CIUDAD EN EL ESPEJO (24)

“ Ahora va acercándose lentamente la una del mediodía, acaba de suspirar entre las sábanas Ángeles Muñiz, su hija María la besa con rapidez, se inclina entre los tubos que rodean a la madre, y deposita el beso en su mejilla, se yergue y contempla un momento ese rostro que parece dormir, recoge el bolso que ha dejado sobre una silla de esta enfermería y se retira. Tengo prisa por llegar a casa, pierdo el autobús, no llego, se va diciendo apresuradamente María Cuetos conforme baja rápida las escaleras de este sanatorio de Menéndez y Pelayo, anchos escalones de vieja madera, barandilla oscura, tablas crujientes. En el momento en que María Cuetos está bajando escalones camino de la puerta, no lejos de allí, en el mismo Madrid, por una zona cercana, es decir, dentro del monumental Museo del Prado, otra escalera, ésta muy firme y de piedra, deja pasar sobre ella el tumulto en rumor de los turistas, los jóvenes colegios de adolescentes, las suelas y los tacones  del gentío que sube incesante desde el vestíbulo central hacia el piso primero donde precisamente esperan los cuadros de Velázquez. Es una escalera que asciende por la izquierda, se dejó atrás la entrada y los vigilantes, los conserjes y aquel ruido mecánico que permite pasar uno a uno, como en una frontera, como en una singular aduana, conforme  van mostrando su entrada los visitantes. Juan Luna Cortés, el amigo de Ricardo Almeida García, que aún desconoce  qué le ha ocurrido al guía, bajó hace dos horas, serían cerca de las once, a tomarse  su cotidiano bocadillo, y al ir con su envuelto paquete hacia el cuarto de los sótanos, cruzó la entrada del Museo y no reparó demasiado en la ausencia de Ricardo Almeida, estaba el grupo de guías oficiales del Prado con sus placas ostensibles en las solapas, sus fotografías, apellidos y nombres, una especie de certificado rectangular y plastificado, algo que recuerda a un diploma, una especie de enseña y de credencial, el título de conocimientos empequeñecido, y allí seguían, aguardando en una esquina, cerca del principio de esta escalera de piedra, al borde mismo del vestíbulo. Parecemos halcones, doctor, le dirá esta tarde Ricardo Almeida al médico, parecemos halcones esperando a la gente, yo mismo soy halcón. Por qué se llama así, le preguntará él psiquiatra, Porque es lo que hago, es como me comporto, somos buitres y no sólo halcones, vigilamos cada movimiento de la entrada, cualquiera puede ser presa, es necesario trabajar, allí estamos todas las mañanas del año Manolo Nicolás, Gaspar Inglés, Ramón Esteban, Cristóbal Valero, y mi mejor amigo, que es Jerónimo Segovia. Esos hombres y esas figuras que siempre acechan de reojo a los turistas son los que ha visto hace apenas dos horas, a las once de la mañana, Juan Luna Cortés, al pasar fugazmente con su bocadillo en la mano. Vió al grupo de los cinco guías del Prado conversando en la entrada, saludó a algunos, pero no se fijó que faltaba Ricardo Almeida, él iba pensando en desayunar, tomar su almuerzo de media mañana, ni se fijó , o si quizá lo hizo no hubo reacción, no lo sabemos.

 

 

Lo que sí sabemos es que a ese grupo de guías del Prado, amigos y enemigos entre sí, competidores, que van a ganar su pan gracias a sus conocimientos del famoso Museo madrileño, Ricardo Almeida siempre los llamó halcones y buitres, y así, con estos nombres, se referirá incluso al hablar de sí mismo, Mire usted, doctor, le dirá esta tarde, Gaspar Inglés es el más listo, pero Manolo Nicolás es el más rápido, ėl conoce muy bien la pintura española, tiene sus gustos, pero todos nosotros, y yo mismo también, he de callarme, los gustos son privados, a mí, por ejemplo, me atraen mucho los perros de Velázquez, sus perros y sus caballos, esas grupas redondas, doctor, que aparecen en “Las Meninas” o en el retrato ecuestre del Conde Duque de Olivares, o perros que yo explico siempre a los turistas, ese mastín de negra cara que acompaña a Felipe lV cazador, o el perro echado a los pies del príncipe don Baltasar Carlos, pero sobre todo paso la mano sobre ese soberbio gran perro tendido y majestuoso que ocupa la habitación de “Las Meninas”, paso mi mano sobre él, sobre su lomo, y me duermo. Se lo dirá esta misma tarde el guía al médico como en confesión, pero ya lo piensa ahora, a la una del mediodía, cuando está semidormido, abotargado, y ante todo dolorido en un cuarto de este sanatorio y ve todo el Museo en su memoria, la vuelta del caballo que monta el Conde Duque de Olivares gira al fondo, hacia dentro, hacia el campo, en la hondura del cuadro Ricardo Almeida sabe que se divisa Fuenterrabía, lo suele señalar a los visitantes, Miren, observen cómo se ve Fuenterrabía a lo lejos. Sí, está dolorido este hombre. No se mueva, Ricardo,,le dirá esta tarde el doctor Valdés, hábleme procurando no moverse, y le preguntará,  Por qué se hirió, por qué se hizo esas heridas. Ahora, a la una del mediodía, aún  no ha visto al psiquiatra, ni habló aún con él, lo tendieron cuidadosamente en una cama cuando llegó de la Cruz Roja y permanece así. Me gusta el perro, parece de verdad, escucha una voz de las muchas de su vida que contempla en el Prado “Las Meninas”. Hay una atracción, doctor, le dirá dentro de unas horas Ricardo al médico, guarda un imán ese cuadro de Velazquez. Es la fama, le contestará el doctor Valdés, es lo que se ha hablado y se ha escrito del lienzo.  No, no es eso, doctor, le responderá  convencido Ricardo. Hay un imán en esa habitación pintada por Velázquez, porque yo noto las miradas en la sala nada más  entrar, al cruzar el dintel, buscan a “Lss Meninas” con pasión, la familia del Rey atrae enseguida a los turistas, los convoca, congrega las miradas, se queda todo el cuadro mirando a los turistas y los turistas se adentran en el cuadro.”

José Julio Perlado – “Ciudad en el espejo”

( Continuará )

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(Imagen 1- park seo bo – 1992)

CIUDAD EN EL ESPEJO (25)

“— Empiezan a caminar por él— le dirá al fin Ricardo al médico.

— ¿Como camina usted?— preguntará el psiquiatra con interés.

Sí, exacto, como camino yo, responderá el guía en voz muy baja, él se sabe de memoria la sala donde está Felipe lV. Y sin embargo, cuando todo ocurra, cuando dentro de unos días haya de intervenir necesariamente la policía,  cuando el tiempo traiga obligatorias investigaciones, un inspector del distrito Centro, el inspector José Gállego, citará a Juan Luna Cortes y convocará también a las limpiadoras del Prado y al resto de guías, preguntando incansable, Vamos, comiencen a contarme, lo quiero saber todo de ese hombre, Usted, por ejemplo, le dirá el inspector Gállego mirándole a los ojos a Jerónimo Segovia, parecer ser que ustedes dos, Ricardo Almeida y usted, son íntimos amigos, es o no es cierto, cuénteme cosas de él.

Pero aún nada, en Madrid, ahora, entre una y una y cuarto del mediodía de este ocho de mayo, hace suponer tal suceso, en las ciudades y en las existencias, los  acontecimientos quedan agazapados y apenas sobresalen, el futuro está marcado en las palmas de las manos del presente pero las rayas que indican el curso de la vida quedan cruzadas por arrugas de amores y de muertes que distraen sin querer. Yo nunca hubiera imaginado, le dirá Jerónimo Segovia al inspector, que Ricardo pudiera hacer algo así. Y sin embargo ahora, aún no ha ocurrido nada, nos referimos a lo definitivo y a lo sangriento,  a la mirada penetrante del paciente sobre el médico, en este martes de mayo ni Gaspar Inglés, ni Cristóbal Valero, ni tampoco Jerónimo Segovia, ni Ramón Esteban, pueden adivinar que la semana que viene serán citados por la policía y habrán de declarar. Está en estos momentos del mediodía Juan Luna Cortes paseando despacio por entre los cuadros de Velázquez, tomó ya su bocadillo y hasta las tres no volverá a comer, vigila con gesto cansino a los que entran y a los que salen de la sala, a ratos se sienta en una tosca silla de madera, incómodo taburete con austero respaldo, abandona sus piernas, las deja descansar. Yo recuerdo muy bien, le dirá este vigilante al inspector Gállego, el día en que Ricardo quiso hacerse una foto ante el famoso cuadro de “Las Meninas”, se empeñó y se la hice muy temprano, cuando aún no había gente, mírela, aquí está, y entregará al inspector la singular fotografía. Aparece el guía del Museo vestido de impecable azul, chaqueta cruzada y pantalón planchado, los ojos algo alucinados, parece como si fuera de boda, como si se fuera a casar, el inspector Gállego tomará entonces una lupa y se inclinará despacio sobre este testimonio. Y además de esta fotografía, preguntará el policía mirándole atentamente, qué recuerda usted más, cómo es este hombre, qué aptitudes adopta, qué piensa usted.

 

Nada se puede desvelar aún, no nos conviene. En el vaivén del tiempo de Madrid, entre el hoy, el mañana y el ayer, apenas leves ráfagas e imperceptibles pistas quedan volatilizadas en el aire. Se acerca ahora la una y cuarto del mediodía, agujas de relojes avanzan, y en la sala donde está paseando Juan Luna Cortes vigilando los cuadros, se encierran esos colores de Velázquez que envuelven las pesadillas del guía. Siempre veo, doctor, le dirá Ricardo Almeida al médico esta tarde, esa sala poblada y llena, y tan familiar como si allí  hubiera yo nacido y tal como si viviera en ella, allí estoy siempre, en sueños y en vigilias, y no en la plaza de Olavide, no en una pensión, Pero qué ve exactamente, le preguntará Martinez Valdés, haga un esfuerzo por explicármelo. Veo, por ejemplo, es decir, se me aparece en sueños, el soberbio retrato de don Diego del Corral y Arellano, oidor que fue del Consejo de Castilla, catedrático de la universidad de Salamanca y visitador del aposento del rey, responderá Ricardo Almeida al psiquiatra, y el doctor Valdés le dejará hablar, no es muy aficionado a la pintura, no es asiduo visitante del Prado, pero tal como cuenta las cosas este enfermo parece como si las viviera, los colores le absorben, color e información, color, trazos y estudios. Pues sepa usted, doctor, le añadirá Ricardo, que desde hace años hube de leer y releer las vidas de cuantos personajes hay en esa sala y también en otras del Museo, y este don Diego del Corral y Arellano, figura egregia y de admirable estampa, retrato que clava su mirar en mi y en los demás , mirar grave y de reposado juicio, hombre de leyes, hombre de aplomo y de firmeza, cabeza suya aquella que sale de su golilla blanca con la que cubre la amplia toga negra con su cruz  de Santiago asomando por ella, la masa oscura de su retrato en pie, su calzado negro, el sombrero a la moda de Felipe ll apenas esbozado en el fondo del lienzo, ese Don Diego, doctor, así lo expliqué siempre a los turistas, y si Dios quiere, seguiré explicándolo, nació en Santo Domingo de Silos hacia 1570 y estudió en Salamanca, llegó a ser canciller de Aragón y se casó con doña Antonia de Ipeñarrieta, que el cuadro estuvo en el Palacio que los Corral tenían en Zarauz, en Guipúzcoa, según dice el inventario de don Cristóbal del Corral e Ipeñarrieta, y el lienzo quedó en poder de sus descendientes, los llamados marqueses de Narros, hasta que a mediados del siglo XlX lo trajeron a Madrid y sería un pariente de ellos, la duquesa de  Villahermosa, quien lo legó al Museo del Prado al acontecer su muerte.”

José Julio Perlado — (“Ciudad en el espejo”)

(Continuará)

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(Imagen- Twombly)