LAS “VIÑETAS” DE KATHERINE MANSFIELD

Esta tarde me rebosan las ideas. Es preciso a toda costa que germinen — decía Katherine Mansfield -. Yo quisiera escribir algo bello, algo moderno y lleno de luz … Ha llegado el silencio, la paz y el esplendor. Muy   lejos oigo los carpinteros que trabajan en una casa próxima, y los tranvías me enervan. Que sea esto un poema…””No  puedo escribir nada; tengo muchas ideas, pero no encuentro tema. Quisiera escribir algo que fuese a la vez misterioso, bello y original. “

Todo lo que escribía — recuerda André Maurois —  tomaba la forma de cuentos breves, lo que ella llamaba “viñetas”. Su padre le proporcionó el placer de verse impresa por vez primera en una revista de Melbourne. Cuando el director de la revista le pidió su biografía, ella contestó: “Me pide usted algunos detalles sobre mi vida… Soy pobre, oscura, tengo 18 años y un apetito voraz por todas las cosas, y principios tan endebles como mi prosa”. Para sí misma confesaba: “Aún cuando estoy sola en mi cuarto, muchos me irritan; pasan por delante de mi puerta, llamándose unos a otros, discutiendo sobre el pedido del panadero o la ropa sucia; siento en lo más vivo que arruinan mi vida; ¡es tan humillante!”. “No deseo escribir esta mañana… solo deseo entregarme a la lectura de María Bashkirtseff. Pero si penetran en mi cuarto y me encuentran leyendo un libro, sus miradas trágicas y compasivas me desasosiegan por completo.”

Sostenida por la firme voluntad de llegar a ser una artista, Katherine Mansfield adquirió una fuerza interna tal, que le permitió conservar su equilibrio, y una tal fuerza de persuasión, que le permitió convencer a su padre de que le otorgase una pensión anual. En julio de1908 obtuvo el permiso de partir para Londres, del que nunca volvió. El mayor acontecimiento de su vida  fue la muerte de su hermano. Ella abandonó el mundo real y se refugió en la recreación de aquel pequeño mundo de su pasado, que en recuerdo,  mezclado a la imagen de su hermano, se convirtió en un mundo mágico. “Me parece — escribió—que yo sabía desde hacía mucho tiempo que la vida había concluído para mí, pero nunca hasta entonces lo había comprendido tan claramente, o nunca quise reconocerlo antes de la muerte de mi hermano… Yo estoy tan muerta como él; el  presente y el futuro nada significan para mí; no siento ninguna curiosidad por conocer nuevas personas; no siento el deseo de ir a parte alguna;  el único valor que las cosas pueden tener para mí es el de hacerme recordar lo que acaeció mientras él vivía. Oigo su voz entre los árboles y las flores, en  los perfumes, la luz y la sombra. ¿Acaso  han existido otros seres que aquellos que yo conocí allá,  en mi país, en los dichosos días de mi infancia? 

Siento deseos de escribir poesía…Sí, yo quisiera escribir sobre mi país hasta agotar todo lo que sé de él… porque no es solamente una deuda que necesito pagarle a mi patria, en la que hemos nacido mi hermano y yo, sino también porque con mi imaginación recorro con él de esta forma todos los antiguos lugares… El almendro, los pájaros del bosque en donde tú estabas, las flores que ya no volverás a ver…,la ventana abierta…” 

 José Julio Perlado

imágenes—1- jot/ Dies/ 2 y 3- wikipedia

FILMAR UNA FAMILIA (3) : EL TÍO ADOLFO

Hoy me paseo esperando y pensando en los actores. Hace buen día y he quedado con el tío Adolfo para intentar probarle como actor, y sé que él está emocionado tan sólo por poder participar en la película. El tío Adolfo sabe contar  historias. A mí y  a todos los demás  suele contarnos, por ejemplo, que él desciende del dueño del caballo blanco con el que Felipe ll en 1560 quiso honrar a doña Isabel de Valois, la que sería pronto su mujer, en su entrada en Toledo. Era un caballo guarnicionado, nos dice siempre el tío Adolfo,  de terciopelo morado, y con oro y perlas, frenos y estribos de plata, riendas de oro y arzones esculpidos en plata. No se ahorra nada en la descripción de detalles. Yo no dudo de que fuera de ese modo el caballo  porque yo no estaba allí, pero el tío Adolfo todos sabemos que tiene gran imaginación.  Si pudiera dibujaría permanentemente ese caballo blanco que tanto  le obsesiona.  De hecho, muchos años, en Navidad,cuando en familia estamos reunidos y tras los brindis nos encontramos algo más exultantes, el tío Adolfo nos entrega a cada uno un elegante tarjetón color crema, fechado y firmado por él como recuerdo, con el dibujo de la figura de ese caballo blanco de Isabel de Valois. Mi tío dibuja muy bien ese caballo, lo ha hecho siempre. Lo ha perfeccionado. Cada año le da un toque distinto a las riendas y a los arzones, o les pone más oro o les quita perlas a los estribos, depende del humor en que esté. Yo tengo en mi armario desde hace años, metidos en carpetas, los sucesivos caballos blancos que,según mi tío Adolfo,montó  aquel día la reina.  No me sirven de mucho pero son un ejemplo de su imaginación desbordante. Lo que más posee, y no puede dominar sino que es ella la que le domina a él, es su imaginación, y eso, como director de cine, a mí me interesa, quisiera aprovecharlo. Pero a la vez lo temo.  Porque en el momento en que le digo que quiero hacer una película de familia, me empieza a hablar impetuosamente de “El Gatopardo” y del palacio de Donnafugata, como si él estuviera allí, como si estuviera hablando con Angelica o con Tancredi y entonces tengo que pararle para decirle que no, que no es eso,  porque me está dibujando enseguida, en el primer papel que encuentra, el esplendor del palacio y hasta algún mueble de la casa, y naturalmente a toda la familia Salina, que se la conoce de memoria, y me dice inmediatamente que él estuvo un día de verano en Sicilia y que  conoció personalmente en el banco de un parque al propio Giuseppe Tomasi de Lampedusa, que le pareció un hombre solitario y enfermo, a quien no acababan de publicar su novela,  y yo le digo que tampoco es eso, que no se trata de eso, que no quiero meter en mi película  ni a Lampedusa, ni tampoco a la aristocracia. Nada de nada de lo que me cuenta. Yo le escucho siempre con gran respeto, porque me parece un hombre digno, y además es un familiar, y puede que sea verdad lo que me dice, pero ahora intento hablarle directamente de lo que quiero: quiero  simplemente probarle como actor. “Pues yo he conocido a muchos y grandes actores”, me interrumpe enseguida, y se lanza a hablar impetuosamente de los actores que ha conocido, muchos de los cuales, me dice, poseían una enorme vanidad. “Al lado de mi casa, por ejemplo, me comenta,  vivía un gran actor que cuando por las noches volvía del teatro, de hacer un Shakespeare o un Beckett, aún llevaba encima la máscara del genio y no miraba los semáforos, los despreciaba, era un hombre pequeño, nervioso, vocacional, todo ojos y concentración, hasta que un día, en una de aquellas vueltas, cuando iba ensimismado, lo mató un coche. “.

Contándome todo esto, mi tío Adolfo me mira desde su elegancia distinguida, diría que exquisita, casi sin moverse, observándome irónico desde  su monóculo azul. Él es un hombre alto, enjuto, que viste siempre de azul, corbata azul, traje azul. “Entonces, me pregunta  serio e intrigado, ¿ y yo qué tengo que hacer?”. “Nada, le digo, tú no tienes que hacer nada, tú haces de Adolfo, que ya es bastante, haces de lo que eres tú, simplemente de Adolfo.” Se desconcierta y le parece algo decepcionante y extraño. “ ¿Pero entonces no puedo cambiar papeles como hace Vittorio De Sica?”. Es un apasionado de Vittorio De Sica. “No, tu no eres Vittorio De Sica, no tienes por qué. Tú simplemente eres  tú. Con eso me conformo y me basta.” Entonces aprovecha ese pequeño resquicio de la conversación y me cuenta, de nuevo impetuoso, como hace siempre, cómo conoció a Vittorio De Sica en un viaje de dos semanas que hizo hace años a Roma y allí lo conoció, en Via Veneto, bajo las luces, los toldos y los “paparazzi. “Vittorio De Sica, me dice, estaba sentado en una de las terrazas junto a Claudia Cardinale, que es una chica que no me gustó nunca, con toda la belleza que dicen que tenía. A mí la Cardinale, con su voz ronca y su figura siempre tan arreglada, nunca me gustó. A mí, en cambio, me gustó Sylva Koscina, que luego la gente habló poco de ella, pero Sylva Koscina era una belleza, la auténtica belleza italiana.” Procuro cortarle en cuanto me deja y en cuanto puedo  y le insisto: “ pero tú solamente haz de Adolfo, ¿comprendes? No te tienes que preocupar por nada.  No tienes que hacer nada más.” “Pero entonces, me razona él, tendré que quedarme unos meses más en tu casa, porque si lo que quieres es filmarme, pues tengo que quedarme.” Entonces pienso en Sofía, en Paula, en Irene, en los armarios. “Sí, naturalmente”, le digo, “pero si es que esta es tu casa, Adolfo, ya lo sabes, no sé por qué me lo preguntas. Habla con tu hermana y lo arregláis entre los dos.” “¿Y el coche? ¿Qué hago con el coche?” “¿Qué coche?“ “He venido con el descapotable”, me dice. “¿Dónde meto tantos meses el descapotable? Porque, ¿ cuánto va a durar la película?” “Yo no sé lo que puede durar el rodaje. Un mes, quizá dos meses.., no lo sé.” La verdad es que es algo complicado dirigir a familiares que no son actores, y en esos momentos siempre me acuerdo de Pasolini cuando rodaba su “Evangelio” y escogía a amigos para que interpretaran. “No interpretes — les decía— .Sé tú mismo. Eso es lo único que me importa. “ . Eran escritores, críticos de cine, intelectuales, por ejemplo Natalia Ginzburg que hizo allí el papel de María de Betania, o gente de los suburbios. “Tú tienes que ser lo que eres habitualmente”, les repetía como yo hago con Adolfo, confraternizaba con ellos, les miraba a los ojos. Sobre todo les daba libertad. Yo le doy una libertad total a mi tío Adolfo, pero le veo un poco nervioso porque él no sabe, y así me lo ha confesado, en qué momentos le estoy filmando y en qué momentos no. Como suelo llevar mi cámara conmigo, pues me mira a hurtadillas en el desayuno, mientras me unto la mantequilla en el pan, y de reojo mira a ver si la cámara la he dejado reposando encima del aparador. Si está encima del aparador, respira tranquilo. Y entonces desayuna despacio, procurando no mancharse la corbata azul, porque va ya impecablemente vestido desde que sale de la ducha, una camisa blanca de dibujos con modernos gemelos, una chaqueta corta muy elegante para estar por casa que él abrocha con un cordón de terciopelo azul y una corbata también azul. Un dandy. Debe gastarse un dineral en colonias porque como es soltero y rico y puede hacerlo, pues huele siempre a colonia fresca, y hasta a juventud, y a mi madre eso le encanta. “Entonces”, me dice al acabar el desayuno, “si no me necesitas para nada, me acerco a la Bolsa”. “¿Vas mucho a la Bolsa?, le pregunto. “Casi todos los días””¿Y tienes beneficios? ¿te compensa?” “ No, si yo a la Bolsa no voy a jugar. Voy a ver a mis amigos. Tienen muchos problemas.” Me empieza a hablar de sus amigos y de sus problemas y pasamos al salón. Entonces le pido suavemente:  “Siéntate Adolfo”. “¿Me vas a filmar?, me pregunta inquieto, “¿me cambio de ropa?”” No, no te cambies de nada. Cuéntame lo de tus amigos y sus problemas que me interesa, ¿qué hacéis allí, qué problemas tienen? Tú sé tu mismo y olvídate de mí”. Le cuesta olvidarse de mí, naturalmente. Cuando tomo la cámara y me siento en un ángulo del salón y tranquilamente le voy filmando con toda naturalidad, aún está inquieto algunos momentos, pero luego se suelta como siempre. Se lanza muy seguro, como si lo viviera. Tiene ahora un amigo reciente, me dice, que se llama Sebastián Roig y que es aficionado al arte, pero que tiene muchos problemas. Va detrás de comprar un paisaje de Corot, concretamente el “Paisaje del Morvan”, que le gusta, y para el que tiene un dinero reservado. Es un óleo sobre lienzo de 1842 que cree que está en el inventario del Louvre, pero no está seguro. Él sabe que estuvo en la subasta Cognacq, de 1952, porque sigue todo el mundo de las subastas y se sabe de memoria los precios y las ofertas. Y yo le hablé, me dice Adolfo, de que podía ocuparme de hacerle una gestión escribiendo a la Fundación Cognacq o al museo del Louvre para averiguar todo eso, y escribí a un amigo mío del Louvre que tengo allí, en los talleres de restauración, por si podía investigar algo, pero no me contestó. En cambio, en la Fundación Cognacq sí me dijeron que allí tenían seis Corot, cuatro Sisley, dos Manet y un pastel de Degas, además de muchas otras cosas. Nos hicimos muy amigos Sebastián y yo cuando le conté que mi abuelo Adelardo, ¿ tú te acuerdas del abuelo Adelardo?, me dice, estuvo precisamente en París, en mayo de 1952, en aquella subasta Cognacq, a la muerte de Gabriel de Cognacq, y donde se expusieron telas importantes, pero también esculturas de Rodin y de Maillol  y de otros. Fue muy importante aquella subasta Cognacq, no tan famosa como  la de Kahnweiller en 1921, pero parecida. Gabriel Cognac se había hecho un nombre en los almacenes de “La Samaritana” en París y tras mil peripecias políticas murió y sus descendientes tuvieron que ir a la subasta. Yo le digo a Sebastián que mi abuelo Adelardo aún se acordaba de aquella subasta porque allí unas “Manzanas” de Cézanne se adquirieron por 33 millones de francos, una cantidad que entonces pareció astronómica. Habla y habla Adolfo y la verdad es que da gusto oírle porque lo hace con una pasión y una seguridad total, como si le fuera la vida.


“¿Te aburro?, se interrumpe y me dice de repente, ¿te interesa?” “ Naturalmente que me interesa, Adolfo, tú sígueme contando”. “¿Pero me estás filmando?”, me pregunta aún con un poco de prevención. “Esto son pruebas, le digo para tranquilizarle, en el cine hay que rodar muchos metros para luego elegir. Tú sígueme contando lo de tus amigos y lo que hacéis en la Bolsa”. Y entonces me habla de los problemas que tiene otro amigo suyo, Antonio Cruz, al que intenta ayudar. Me cuenta que su amigo es un apasionado de la ilustración en todo tipo de cosas, pero sobre todo en los libros, y a la vez un apasionado del campo. Son los dos amores que tiene. Está buscando una edición que sea rara de dibujos del campo, especialmente del campo de Castilla, porque le apasiona Castilla, un libro en donde estén bien dibujados los páramos, veredas, ribazos y los pueblos en la lejanía, y tantas cosas más, no la fotografía, la fotografía a Antonio no le interesa tanto, me dice, le interesa el dibujo, el grabado, la ilustración  de Castilla, y si además está bien escrito el libro, pues mejor que mejor. Y yo entonces me ofrecí a Antonio, me sigue diciendo Adolfo, porque me acordé enseguida de uno de los sobrinos del gran grabador e ilustrador catalán, Jaume Pla, porque había coincidido con él casualmente en las reuniones de la comunidad de mi casa porque el vivía en mi misma casa, y un día, charlando, me había contado una curiosa anécdota que tenía de su antepasado: pues parece ser que Jaume Pla, hacía muchos años, debió ser esto  al final de los cincuenta, había terminado unos diecisiete grabados al buril de paisajes castellanos y estaba buscando un escritor que con su texto acompañase a los grabados, es decir, lo contrario a lo que ocurre habitualmente, que el escritor escribe y busca un ilustrador, pues aquí no, aquí era lo opuesto, el ilustrador buscaba a un escritor. Y Jaume Pla se decidió a visitar al escritor Miguel Delibes en Valladolid para enseñarle los dibujos. Tardó bastante en convencer a Delibes, pero su criterio exigente le seguía diciendo  que un libro era la suma del valor literario del texto, su perfección tipográfica y el acierto ilustrador, y le insistió tanto a Delibes  que lo convenció. Me contaba este sobrino de Pla que Delibes decía luego que los grabados sobre Castilla habían sido muy  persuasivos y convincentes, y que no fue Pla quien ilustró sus textos, sino sus textos los que ilustraron los grabados de Pla. En resumen, diecisiete dibujos admirables de aquellas largas extensiones castellanas que a Antonio tanto le gustaban, y además el libro de Delibes, que era “Castilla” en su primera edición de 1960, y que aún ahora estoy buscando.”¿Te aburro?, me dice de pronto Adolfo, ¿de verdad te interesa?”. Es Adolfo en estado puro, un hombre elegante, incansable, que habla como una catarata, gran amigo de sus amigos, que se mete por mil vericuetos sin ser llamado, que inventa y cuenta, unas cosas son verdad y otras no, pero él no lo sabe, va hasta el final, entusiasta, yo creo que se entusiasma con cualquier cosa e intenta, si le dejan, entusiasmar a los demás,  se lanza a contar, a resolver, desde que se jubiló de notario, pues era uno de los notarios más valorados de Madrid, no le gusta nada estar en casa, va a tertulias, a la Bolsa, a museos, a la hípica, se sienta en alguna de las terrazas, se pone cómodo, escucha, interviene, aprende, interroga, todo le parece interesante. “Si te parece, me dice de repente levantándose ahora del sillón del salón, me voy a la Bolsa. No sé si me has filmado o no, eso ya no lo sé, ni si te ha servido algo de lo que te he contado, pero con tu permiso, voy a cambiarme y me voy a la Bolsa, que he quedado con mis amigos.”

José Julio Perlado

(del libro “Carnet de un director de cine” )

relato inédito

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EVA Y LA SOLEDAD

Entonces Eva entró mientras yo estaba trabajando y se sentó en una silla de mi despacho con ánimo de contarme algo. Venía con una de esas historias de sus amigas tan importantes para ella y por las que necesitaba desahogarse. Y yo dejé todo, me incliné un poco en mi sillón  de orejeras, y presté atención. Se trataba de Inés, que cruzaba medio sonámbula la calle con riesgo de que la pillara un coche, la cabeza abarrotada de pastillas anti depresivas. para superar el tema de su marido. Pero Eva no lo contaba así ; tiempo después pude recuperar su voz: “¿Inés?, no te imaginas cómo estaba hoy, iba con el carrito de la compra como si lo arrastrara, no miraba los semáforos, yo la llevé casi de la mano de una acera a otra, porque un día, le dije, te mata un coche, tienes que reaccionar, hay gente en la vida mucho peor que tú, no puedes ir como una borracha de pastillas, pero ella no me escuchaba, seguía y seguía hablando del infierno que vive con  su marido.“Ahora tengo dos enfermeros, me decía, pero aún así no aguanto más,  un día se me escapa de casa, mi hijo mayor no me apoya, se ha puesto de parte de su padre. “ Yo creo, ¿ sabes  que pasa?, me decía Eva, que ella siempre se ha ocupado de sus nietos, ellos han sido su salvación, años y años trayendo y llevando a sus nietos al colegio, pero eso ya se acabó, los nietos han crecido como todos los nietos del mundo, no quieren saber nada de su abuela, son mayores, vienen los domingos a darle un beso y a pedirle dinero, y eso se acabó, todo ese tiempo en que ella se refugiaba en sus nietos ya no existe”. “Tengo que ir al psiquiatra,me decía Inés esta mañana, y yo le he dicho, No, Inés, tú no tienes que ir al psiquiatra, lo que te tienes que ir pensando es cómo internar a tu marido en una residencia, hay residencias buenas por aquí, algunas son un poco caras, pero encontrarás una cercana y barata, allí tienes que meter a tu marido, pero no por egoísmo sino por él, por él y por ti, tienes que quitarte de las pastillas… “ Y la voz de Eva proseguía en una historia que yo ya conocía porque la había oído muchas veces y entonces puse menos atención y ladeé un poco la cabeza en una de las orejeras del sillón, y pensé que si algún día me quedo  solo en este piso  me arrepentiré de no haber escuchado bien, porque ¿a quién le va a contar todo esto Eva si no a mí? , y ahora, cuando abro las puertas de las habitaciones vacías, y veo lo larga que se hace la tarde en este piso sin nadie, y veo el sillón de orejeras, pienso en aquellos momentos desperdiciados, en la voz de Eva contándome las mismas historias de siempre, la voz , la voz de Eva, la voz…, y doy una vuelta  más por el pasillo interminable y apago la luz. 

José Julio Perlado

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HABITACIONES DEL SUEÑO

“Abrió la puerta del sueño y ya se fue encontrando con las aves, las plumas, los erizos, los olores, los pozos, el hablar de las mariposas mezclado con elefantes pesados, las violetas de lava, los mil pies distintos, hormigas, volcanes de nubes, himalayas de libros, el vuelo de pájaros exóticos, aquello que su ojo no veía nunca por las mañanas ni su oído oía por las tardes, y nadie podía imaginar que ahora, en plena noche, recorriendo el pasillo, tuviera que ir pisando bosques de agua y conversaciones revividas y perdidas, los viajes con familia bajo las estrellas, ciudades huyendo de las ventanillas, campanarios abandonados, y de repente, pensando en todo esto, tropezó sin querer con un mueble que se había atravesado en el sueño, un mueble de caoba, una pequeña consola francesa sostenida por cuatro patas de bronce decoradas con sarmientos y máscaras de faunos, y allí vio apoyada la blanca mano de Angélica y a su lado la mano de Tancredi antes de que iniciaran el vals en el salón de Donnafugata, vals y vaivén de la falda abombada de ella bajo las lámparas, y tuvo entonces que apartarse para dejar pasar aquel vuelo alegre bajo el techo de rosetones, y se sentó para verlos bailar desde la esquina de un sofá y allí estuvo largo rato mirando y contemplando los giros de la música y los dedos de la mano de Tancredi tocando el aire y el campo de florecillas de la falda de ella que se desparramaban por los muebles. Hasta que decidió levantarse y pasar a la siguiente habitación de la que tanto le habían hablado porque decían que era una habitación vacía con sólo un abanico en el suelo, y efectivamente así era, nada más abrir la puerta, allí se encontró el abanico medio caído hacia un lado, aquel abanico que había sido de su madre cuando ella conoció a su padre muy joven en el teatro de palcos dorados y donde había dejado caer a propósito el abanico de tela blanca para que su padre lo recogiese y la conociese, y enseguida vio el cuerpo de su madre tendido en el suelo, no lejos del abanico, su madre con los ojos cerrados, vestida con un elegante chal azul de noche, el corazón rojo y desnudo palpitando encima del chal, el cuello de su madre adornado de perlas, el cabello rubio recién peinado, los labios rosados, los brazos desvaídos, uno de los brazos intentaba llegar al abanico pero no podía, la enfermedad le impedía recoger aquel recuerdo, y entonces vio que el abanico se erguía y se abría y se iba acercando a ella, y la tela del abanico de repente se desplegó y el abanico comenzó su vaivén en las mejillas de su madre para reanimarla sin conseguirlo. Aunque en la tercera habitación, sin embargo, nada más abrir la puerta, lo que le deslumbró fue la luz. Una luz blanca que venía de las ventanas de las casas, casas blancas, piedras y matorrales blancos, una arenilla blanca que sus zapatillas iban pisando, arenilla de luz, de serenidad y de alegría, las suelas blancas de sus zapatillas se curvaban a cada descubrimiento y lo que descubría era la cinta de la luz, la cinta de la vida.”

José Julio Perlado

(relato inédito)

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(Imagen- Turner- 1843)