VOLANDO CON GOYA SOBRE MADRID

 

 

“… Pasaron limpiadoras sin hacer caso ni a perros ni a caballos, y el pasillo del eco volvió a llamarme desde lo más hondo de sí mismo y yo avancé por el gran corredor, y fue el color y la luz lo que me atrajo, pasé ante el sereno Cristo de Velázquez, oí las ruecas en giro que hilanderas movían, apuntaron al cielo lanzas, y se nubló el mirar de los borrachos, yo iba solo, pasillo adelante, creía que el suelo era firme y sólido, cuando de pronto todo empezó a temblar, lo oye usted, ya no es únicamente la habitación de mi pensión, es la escalera del Museo del Prado, son las estancias, las  galerías, los ascensores, soy yo, precipitado de escalón en escalón, es el Sordo de nuevo, el genial Sordo aragonés escondido en un viento negro de pinturas el que me levanta de modo impetuoso y abrupto y soy arrastrado y elevado en el aire, miré  a Goya y vi que yo y el Prado éramos uno volando, se habían desenterrado los cimientos del Museo, las cornisas, las ventanas, los pórticos, los vestíbulos, las piezas de las claraboyas y las cúpulas se habían recogido en sí mismas y sin desintegrarse, ni perder un cristal ni una piedra, y formando un todo conmigo mismo, comenzaron y comenzamos a girar sobre el Paseo del Prado y un vendaval fuerte e interno nos desplazó primero hacia el Jardín Botánico, y luego retrocedimos a los Jerónimos, y desde lo alto vi el techo de las naves de la iglesia, y luego nos empujaron hacia la Bolsa en su remolino, y eran entonces las ocho de la tarde y muchos madrileños y turistas nos señalaban perplejos desde abajo, desde las aceras, vio usted alguna vez al Prado volando, yo jamás lo había visto, yo iba rozando árboles, Goya

 

me echó encima un manto gris y de un verde oscuro, o mejor, abrazó todo el Museo en levitación con una capa de tinieblas enormes, pliegues de tempestad y de velocidad, y tomamos impulso, y era milagroso ver los cuadros de todas las salas colgados y sin dañarse, viajando, y Goya levantó el brazo como hace en Asmodea o el Destino, y el destino nos llevó encima de Madrid, y no fue el diablo cojuelo que yo había leído en la Biblioteca Nacional, no, no fue aquel diablo de Vélez de Guevara el que nos empujaba, porque ni un techo, ni una casa, ni un tejado se abrió a nuestro paso, El Prado seguía volando lento sobre Madrid y lo hacía intacto y vacío de gentes y Goya y yo solos dentro del Museo sentimos que el espacio de todos los pinceles se reunía como un círculo mágico, y volúmenes y rostros de hombres y mujeres quedaban en las embobadas calles mirándonos volar, y algunos espantados, y otros boquiabiertos, y los más muy escépticos, y miramos la ciudad de Madrid en el espejo del tiempo, y desde el monumento alado estuve viendo las altas terrazas de la margen izquierda del Manzanares, y los fosos antiguos ya hoy tapados, y desde el norte, desde encinas y jaras, pasé y pasamos el Museo y yo sobre ocultos barrancos que ahora cubrían calles como la de Leganitos o la llamada de Segovia, y Madrid debajo de nosotros iba desperazándose hacia el Este, y el Museo cubrió con su sombra aquel estirarse de Madrid desde el lugar donde estuvo el antiguo Alcázar hacia los arrabales, y yo no tuve que asomarme a

 

ventana alguna porque el suelo del Prado era tan transparente que vi como a través de una pantalla aquellos arrabales de San Ginés y de San Martín, de Santo Domingo y de Santa Cruz, y nos miraban algunos en las esquinas admirados del modo en que viajábamos, pero el Museo y yo, es decir, el arte sobre Madrid, la realidad y la ficción exaltada y creadora, pasó por lo que había sido la Puerta de Guadalajara, y cruzó luego la Puerta del Sol, y contemplé yo entonces las torres mudéjares de San Pedro y de San Nicolás y el arco gótico de la torre de Luján, y a esa hora, serían ya las ocho y cuarto, aquella mole tan liviana del  Museo en la que yo viajaba dio una vuelta por la Plaza Mayor y desplazándose en giros circulares voló muy suave por encima de la Puerta de Toledo, y luego tornó a Embajadores, y después a Atocha, y luego a la glorieta de Bilbao, y a Colón, Cibeles y el Retiro, y miré a Goya que me seguía señalando un rumbo que yo no llegaba a comprender, y estuvo el Prado de pronto otra vez por las plazas de Tirso de Molina y de Santa Ana, y entró por Conde Duque, vi derribados muros y cercas, y entramos en el barrio de Salamanca, y la

 

 

sombra del Museo cubrió también y a la vez Cuatro Caminos, y ya adquirimos algo más de altura y Madrid se fue empequeñeciendo, y un polen blanco, un púrpura de mayo cayendo en motas, no me dejaba ver a lo lejos el vecino Alcalá de Henares, y Aranjuez al sur, y San Martín de Valdeiglesias tendido en el oeste, y al norte Somosierra, y fue de repente, y era aún de día porque era tarde limpia de primavera, cuando de pronto allí, en lo alto, yo me sentí absorbido, no, no sé ahora explicarlo, sentí de repente que me sorbían, y vi que mi cerebro se alargaba, quedó desnudo, y el dios del tiempo me apretó la cintura del cerebro con sus dos manos y abrió  la enorme boca el tremendo gigante Saturno y dilató los ojos, y allí, sobre Madrid y en el aire y sin poder yo chillar porque era devorado, me empezaron a engullir lentamente, y comencé a sangrar por todas partes, y yo ya no tenía mente, ni ojos, ni facciones, ni cuello, y Saturno me tragaba entre sus fauces, quién era yo, me pregunté sin contestarme, por qué me devoraban, ni me oí ni me ví, sólo noté muy rápido que un ramalazo despeinado, un brochazo de Goya en gris y en negro me arrancó con violencia del rojo de la sangre, y el genial Sordo fue bajando muy lentamente el Prado, y así bajamos, así lo hice yo, y el Museo descendió muy poco a poco, el tiempo bajaba junto al arte, y yo con los artistas, aquel silencio de galerías en que me había quedado comenzó a andar, otra vez se extendió, y anduve por las salas, estaba el Prado sólido de nuevo, sólido y solitario, intacto, las luces encendidas en cada corredor, las sedas tapizadas, los lienzos contemplando cómo yo iba avanzando, y volví a oír llaves al fondo, y limpiadoras, y anduve y anduve quizá horas o quizá segundos, no lo sé, ya la negrura de las pinturas del Sordo pareció apaciguarse, y se hicieron corro sombras rodeándose a sí mismas, escuché aún toses de viejas calaveras que murmuraban algo en aquel arre, bajo mis pies, y luego un perro asomó en un rincón, perrillo pintado por Francisco de Goya, afanado por no quedar hundido ni enterrado, angustiado, asomando sólo la cabeza, escarbando su esperanza para alcanzar una luz y un liso espacio de un vacío gris amarillento.”

 

José Julio Perlado

(del libro “Ciudad en el espejo”) ( texto inédito)

TODOS  LOS DERECHOS  RESERVADOS

 

 

(Imágenes—1-Goya- Asmodea- Museo del Prado/ 2- Goya- romería de San Isidro- El Prado/ 3-Goya- Duelo a garrotazos – El Prado/ 4- Goya- escena de toros – museum syindicate/ 5-Francisco De Goya- perro semihundido – Museo del Prado)

CIUDAD EN EL ESPEJO (19)

“Después de pasar cinco años, sería hacía mil novecientos setenta y cinco o setenta y seis, el cocinero de “Nebraska” le empezó a meter a escondidas en un paquete, que  a propósito  Onofre Sebastián  llevaba, sobras de pollo desmenuzado y algo de atún fresco, pequeñas muestras con zumos, y en Navidad, el dueño de la cafetería comenzó a regalar a cada empleado antiguo una botella grande de champagne. Amparo Miranda, Araceli Frutos que vivía en los aledaños de Pozuelo, Juanita Miranda llamada “ la andaluza”, Charo Pérez González, vecina de Alcalá de Henares, una sobrina de uno de los porteros mayores del Prado a la que apodaban  Ceci y cuyo nombre era Cecilia Villegas, Eugenia Fernández,, separada de un militar y Luisa Suárez, viuda y con dos hijos, formaban un equipo conjuntado, y los lunes, a las horas en que nadie lo esperaba, las ciudades son así, siguen su vida, hay existencias múltiples y aparentemente desordenadas, las siete mujeres, con sus batas azules y unas zapatillas que ningún ruido hacían, formaban grupo compacto y uniforme y divididas en  secciones, de siete en siete, salían del sótano, donde se guarda el llamado Tesoro del Delfín, no miraban siquiera las  vasijas de piedras duras y de cristal de roca, las tenían muy vistas, el Gran Delfín Luis, hijo de Luis XlV de Francia y padre de Felipe V, había muerto en 1712, y de herencia en herencia, tal y como sucede en las familias encumbradas y aun en las pobres y míseras con esos cachivaches sin importancia que generan peleas entre hermanos y primos y cuñadas y hacen falta la firmeza y la paz de los notarios y aun la paciencia de los conciliadores, el Tesoro del Delfín, decíamos, cómo es la historia y qué sorpresas no sólo trae sino que también lleva, se quedaba a un lado mientras las mujeres pasaban, eran piezas que viajaron a La Granja en 1724 y volverían a París en 1813, cuando la invasión francesa a España, y que a punto estuvieron de quebrarse dadas las pésimas condiciones de embalaje, vasos tallados y servicios muy distintos de mesa, de aquellas mesas antiguas de los reyes en las que las discusiones y los pactos de los ojos sumisos se enarbolaban como estandartes o se vencían como banderas desgarradas.

 

Habían subido la mañana anterior al suceso las siete mujeres de uno de los sótanos del Prado dirigidas por Juanita Miranda, “la Andaluza”,  a la misma hora en que el rubio Onofre Sebastián empezó a bostezar entre las mesas de “Nebraska” y acudió con sus ojos pillos y su media sonrisa, como si se riera por dentro de la Gran Vía, a la primera mesa que quedó ocupada, Tortel, croisant, ensaimada, caracola, napolitana, tostada, repitió Onofre mirando al tendido, hacia la luz de mayo que sesgaba la calle, su cuadernillo de apuntes en la mano y el gesto entre atento y displicente, una sola mirada le bastaba para calificar al cliente. Habían subido las siete  mujeres de la limpieza al  mando y a las órdenes de “la andaluza” y el Prado se había llenado de fantasmas activos con batas azules y zapatillas silenciosas, arrastrando ruedas de máquinas modernas que aspiraban de los suelos el polvo del pisar de los turistas. Los lunes estaban dedicados especialmente al pulimento y brillo de las salas, y Juan Luna Cortés, que nunca podría adivinar el ingreso de su amigo Ricardo Almeida García  en un  sanatorio de Menéndez y Pelayo, se quedó ese martes ocho de mayo en el extremo de una de las salas y vio una vez más lo que nadie en Madrid veía. Estaba Rubens con sus carnes desnudas y desbordadas colgado cerca de Van Dyck y había quedado a un lado la escuela holandesa y aun el Goya negro, sus negras y amarillas pinturas junto a los dibujos y bocetos mientras avanzaba el coche azul de Begoña Azcárate por la calle Mayor a la altura de la calle de Luzón, todas o casi todas las ciudades de España tienen una calle Mayor que las corta y quedan truncadas igual a una herida rosada que las dividiera, y muchas calles mayores de España no son ya tan mayores, son medianas e incluso enanas, se llaman así tan sólo por hábito y costumbre, en los pueblos perdidos bajo el sol castellano y en páramos de Aragón o de Andalucía que calientan la cal de las paredes hasta dejarlas ardientemente lívidas, hay calles que se llaman mayores y en cambio son cortas y estrechas, apenas una sombra de tejas sobre  puertas dejan caer muy leve respiro en cierto atardecer. Pero este martes de mayo en la calle Mayor  madrileña a la altura de la calle de Luzón, curvada travesía que comenzaba y sigue comenzando en la llamada Mayor y termina en la que se denomina de la Cruzada, rayos en punta de singular luz traspasaron de parte a parte el tiempo y penetraron entre mapas y planos.

 

 

Atravesaba aquel coche azul de Begoña el distrito Centro de Madrid y lo hacía a finales del siglo XX, mientras las ojeras profundas de Juanita Miranda  “la andaluza” se habían hecho el lunes anterior más  cárdenas, casi cavernosas, conforme dirigía la limpieza del Prado. Pequeña e incansable, infatigable, se daba cuenta del trabajo, pensaba en Ramiro Vázquez, su marido, cazador y pescador, y no se fijaba en la hora. Aunque la hora de las doce de ese martes, como cualquier día de la semana, entró en Madrid uniendo lentamente sus agujas y lo que nadie contaría en ese mediodía de mayo cruzó por la mente de Sor Benigna y de Sor Prudencia, las dos monjas del sanatorio psiquiátrico, pero la hora también entró como suave flecha en el pensamiento de muchas gentes, mujeres y hombres, que se recogieron en sí un momento, el mediodía en Madrid a finales del XX parecía pagano y era sólo apariencia, en ese segundo en punto de las doce la Virgen de Atocha, la advocación de la Almudena y la llamada de la Paloma recibían pensamientos y sentimientos, oraciones y labios que las pronunciaban. España, a pesar de sus avatares, era país religioso y cristiano, había una lucha entonces por devastar sus costumbres de siglos y otras por renovarlas y reedificarlas , quién ganaría a quién, cuántos y cuáles emplearían ejércitos invisibles, qué sería más eficaz, el hedonismo o el cristianismo español, acaso lo moderno era olvidarse de ser hijo de Dios, es que acaso lo antiguo era enviar recuerdos a las Vírgenes madrileñas, las doce del mediodía como en cada jornada en la Villa de Madrid y en toda su historia repartía sus oraciones al cielo y las avemarías de todos los tiempos se abrieron como brotes del corazón y del cerebro, la voluntad es quien rige y vence a la pereza y domina al humano  olvido, y en medio de los automóviles y de las prisas, entre gentes y vehículos, en el fondo de oficinas y de despachos, cruzando calles y haciendo altos con el pensamiento, comenzaron a volar avemarías cuyos cuerpos se forman con palabras seculares y divinas, y las palabras fueron a cobijarse en la eternidad, pero antes rozaron en el tiempo la historia de Madrid y cruzaron en espacios lejanos y pasados la Virgen de los Remedios, la de la Soledad, aquella otra del Buen Suceso, aun cuando sobre todo Madrid guardaba quizá en lugar primero, discusiones había sobre ello, la Virgen de Atocha, algunos creían que tal nombre provenía de la hierba tocha o  atocha,  por haber gran abundancia de ella en el lugar donde se levantó la antigua ermita, campo que decía llamarse del Atochar o de los Atochares. Fueron segundos, algún minuto quizá, fulgores de tiempo clavados en relojes de muñecas que elevaron el instante de su oración apenas perceptible en tanto tráfago y murmullo. Reyes y monarcas habían venerado a vírgenes madrileñas, y desde Felipe lll y Felipe V, que este último al llegar a Madrid había hecho pública su devoción a la Virgen de Atocha, la Corte, los sábados, con todo su aparato de magnificencia y poderío, Cortes que parecen y reaparecen, y al fin desaparecen creyéndose soberbias al inicio y siendo tiernamente humildes, rezaban la salve ante la advocación  de esa  Virgen de Atocha, mientras por todo el mapa de la capital de España, quedaban nombres como el de la Virgen del Milagro, o aquella célebre y famosa de la Almudena a la que tanto se encomendó, embarazada como estaba de la infanta doña Margarita,  la primera esposa de Felipe lV, doña Isabel de Borbón, embarazada, sí, de aquella infanta que preside el centro del cuadro de Velázquez, “ las Meninas” , que se hundían y a la vez ascendían en el interior del cerebro de aquel guía del Prado, Ricardo Almeida García.”

 

José Julio Perlado.- “Ciudad en el espejo”

(Continuará)

TOOS   LOS   DERECHOS   RESERVADOS

 

(Imágenes- 1- – Rachel Davis/ 2- Nenad Bacanovic)