
Se había ido ya por entonces, creo, casi todo el mundo de nuestro lado, o al menos, según comprobé, habían desaparecido muchos turistas y visitantes del museo, y aquel patio o claustro abierto en columnas se había quedado ya prácticamente desierto y entonces echamos a andar poco a poco los dos, aquel alemán casi insignificante en apariencia, Bruno Schill, y yo, los dos caminando despacio y deteniéndonos de trecho en trecho para hablar. Esencialmente, sin embargo, era Schill quien hablaba. Me intrigaba mucho las cosas que decía. Sobre todo cuando me comentó algo que era muy obvio para mí pero a la vez muy inesperado de escuchar, que el bufón Gonella y otros retratos del museo, y de muchos otros museos del mundo, tenían naturalmente un color intenso, como lo tienen todas las pinturas, pero, como era lógico también, carecían de olor, y eso le dio pie para empezar a hablarme del olor humano, del olor de los cuerpos, de la higiene a lo largo de los siglos, y de cómo los pintores se habían concentrado natural y únicamente en lo único que sabían hacer, que era representar los rostros y ropajes de sus personajes históricos, ya que la pintura no podía hacer otra cosa más que aquello, pero el ser humano, añadió Schill, era mucho más complejo y completo. Las pasiones, por ejemplo, agregó, influyen en los olores del cuerpo humano, y la tristeza, la cólera, el terror y el enfado son responsables del cambio de los olores que transmitimos. La tristeza profunda, por ejemplo, añadió, hace perder nuestro olor saludable, los coléricos y aterrorizados pueden producir fetidez y los enfadados un hedor característico que a veces no se percibe en la superficie pero que siempre es un olor real.

De vez en cuando el pequeño alemán se paraba de repente en el claustro, dejaba de hablarme, y tal como estaba, de pie y con los ojos semicerrados, aspiraba los aromas que le iban llegando, según decía, del cercano Botánico. En muchas ocasiones eran aromas de rosas, según me comentó. ”¿Huele usted las rosas?”, me decía, ”vienen hasta aquí, hasta donde nosotros estamos, y vienen desde todos los puntos del Jardín. Hay que prestarles mucha atención.” Entonces empezaba a hablar con toda naturalidad y como si la tuviera delante y muy cerca de él, de la rosa ”hansa”, por ejemplo, de sus flores grandes y dobles pétalos ondulados, con su color violeta rojizo con reflejos malvas ( así él la dibujaba), pero sobre todo de su intenso perfume con una pizca de clavo de olor. Hablando de rosas, quiso preguntarme si sabía que el flamenco Jan Brueghel el Viejo había pintado para su cuadro ”El olfato” ocho variedades distintas de rosas. y que él, como tantos otros visitantes curiosos del Prado, había contemplado una vez aquel cuadro con motivo de una exposición inusual que se había celebrado en Madrid, y allí había aplicado su nariz al lienzo en el rincón en que figuraban las rosas para intentar olerlas. “Pero no las olí — dijo—-.Cerré los ojos, me concentré, pero no las olí”, me repitió. Tampoco, según me dijo, pudo oler el jazmín, que figuraba también en aquel cuadro, y cuya fragancia, según le contaron, era intensa y delicada, con facetas verdes y cremosas y una ligera nota animal. Pero todo aquello, dijo Schill, eran fragancias en cierto modo artificiales que habían intentado aplicar sobre el lienzo empresas perfumistas que deseaban estar presentes de algún modo en el cuadro de Brueghel o que al menos procuraban completar su pintura aunque no lo conseguían. Porque la nariz es muy sabia, agregó el alemán. El olfato es el sentido del recuerdo. Afecta a la memoria y a la emoción. Yo he sido un gran andarín. Desde que me jubilé me he recorrido, junto a Ingrid, mi mujer, media España, desde Asturias y Cantabria hasta el Sur, hasta las serranías de Córdoba. Muchos tendrán una experiencia visual de este país, yo tengo una experiencia olfativa.
José Julio Perlado
(del libro ”La mirada”) ( relato inédito)
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(Imágenes— el Botánico de Madrid)