolo y escuchándolo, Ricardo Almeida. Dónde lo ponemos, hermana, pregunta un enfermero a una monja. La monja no se impresiona por el recién llegado, abre una puerta, señala una habitación. No se interesa demasiado por qué le ha pasado exactamente, hay tantos casos diarios en este sanatorio, todas las monjas y los celadores están acostumbrados a llegadas e idas, incluso más acostumbrados a recepciones bruscas que a las altas que se dan a los pacientes. Póngalo aquí, dice la monja, y observa cómo el cuerpo del nuevo visitante es trasladado con cuidado, dejándolo suavemente resbalar desde la camilla hasta la primera cama vacía. Déme el papel, continúa la monja, y el camillero se lo enseña, ahí están los datos, nombres, apellidos y razones del caso, la monja lo lee, luego firma, se queda con la copia, y los camilleros se van.

No, no se puede bien contar qué pasa esta mañana en Madrid. Aparentemente es lo que se cuenta y cómo se cuenta, aparentemente es sólo esta entrada de un paciente, inexplicablemente herido y mutilado, es solamente esta conversación, más bien monologo reiterativo, que está teniendo lugar en un extremo del pasillo entre el doctor Valdés y el cuerpo doblado, blanco y curvado de Luisa Baldomero que sigue sin hablar, aparentemente son sólo esos ojos de cereza montados sobre una estructura de alambre, que así es de huesuda a Lucía Galán Galíndez, sentada ahora a esperar a Don Pedro en una salida blanca y que mira el reflejo de la vida en el cristal esmerilado. Pero hay cosas que no se pueden contar y que sin embargo vibran y viven y que han de contarse. A José Nieto, el Aposentador o Guarda- Camas de doña Mariana de Austria, que seis años estuvo como Aposentador de Palacio, cosa que sabe muy bien y no sólo lo sabe el guía  del Prado Ricardo Almeida, le llevaron a su casa, en 1651, diecisiete mujeres que pudieran servir como nodrizas posibles o amas de cría para las hijas de los Reyes de España : de entre ellas, ocho fueron destinadas a amamantar a la Infanta María Margarita, esa infantina fina y rubia, inmortalizada como figura central de “Las Meninas”. Si oyera esto Luisa Baldomero González, que lo oirá en su momento, le daría un vuelco el corazón. Lo oirá, no hay duda, porque se le escapará en cuanto pueda al propio Ricardo Almeida, y saltará no la leche, que no la tiene, sino la evocación en el pecho de Luisa Baldomero, que no conoció a Velázquez ni lo conocerá, que nunca oyó hablar del pintor. Todo su cuerpo, el cuerpo enorme de esta mujer, escapará de nuevo hasta Caín, hasta el pueblo de los Picos de Europa cuando allí fueron a buscarla hace sesenta años. Estuvo primero a Luisa Baldomero en un palacete de Santander, junto a la Bahía, cerca del Sardinero, los ojos y las manos y el pecho no mirando a la mar sino al infante que tenía que criar, como así harían tres siglos antes y en otro marco bien distinto, en el Alcázar de Madrid, ya incendiado, ya destruido, en el lugar que hoy ocupa el Palacio Real, amas de cría perdidas en la historia, pero cuyos nombres conoce incluso Ricardo Almeida, y explica bien, Once amas tuvo la Infanta Margarita, dirá ante el asombro de los turistas, Once amas de cría tuvo esta Infanta bellísima que ven aquí, l primera se llamaba a Manuela Laso, y sirvió  esta mujer algo más de dos meses, y la última fue Bernarda de Quevedo y Salcedo, una de las dos primeras admitidas al parto de la Reina Mariana de Austria.

 

 

Quédanse los turistas perplejos y pasmados de la sabiduría de este guía. Primero entre los libros de la Biblioteca Nacional, luego bajo la  triste y pobre lámpara de su cuarto, siempre en la pensión “Aurora” de la plaza de Olavide número seis en Madrid, Ricardo Almeida estudió y aprendió de memoria, tal y como si pudiera palpar y tocar a Velázquez, cuantos acontecimientos y sucesos rodeaban los cuadros del pintor sevillano, aunque su obsesión fuera José Nieto. Pero de repente le han dejado ahora solo, vendado y malherido en la blanca cama de este sanatorio. Sigue estando a veces en el apurado con la memoria, y los psiquiatras tardarán en leer las letras del recuerdo de los hombres enfermos, suele ser alfabeto cifrado que existe sólo en las pantallas de las mentes, en su interior, en su intimidad, y los médicos tienen que profundizar, tienen que esclarecer, han de esforzarse mucho, Lucía Galán Galíndez, con su cuerpo raquítico y su rostro ovalado y hermoso, acaba de levantarse ahora de su silla y como una sonámbula, va hasta el pequeño brote de fuente clara que se encuentra a la vuelta del pasillo, se inclina hacia el borde de ese aparato mecánico y oprime el botón, sale un leve chorlito de agua, salta en el aire y entra en la boca de esta muchacha. No se puede decir, porque sería desentrañar la vida, que ese ruido del agua, ese manar fluido, salta a su vez en la cabeza de a Ricardo Almeida. Mientras alguien bebe en el pasillo de este sanatorio alimentándose del líquido que genera una pequeña máquina, en las tibias entrañas del cerebro de este guía del Prado, en los pliegues de su obsesión y en sus rincones últimos, Ricardo Almeida Garcia recuerda un cuadro de Velázquez, un lienzo que él no pudo explicar nunca y que pudo ver únicamente como espectador en tantas reproducciones y litografías. El Aguador de Sevilla, llámase el cuadro, y está colgado en el Museo Wellington de Londres, y muestra el lienzo ese volumen del cántaro en primer plano y la fragilidad de la copa de cristal sostenida por las manos de un muchacho que se la está entregando en misterioso pacto al aguador anciano. Sigue bebiendo el chorro de agua Lucía Galán Galíndez, ve entre nieblas al aguador de Sevilla de Velázquez el guía del Prado, está corriendo el agua por todas las fuentes , las cisternas y los conductos de Madrid. La historia no puede explicarse siempre. Vamos, ya está bien, le está diciendo el doctor Valdés a Luisa Baldomero, que levanta un poco la cabeza sostenida por cuatro monjas: tiene los ojos aún nublados y el cuerpo entumecido. Vamos, arriba, le anima don  Pedro Martínez Valdés, luego la veo.

Ahora son casi las diez de la mañana en el sanatorio del doctor Jiménez. Jacinto Vergel, con sus gruesas gafas caladas, anda y anda incansable junto a a Regino Cruz Estébanez, ambos montañeros por el pasillo llano.

—Buscaré el veneno en casa de mi hermano — le está diciendo Regino Cruz a Jacinto Vergel mientras dan y dan vueltas interminables — Buscaré el veneno y me mataré. Ten por seguro que me mataré.”

José Julio Perlado

(Continuará)

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(Imágenes —1- Rachel Davis-hartmanfineart)

CIUDAD EN EL ESPEJO (19)

“Después de pasar cinco años, sería hacía mil novecientos setenta y cinco o setenta y seis, el cocinero de “Nebraska” le empezó a meter a escondidas en un paquete, que  a propósito  Onofre Sebastián  llevaba, sobras de pollo desmenuzado y algo de atún fresco, pequeñas muestras con zumos, y en Navidad, el dueño de la cafetería comenzó a regalar a cada empleado antiguo una botella grande de champagne. Amparo Miranda, Araceli Frutos que vivía en los aledaños de Pozuelo, Juanita Miranda llamada “ la andaluza”, Charo Pérez González, vecina de Alcalá de Henares, una sobrina de uno de los porteros mayores del Prado a la que apodaban  Ceci y cuyo nombre era Cecilia Villegas, Eugenia Fernández,, separada de un militar y Luisa Suárez, viuda y con dos hijos, formaban un equipo conjuntado, y los lunes, a las horas en que nadie lo esperaba, las ciudades son así, siguen su vida, hay existencias múltiples y aparentemente desordenadas, las siete mujeres, con sus batas azules y unas zapatillas que ningún ruido hacían, formaban grupo compacto y uniforme y divididas en  secciones, de siete en siete, salían del sótano, donde se guarda el llamado Tesoro del Delfín, no miraban siquiera las  vasijas de piedras duras y de cristal de roca, las tenían muy vistas, el Gran Delfín Luis, hijo de Luis XlV de Francia y padre de Felipe V, había muerto en 1712, y de herencia en herencia, tal y como sucede en las familias encumbradas y aun en las pobres y míseras con esos cachivaches sin importancia que generan peleas entre hermanos y primos y cuñadas y hacen falta la firmeza y la paz de los notarios y aun la paciencia de los conciliadores, el Tesoro del Delfín, decíamos, cómo es la historia y qué sorpresas no sólo trae sino que también lleva, se quedaba a un lado mientras las mujeres pasaban, eran piezas que viajaron a La Granja en 1724 y volverían a París en 1813, cuando la invasión francesa a España, y que a punto estuvieron de quebrarse dadas las pésimas condiciones de embalaje, vasos tallados y servicios muy distintos de mesa, de aquellas mesas antiguas de los reyes en las que las discusiones y los pactos de los ojos sumisos se enarbolaban como estandartes o se vencían como banderas desgarradas.

 

Habían subido la mañana anterior al suceso las siete mujeres de uno de los sótanos del Prado dirigidas por Juanita Miranda, “la Andaluza”,  a la misma hora en que el rubio Onofre Sebastián empezó a bostezar entre las mesas de “Nebraska” y acudió con sus ojos pillos y su media sonrisa, como si se riera por dentro de la Gran Vía, a la primera mesa que quedó ocupada, Tortel, croisant, ensaimada, caracola, napolitana, tostada, repitió Onofre mirando al tendido, hacia la luz de mayo que sesgaba la calle, su cuadernillo de apuntes en la mano y el gesto entre atento y displicente, una sola mirada le bastaba para calificar al cliente. Habían subido las siete  mujeres de la limpieza al  mando y a las órdenes de “la andaluza” y el Prado se había llenado de fantasmas activos con batas azules y zapatillas silenciosas, arrastrando ruedas de máquinas modernas que aspiraban de los suelos el polvo del pisar de los turistas. Los lunes estaban dedicados especialmente al pulimento y brillo de las salas, y Juan Luna Cortés, que nunca podría adivinar el ingreso de su amigo Ricardo Almeida García  en un  sanatorio de Menéndez y Pelayo, se quedó ese martes ocho de mayo en el extremo de una de las salas y vio una vez más lo que nadie en Madrid veía. Estaba Rubens con sus carnes desnudas y desbordadas colgado cerca de Van Dyck y había quedado a un lado la escuela holandesa y aun el Goya negro, sus negras y amarillas pinturas junto a los dibujos y bocetos mientras avanzaba el coche azul de Begoña Azcárate por la calle Mayor a la altura de la calle de Luzón, todas o casi todas las ciudades de España tienen una calle Mayor que las corta y quedan truncadas igual a una herida rosada que las dividiera, y muchas calles mayores de España no son ya tan mayores, son medianas e incluso enanas, se llaman así tan sólo por hábito y costumbre, en los pueblos perdidos bajo el sol castellano y en páramos de Aragón o de Andalucía que calientan la cal de las paredes hasta dejarlas ardientemente lívidas, hay calles que se llaman mayores y en cambio son cortas y estrechas, apenas una sombra de tejas sobre  puertas dejan caer muy leve respiro en cierto atardecer. Pero este martes de mayo en la calle Mayor  madrileña a la altura de la calle de Luzón, curvada travesía que comenzaba y sigue comenzando en la llamada Mayor y termina en la que se denomina de la Cruzada, rayos en punta de singular luz traspasaron de parte a parte el tiempo y penetraron entre mapas y planos.

 

 

Atravesaba aquel coche azul de Begoña el distrito Centro de Madrid y lo hacía a finales del siglo XX, mientras las ojeras profundas de Juanita Miranda  “la andaluza” se habían hecho el lunes anterior más  cárdenas, casi cavernosas, conforme dirigía la limpieza del Prado. Pequeña e incansable, infatigable, se daba cuenta del trabajo, pensaba en Ramiro Vázquez, su marido, cazador y pescador, y no se fijaba en la hora. Aunque la hora de las doce de ese martes, como cualquier día de la semana, entró en Madrid uniendo lentamente sus agujas y lo que nadie contaría en ese mediodía de mayo cruzó por la mente de Sor Benigna y de Sor Prudencia, las dos monjas del sanatorio psiquiátrico, pero la hora también entró como suave flecha en el pensamiento de muchas gentes, mujeres y hombres, que se recogieron en sí un momento, el mediodía en Madrid a finales del XX parecía pagano y era sólo apariencia, en ese segundo en punto de las doce la Virgen de Atocha, la advocación de la Almudena y la llamada de la Paloma recibían pensamientos y sentimientos, oraciones y labios que las pronunciaban. España, a pesar de sus avatares, era país religioso y cristiano, había una lucha entonces por devastar sus costumbres de siglos y otras por renovarlas y reedificarlas , quién ganaría a quién, cuántos y cuáles emplearían ejércitos invisibles, qué sería más eficaz, el hedonismo o el cristianismo español, acaso lo moderno era olvidarse de ser hijo de Dios, es que acaso lo antiguo era enviar recuerdos a las Vírgenes madrileñas, las doce del mediodía como en cada jornada en la Villa de Madrid y en toda su historia repartía sus oraciones al cielo y las avemarías de todos los tiempos se abrieron como brotes del corazón y del cerebro, la voluntad es quien rige y vence a la pereza y domina al humano  olvido, y en medio de los automóviles y de las prisas, entre gentes y vehículos, en el fondo de oficinas y de despachos, cruzando calles y haciendo altos con el pensamiento, comenzaron a volar avemarías cuyos cuerpos se forman con palabras seculares y divinas, y las palabras fueron a cobijarse en la eternidad, pero antes rozaron en el tiempo la historia de Madrid y cruzaron en espacios lejanos y pasados la Virgen de los Remedios, la de la Soledad, aquella otra del Buen Suceso, aun cuando sobre todo Madrid guardaba quizá en lugar primero, discusiones había sobre ello, la Virgen de Atocha, algunos creían que tal nombre provenía de la hierba tocha o  atocha,  por haber gran abundancia de ella en el lugar donde se levantó la antigua ermita, campo que decía llamarse del Atochar o de los Atochares. Fueron segundos, algún minuto quizá, fulgores de tiempo clavados en relojes de muñecas que elevaron el instante de su oración apenas perceptible en tanto tráfago y murmullo. Reyes y monarcas habían venerado a vírgenes madrileñas, y desde Felipe lll y Felipe V, que este último al llegar a Madrid había hecho pública su devoción a la Virgen de Atocha, la Corte, los sábados, con todo su aparato de magnificencia y poderío, Cortes que parecen y reaparecen, y al fin desaparecen creyéndose soberbias al inicio y siendo tiernamente humildes, rezaban la salve ante la advocación  de esa  Virgen de Atocha, mientras por todo el mapa de la capital de España, quedaban nombres como el de la Virgen del Milagro, o aquella célebre y famosa de la Almudena a la que tanto se encomendó, embarazada como estaba de la infanta doña Margarita,  la primera esposa de Felipe lV, doña Isabel de Borbón, embarazada, sí, de aquella infanta que preside el centro del cuadro de Velázquez, “ las Meninas” , que se hundían y a la vez ascendían en el interior del cerebro de aquel guía del Prado, Ricardo Almeida García.”

 

José Julio Perlado.- “Ciudad en el espejo”

(Continuará)

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(Imágenes- 1- – Rachel Davis/ 2- Nenad Bacanovic)

CIUDAD EN EL ESPEJO (24)

“ Ahora va acercándose lentamente la una del mediodía, acaba de suspirar entre las sábanas Ángeles Muñiz, su hija María la besa con rapidez, se inclina entre los tubos que rodean a la madre, y deposita el beso en su mejilla, se yergue y contempla un momento ese rostro que parece dormir, recoge el bolso que ha dejado sobre una silla de esta enfermería y se retira. Tengo prisa por llegar a casa, pierdo el autobús, no llego, se va diciendo apresuradamente María Cuetos conforme baja rápida las escaleras de este sanatorio de Menéndez y Pelayo, anchos escalones de vieja madera, barandilla oscura, tablas crujientes. En el momento en que María Cuetos está bajando escalones camino de la puerta, no lejos de allí, en el mismo Madrid, por una zona cercana, es decir, dentro del monumental Museo del Prado, otra escalera, ésta muy firme y de piedra, deja pasar sobre ella el tumulto en rumor de los turistas, los jóvenes colegios de adolescentes, las suelas y los tacones  del gentío que sube incesante desde el vestíbulo central hacia el piso primero donde precisamente esperan los cuadros de Velázquez. Es una escalera que asciende por la izquierda, se dejó atrás la entrada y los vigilantes, los conserjes y aquel ruido mecánico que permite pasar uno a uno, como en una frontera, como en una singular aduana, conforme  van mostrando su entrada los visitantes. Juan Luna Cortés, el amigo de Ricardo Almeida García, que aún desconoce  qué le ha ocurrido al guía, bajó hace dos horas, serían cerca de las once, a tomarse  su cotidiano bocadillo, y al ir con su envuelto paquete hacia el cuarto de los sótanos, cruzó la entrada del Museo y no reparó demasiado en la ausencia de Ricardo Almeida, estaba el grupo de guías oficiales del Prado con sus placas ostensibles en las solapas, sus fotografías, apellidos y nombres, una especie de certificado rectangular y plastificado, algo que recuerda a un diploma, una especie de enseña y de credencial, el título de conocimientos empequeñecido, y allí seguían, aguardando en una esquina, cerca del principio de esta escalera de piedra, al borde mismo del vestíbulo. Parecemos halcones, doctor, le dirá esta tarde Ricardo Almeida al médico, parecemos halcones esperando a la gente, yo mismo soy halcón. Por qué se llama así, le preguntará él psiquiatra, Porque es lo que hago, es como me comporto, somos buitres y no sólo halcones, vigilamos cada movimiento de la entrada, cualquiera puede ser presa, es necesario trabajar, allí estamos todas las mañanas del año Manolo Nicolás, Gaspar Inglés, Ramón Esteban, Cristóbal Valero, y mi mejor amigo, que es Jerónimo Segovia. Esos hombres y esas figuras que siempre acechan de reojo a los turistas son los que ha visto hace apenas dos horas, a las once de la mañana, Juan Luna Cortés, al pasar fugazmente con su bocadillo en la mano. Vió al grupo de los cinco guías del Prado conversando en la entrada, saludó a algunos, pero no se fijó que faltaba Ricardo Almeida, él iba pensando en desayunar, tomar su almuerzo de media mañana, ni se fijó , o si quizá lo hizo no hubo reacción, no lo sabemos.

 

 

Lo que sí sabemos es que a ese grupo de guías del Prado, amigos y enemigos entre sí, competidores, que van a ganar su pan gracias a sus conocimientos del famoso Museo madrileño, Ricardo Almeida siempre los llamó halcones y buitres, y así, con estos nombres, se referirá incluso al hablar de sí mismo, Mire usted, doctor, le dirá esta tarde, Gaspar Inglés es el más listo, pero Manolo Nicolás es el más rápido, ėl conoce muy bien la pintura española, tiene sus gustos, pero todos nosotros, y yo mismo también, he de callarme, los gustos son privados, a mí, por ejemplo, me atraen mucho los perros de Velázquez, sus perros y sus caballos, esas grupas redondas, doctor, que aparecen en “Las Meninas” o en el retrato ecuestre del Conde Duque de Olivares, o perros que yo explico siempre a los turistas, ese mastín de negra cara que acompaña a Felipe lV cazador, o el perro echado a los pies del príncipe don Baltasar Carlos, pero sobre todo paso la mano sobre ese soberbio gran perro tendido y majestuoso que ocupa la habitación de “Las Meninas”, paso mi mano sobre él, sobre su lomo, y me duermo. Se lo dirá esta misma tarde el guía al médico como en confesión, pero ya lo piensa ahora, a la una del mediodía, cuando está semidormido, abotargado, y ante todo dolorido en un cuarto de este sanatorio y ve todo el Museo en su memoria, la vuelta del caballo que monta el Conde Duque de Olivares gira al fondo, hacia dentro, hacia el campo, en la hondura del cuadro Ricardo Almeida sabe que se divisa Fuenterrabía, lo suele señalar a los visitantes, Miren, observen cómo se ve Fuenterrabía a lo lejos. Sí, está dolorido este hombre. No se mueva, Ricardo,,le dirá esta tarde el doctor Valdés, hábleme procurando no moverse, y le preguntará,  Por qué se hirió, por qué se hizo esas heridas. Ahora, a la una del mediodía, aún  no ha visto al psiquiatra, ni habló aún con él, lo tendieron cuidadosamente en una cama cuando llegó de la Cruz Roja y permanece así. Me gusta el perro, parece de verdad, escucha una voz de las muchas de su vida que contempla en el Prado “Las Meninas”. Hay una atracción, doctor, le dirá dentro de unas horas Ricardo al médico, guarda un imán ese cuadro de Velazquez. Es la fama, le contestará el doctor Valdés, es lo que se ha hablado y se ha escrito del lienzo.  No, no es eso, doctor, le responderá  convencido Ricardo. Hay un imán en esa habitación pintada por Velázquez, porque yo noto las miradas en la sala nada más  entrar, al cruzar el dintel, buscan a “Lss Meninas” con pasión, la familia del Rey atrae enseguida a los turistas, los convoca, congrega las miradas, se queda todo el cuadro mirando a los turistas y los turistas se adentran en el cuadro.”

José Julio Perlado – “Ciudad en el espejo”

( Continuará )

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(Imagen 1- park seo bo – 1992)

CIUDAD EN EL ESPEJO (25)

“— Empiezan a caminar por él— le dirá al fin Ricardo al médico.

— ¿Como camina usted?— preguntará el psiquiatra con interés.

Sí, exacto, como camino yo, responderá el guía en voz muy baja, él se sabe de memoria la sala donde está Felipe lV. Y sin embargo, cuando todo ocurra, cuando dentro de unos días haya de intervenir necesariamente la policía,  cuando el tiempo traiga obligatorias investigaciones, un inspector del distrito Centro, el inspector José Gállego, citará a Juan Luna Cortes y convocará también a las limpiadoras del Prado y al resto de guías, preguntando incansable, Vamos, comiencen a contarme, lo quiero saber todo de ese hombre, Usted, por ejemplo, le dirá el inspector Gállego mirándole a los ojos a Jerónimo Segovia, parecer ser que ustedes dos, Ricardo Almeida y usted, son íntimos amigos, es o no es cierto, cuénteme cosas de él.

Pero aún nada, en Madrid, ahora, entre una y una y cuarto del mediodía de este ocho de mayo, hace suponer tal suceso, en las ciudades y en las existencias, los  acontecimientos quedan agazapados y apenas sobresalen, el futuro está marcado en las palmas de las manos del presente pero las rayas que indican el curso de la vida quedan cruzadas por arrugas de amores y de muertes que distraen sin querer. Yo nunca hubiera imaginado, le dirá Jerónimo Segovia al inspector, que Ricardo pudiera hacer algo así. Y sin embargo ahora, aún no ha ocurrido nada, nos referimos a lo definitivo y a lo sangriento,  a la mirada penetrante del paciente sobre el médico, en este martes de mayo ni Gaspar Inglés, ni Cristóbal Valero, ni tampoco Jerónimo Segovia, ni Ramón Esteban, pueden adivinar que la semana que viene serán citados por la policía y habrán de declarar. Está en estos momentos del mediodía Juan Luna Cortes paseando despacio por entre los cuadros de Velázquez, tomó ya su bocadillo y hasta las tres no volverá a comer, vigila con gesto cansino a los que entran y a los que salen de la sala, a ratos se sienta en una tosca silla de madera, incómodo taburete con austero respaldo, abandona sus piernas, las deja descansar. Yo recuerdo muy bien, le dirá este vigilante al inspector Gállego, el día en que Ricardo quiso hacerse una foto ante el famoso cuadro de “Las Meninas”, se empeñó y se la hice muy temprano, cuando aún no había gente, mírela, aquí está, y entregará al inspector la singular fotografía. Aparece el guía del Museo vestido de impecable azul, chaqueta cruzada y pantalón planchado, los ojos algo alucinados, parece como si fuera de boda, como si se fuera a casar, el inspector Gállego tomará entonces una lupa y se inclinará despacio sobre este testimonio. Y además de esta fotografía, preguntará el policía mirándole atentamente, qué recuerda usted más, cómo es este hombre, qué aptitudes adopta, qué piensa usted.

 

Nada se puede desvelar aún, no nos conviene. En el vaivén del tiempo de Madrid, entre el hoy, el mañana y el ayer, apenas leves ráfagas e imperceptibles pistas quedan volatilizadas en el aire. Se acerca ahora la una y cuarto del mediodía, agujas de relojes avanzan, y en la sala donde está paseando Juan Luna Cortes vigilando los cuadros, se encierran esos colores de Velázquez que envuelven las pesadillas del guía. Siempre veo, doctor, le dirá Ricardo Almeida al médico esta tarde, esa sala poblada y llena, y tan familiar como si allí  hubiera yo nacido y tal como si viviera en ella, allí estoy siempre, en sueños y en vigilias, y no en la plaza de Olavide, no en una pensión, Pero qué ve exactamente, le preguntará Martinez Valdés, haga un esfuerzo por explicármelo. Veo, por ejemplo, es decir, se me aparece en sueños, el soberbio retrato de don Diego del Corral y Arellano, oidor que fue del Consejo de Castilla, catedrático de la universidad de Salamanca y visitador del aposento del rey, responderá Ricardo Almeida al psiquiatra, y el doctor Valdés le dejará hablar, no es muy aficionado a la pintura, no es asiduo visitante del Prado, pero tal como cuenta las cosas este enfermo parece como si las viviera, los colores le absorben, color e información, color, trazos y estudios. Pues sepa usted, doctor, le añadirá Ricardo, que desde hace años hube de leer y releer las vidas de cuantos personajes hay en esa sala y también en otras del Museo, y este don Diego del Corral y Arellano, figura egregia y de admirable estampa, retrato que clava su mirar en mi y en los demás , mirar grave y de reposado juicio, hombre de leyes, hombre de aplomo y de firmeza, cabeza suya aquella que sale de su golilla blanca con la que cubre la amplia toga negra con su cruz  de Santiago asomando por ella, la masa oscura de su retrato en pie, su calzado negro, el sombrero a la moda de Felipe ll apenas esbozado en el fondo del lienzo, ese Don Diego, doctor, así lo expliqué siempre a los turistas, y si Dios quiere, seguiré explicándolo, nació en Santo Domingo de Silos hacia 1570 y estudió en Salamanca, llegó a ser canciller de Aragón y se casó con doña Antonia de Ipeñarrieta, que el cuadro estuvo en el Palacio que los Corral tenían en Zarauz, en Guipúzcoa, según dice el inventario de don Cristóbal del Corral e Ipeñarrieta, y el lienzo quedó en poder de sus descendientes, los llamados marqueses de Narros, hasta que a mediados del siglo XlX lo trajeron a Madrid y sería un pariente de ellos, la duquesa de  Villahermosa, quien lo legó al Museo del Prado al acontecer su muerte.”

José Julio Perlado — (“Ciudad en el espejo”)

(Continuará)

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(Imagen- Twombly)

CIUDAD EN EL ESPEJO (26)

“Ya dijimos en su momento que Ricardo Almeida no habla así exactamente, y no emplea este específico lenguaje sino en muy contadas ocasiones. Pero a veces, en esas horas inciertas del inicio del sueño, cuando la realidad va entornando sus párpados y es bajo los párpados donde aparecen dislocadas imágenes, allí, en esa humilde habitación suya de la plaza de Olavide número seis, en lo profundo del pasillo de la pensión “Aurora”, muchos personajes de Velázquez, y entre ellos don Diego del Corral y Arellano, parecen enarcar las cejas en las sombras y mirar el sueño de Ricardo Almeida tal y como si lo vigilaran desde otro mundo. Pero son sueños, doctor, no me preocupo, relatará el guía al psiquiatra, yo amanezco desde hace muchos años invadido  de sueños como ese, empapado en sudor, ve cómo.sudo ahora mientras le estoy hablando, tirito y sudo siempre así, deben ser fiebres, no sé cómo se llamarán, no las consigo dominar.

Están acercándose poco a poco, muy suave y lentamente, todos los relojes hacia la una y media de la tarde, y un  Madrid apenas perceptible empieza a disponer olores y sabores, a colocar cubiertos sobre manteles y a preparar en fondas, bodegones, tascas y restaurantes, mesas bien dispuestas para el yantar de quienes tengan dinero, que tiempo y hambres no faltan en muchos de los estómagos. Aurora Díaz, la patrona que regenta la pensión del mismo nombre en la redonda plaza de Olavide, anda preocupada entre cacharros, prepara su cocido de los martes, piensa en el tremendo grito que esta mañana oyó nada más levantarse y le tiemblan piernas y manos atendiendo el fogón, preparando la comida de sus huéspedes. Qué hará ahora don Ricardo, dónde estará, qué espanto, por qué lo ha hecho, qué ha podido ocurrirle. No ha echado Aurora Díaz, segoviana, que nació hace sesenta y seis años casi al pie del antiguo acueducto, no ha echado, decíamos, en los vientres de las humildes ollas que bullen en la estrecha cocina de su pensión, esos garbanzos de Castilla tan célebres, tampoco los de Fuentesaúco, en Zamora, famosos en toda España, sino los primeros que encontró, unos comprados en un viejo Mercado de la calle de Vallehermoso esquina a Fernando el Católico. No echó tampoco el cuarto de gallina acostumbrada para ese plato tan español, ni llegó a alcanzar los cíen ni los cincuenta gramos de esmerado tocino. Sí, en cambio, soltó un trozo de jamón, puso las patatas bien cortadas, añadió un chorizo, una morcilla, pero se ahorró el pie salado de cerdo pues sus economías no daban para ello, y no agregó un huevo, ni la carne picada, ni siquiera la miga de pan. Entreabrió un poco la ventana de la cocina que daba al patio interior y quedó así, tal como ahora la vemos, ensimismada en el hondo puchero que dejaba cocer a fuego manso los buenos garbanzos, tiernos y gordos, los mejores que encontró, mientras sus manos y sus brazos trabajaban en cacerola aparte la verdura limpia y lavada, judías verdes y algún nabo pequeño, partido en rueda, y luego fue preparando aturdida y pensativa un diente de ajo mondado, y salpicó de sal lo que hervía, y dejó deslizar sobre los cuerpos de los garbanzos aquellas verduras, y agregó luego unas hebras de azafrán machacadas, y tapó nuevamente el puchero y esperó.

Era Aurora Díaz Ibáñez una segoviana de nacimiento, muy castellana, soltera como siempre había sido y lo sería, y Madrid desde el año cincuenta la había abrazado entre calles y plazas, pero sobre todo la atrapó en los aromas y las intrigas de la cocina, no sabía hacer grandes platos, pero los pocos o muchos que dominaba los convirtió en muy madrileños, callos, caracoles, sopas de ajo para noches de invierno, limonada para tardes y tertulias de verano, e incluso aprendió de la paciencia de su madre, y luego perfeccionaría con Paco, el camarero del bar “La Orquídea” que vivía abajo, en el mismo inmueble, aprendió incluso a fabricar la suave armadura de los churros, aunque en festIvidades señaladas, como en la madrugada de San Ricardo, por ejemplo, día del santo del huésped Ricardo Almeida, su cliente sin duda más antiguo, se encerraba Aurora en la estrecha cocina y con medio litro de agua templada y medio kilo de harina, con un poco de sal y levadura en polvo, sobre todo con paz y paciencia y amasándolo todo para que nada quedará correoso, iba preparando los buñuelos anchos que eran especialidad suya, buñuelos de Madrid que ofrecía como singular sorpresa en el desayuno: los dedos de Aurora mojados en agua fría tomaban entonces un trocito de masa y levemente la redondeaban agujereándola por el centro hasta echarla en la sartén, sobre el aceite bien frito y muy caliente, y metiendo un palito por el agujero abierto para impedir su cierre. En aquellas madrugadas, el día, sobre la plaza de Olavide, entraba poco a poco por la estrecha ventana del patio y a la hora en punto del desayuno, cuando aquellos buñuelos ya inflados en la sartén adquirían un bello tono dorado y habían sido bien escurridos y luego espolvoreados de azúcar, la patrona Aurora Díaz presentaba cada año a su huésped  el día de su santo la fuente repleta de buñuelos y un tazón de chocolate espeso, casi humeante. Y aquí está, don Ricardo, le decía Aurora, muchas felicidades en tan gran ocasión, cómaselos, y que tenga usted un buen día, y, sobre todo, que lo podamos celebrar con salud muchos años. Aquellas mañanas del día de San Ricardo, en el humilde comedor que daba a la Plaza, la patrona solía sentarse un rato ante el guía  del Prado y lo miraba comer, e incluso en ocasiones probaba ella también del desayuno. Buenos están, muy buenos estos buñuelos, doña Aurora, le agradezco el detalle. Le gustan, insistía feliz Aurora Díaz, y tal vez ella a su vez tomaba un sorbito de chocolate.”

 

José Julio Perlado 

(“Ciudad en el espejo’)

(Continuará)

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(Imagen —1- William Morris)