LA REALIDAD Y LA APARIENCIA

Leo hoy en el periódico estas declaraciones de Claude Chabrol:
«Estamos llegando ahora a tal perfección que detrás de las apariencias que nos muestra la televisión o la prensa no está la verdad, sino otras apariencias y ésas nos conducen a otras y a otras. Son algo así como las últimas novelas de Agatha Christie con sospechosos que llevaban a otros sospechosos y éstos a otros. La televisión es una apariencia detrás de otra y por eso me interesa».
Después releo el libro que tengo entre las manos:
«Un hombre aislado se crea una imagen de sí mismo, una «apariencia», mediante la cual quiere afirmarse ante la opinión de los otros; quiere proteger su «apariencia» y por tanto debe inclinarse ante la «apariencia» del otro. El hombre tiene más miedo de la cercana apariencia del humano poder de la opinión, que de la lejana e inerme luz de la verdad. Y se doblega al poder de la opinión, convirtiéndose en su aliado, en uno de sus portadores. Se hace esclavo de la apariencia. Si en algún momento ha empezado a confiar en ella, después no tendrá más remedio que seguirla paso a paso. Ya no puede romper la red de la deformación común. En sus acciones ya no se orienta según la realidad, sino según las presumibles reacciones de los otros. Se llega así a un dominio de la opinión, de lo falso. De este modo toda la vida de una sociedad, las decisiones políticas y personales, puede basarse en una dictadura de lo falso: de la forma como las cosas se representan y se refieren, en lugar de la misma realidad. Toda una sociedad puede caer así de la verdad en el engaño común, en una esclavitud de lo falso».

CUNQUEIRO, FANTASÍA Y REALIDAD

Participo ayer en Madrid en la presentación del libro de Montse Mera El periodismo de Álvaro Cunqueiro. «El envés» como columna original en la prensa española (Diputación Provincial de Lugo). Conocí a Cunqueiro en una noche de niebla en la vieja estación del Norte de Madrid – hoy desaparecida para esos menesteres- como desapareció la niebla nada más cruzarla aquella figura de espaldas con sombrero negro que no se sabe bien si iba o venía de la fantasía a la realidad, si subía o bajaba de aquel tren que venía o que iba hacia el tiempo. El tiempo también desapareció – debió ser hacia 1980 – y las cifras de aquel año se las llevó consigo el tren, empezaron a rodar y a girar en la niebla, a hacerse humo y ruido, el ruido también se desvaneció y todo quedó como suelen quedar a veces los andenes de la literatura y del periodismo: llenos de vacío.
Perdido en las brumas de una prosa lírica, para las nuevas generaciones de posibles lectores la pluma de este gallego culto e irónico, cargado a veces de ornamentos barrocos, humano, humanístico y muy terrenal podría mirarnos desde la última vuelta del camino del olvido mostrándonos sólo el bagaje de la ficción, como si Cunqueiro únicamente supiera trazar invenciones y mentirnos encantadoramente con la verdad de sus novelas. Pero Cunqueiro fue mucho más. Paralelamente a sus historias soñadas se propuso abrir los sueños de la historia cotidiana con las hojas puntuales y serviciales de un periódico. Álvaro Cunqueiro fue singular periodista. Levantaba la hoja de la realidad total y miraba lo que había debajo y al otro lado de la planta y de la palma de la noticia. Enseñaba – con la curiosidad, que es condición de todo informador auténtico – lo que nadie había visto y nadie veía y que sin el ojo de Cunqueiro acaso nadie vería nunca. Ese era el envés: una creación y un hallazgo que él inventó y que supo desarrollar como nadie en su oficio.
Se cree a veces que ser periodista es ser únicamente curioso e ingenioso, yendo y viniendo por los patinajes superficiales de las autopistas de la información, haciendo de correveidile electrónico de los dimes y diretes del mundo, hambre para hoy y hambre también para mañana porque los cementerios de las hemerotecas están sembrados de fugacidades, las historias del ayer amarillo.
El buen periodista, sin embargo, ha de empedrarse de lecturas porque sólo el conocimiento profundo afina la mirada del testigo y le hace sabio, ponderado, capar de orientar los vaivenes del público.
Eso hizo Cunqueiro.
Como si el humo y el ruido lo envolvieran, el gallego Cunqueiro se vuelve en aquel andén de niebla de 1980 para mostrarnos su faz periodística, su pluma original. Luego su espalda y su sombrero negro de nuevo tornan al tren. No se sabe si va o si viene, no se sabe si se irá o se volverá.

DOS Y DOS SON CINCO

A ese niño inclinado en su cuaderno de clase, que estruja el lápiz con los dedos, tuerce la lengua para aplicarse más y baja la cabeza hasta casi rozar el papel, nunca le salen las cuentas porque siempre bulle en su cabeza la fantasía y dos y dos le suman cinco y nunca cuatro, la fantasía se le desborda y siente por todas partes todo tipo de visiones, por ejemplo, si levanta la cabeza y mira esa mancha en la pared ve, como Leonardo, caballos en el aula, caballos voladores que cruzan el colegio, caballos que van veloces por los pasillos, que relinchan cuando pasa el director, que marchan al galope por las cocinas y que reposan al fin de nuevo en la pared.
A ese niño que se concentra en la suma de todos los días el dos más dos siempre le sale cinco porque acaba de ver esa bici apoyada en la esquina del patio y él, como Picasso, retorcería enseguida el manillar para hacer los cuernos de un toro, ese toro que embiste al más creído de la clase, lo levanta en el aire y le deja caer humillado.
A ese niño nunca le saldrá exacta la suma de la realidad. Será un inventor, un pintor, un poeta. Él no lo sabe. Se vuelve a inclinar en el cuaderno a luchar siempre con el dos pero el dos se le rebela. Aunque cuente con los dedos ve asombrado que de las uñas le está saliendo ahora un gran cinco radiante que ilumina todo el aula.