
En el momento de proyectarse de nuevo, la pupila que cae sobre el espacio —sobre nuestros vecinos, nuestros contemporáneos, nuestros prójimos y próximos en el espacio cercano — no puede adormecerse sobre las personas vivas — no soñadas ni recortadas — en el tiempo.
Aquella frase que oí directamente en el Boulevard Raspail de París en el tan comentado mayo del 68 — “ que paren el mundo que me quiero bajar” —era un resoplido de hastío y de abandono en una boca juvenil. El mundo ha de continuar (y queramos o no continúa), y la valentía es proseguir en el mundo —hacerse mundo— y mejorarlo a cada vuelta. Las vueltas las da el mundo y yo con él, o quizás al revés, cuanto mejor dé yo la vuelta mejorando mi giro personal, y en apariencia tan insignificante, más se enriquecerá la vuelta del mundo en el girar de la historia.
Para eso está la atención, la comprensión, la compasión, el aprender a ver al otro lado y dentro de los demás, el aprender a ver dentro de uno mismo. Para eso está el asombro. El asombro es poner de rodillas a la inteligencia ante la naturaleza. La poetisa polaca Szymborska, premio Nobel en 1996, exclamaba: “Las nubes son una cosa tan maravillosa, un fenómeno tan magnífico, que se debería escribir sobre ellas. Es un eterno “ happening” sobre el cielo, un espectáculo absoluto: algo que es inagotable en formas, ideas; un descubrimiento conmovedor de la naturaleza. Intente imaginarse el mundo sin nubes.”
Entre nosotros, Claudio Rodríguez ha cantado excepcionalmente a la mirada absoluta en “Alianza y condena”:
“Porque no poseemos,
vemos. La combustión del ojo en esta
hora del día, cuando la luz cruel
de tan veraz, daña
la mirada, ya no me trae aquella sencillez. Ya no sé qué es lo que muere,
qué lo que resucita. Pero miro,
cojo fervor, y la mirada se hace
beso, ya no sé si de
amor o traicionero.”
José Julio Perlado

imágenes 1-wikipedia/2- Harold Feinstein)



