EL TIEMPO EN EL CINE

El tiempo intenta ser recogido por el cine, las películas poseen un «tempo» propio, el cine llega a ser muchas veces testimonio histórico y obra documental, otras veces consigue establecer un lugar para siempre en nuestra memoria, pero lo que sobre todas las obras cinematográficas ocurre – como sobre todas las cosas – es el paso del tiempo por encima de las cintas y de las salas, el tiempo que pasa silenciosamente en esa oscuridad desde la que miramos a la pantalla, el tiempo que va pasando mientras la pantalla nos mira.

Raymond Chandler, hablando del cine negro, afirmaba en una carta, en 1946, que «Bogart es tanto mejor que cualquier otro actor duro, que hace parecer vagabundos a los Ladd y los Powell. Bogart puede ser duro sin un arma. Además tiene un sentido del humor que incluye el resabio raspante del desprecio. Ladd es duro, amargo y ocasionalmente encantador, pero después de todo es la idea que se hace un niño de un tipo duro. Bogart es el artículo genuino. Como Edward G. Robinson cuando era más joven, todo lo que tiene que hacer para dominar la escena es entrar».

En estos días en que nos ha abandonado el director anericano de origen griego Jules Dassin, repaso la visión que de él tuvo G. Caín ( o Guillermo Cabrera Infante). Cuando compara «Ciudad desnuda» con «Entre rejas» aplica la lente del tiempo que pasa y se pregunta, ya en 1958: «¿Está el lector entristecido por estas obras maestras que se deshacen en menos de diez años? No lo esté, por favor. Así es el cine. Además considere el aspecto espiritual: si se ha perdido una hija, se ha ganado un hijo: «Ciudad desnuda» no es tan buena como parecía, «Entre rejas» es mucho mejor de lo que nunca pareció».

El tiempo, pues, pasa silencioso por las salas oscuras y por las blancas pantallas y también va respondiendo a las frases de Chandler o de G. Caín, dándoles o quitándoles la razón.

Como el tiempo pasa igualmente sobre aquellas palabras de Dassin a Francois Truffaut: «Lo que me interesa – le dijo el autor de «Rififí» – es la verdad. El cine es el arte de las masas, la diversión menos costosa. Una película debe ser divertida. Usted descubrirá en mis películas una mezcla de divertimento y de lirismo: es mi pobre aportación a una expresión de la verdad, limitada por el «cine negro«.

HABLANDO CON CHANDLER

Hablando ayer tarde con Raymond Chandler me decía que no sabía quién fue el idiota original que le aconsejó a un escritor: «No se moleste por el público. Escriba lo que quiera escribir.» Porque ningún escritor nunca quiere escribir nada. Quiere reproducir o producir ciertos efectos y al comienzo no tiene la más leve idea de cómo hacerlo.

Acariciaba Chandler a su gata mientras el animal reposaba en su regazo

– Hay una cierta cualidad indispensable a la escritura – añadió-, algo que desde mi punto de vista llamo magia, pero que podríamos llamar con otros nombres. Es una suerte de fuerza vital. Por eso yo odio la escritura estudiada, la clase de cosa que se yergue y se admira a sí misma. Supongo que soy un improvisador nato, no calculo nada por anticipado, y creo que por mucho que se haya hecho en el pasado, uno siempre empieza de cero.

Me miraba desde sus gafas de concha y envuelto su labio inferior en la niebla de su pipa humeante.

– Los jóvenes, por ejemplo, que quieren que uno les enseñe cómo escribir – agregó -, les parece que todo lo que escriben tiene que ser, esperan ellos, publicado. No están dispuestos a sacrificar nada para aprender el oficio. Nunca les entra en la cabeza que lo que uno quiere hacer y lo que puede hacer son cosas completamente distintas, que todo escritor que valga la pólvora que se gastaría en mandarlo al infierno a través de un alambre de púas siempre está empezando de cero. No importa lo que pueda haber hecho en el pasado: lo que está tratando de hacer ahora lo devuelve a la juventud, y por mucha habilidad que haya adquirido en la técnica rutinaria, nada le ayudará si no es la pasión y la humildad. Leen un cuento en una revista y se inspiran y empiezan a aporrear la máquina de escribir con energía prestada. Llegan a un cierto punto y ahí se apagan.

Estábamos charlando en una salita anónima, alejada de su habitación y de la mía. Tan sólo una estantería de libros nos acompañaba. Chandler abría sus piernas ante la pequeña mesita que nos separaba y me miraba fijamente.

– Y luego está el estilo – continuó -. No puede planearse una buena historia; tiene que destilarse. A largo plazo, por poco que uno hable sobre el tema, lo más durable en lo que se escribe es el estilo, y el estilo es la más valiosa inversión que puede hacer un escritor con su tiempo. Las ventas se demoran, el agente se burla, el editor no entiende, y se necesitará gente de la que nunca ha oído para convencerlos poco a poco de que el escritor que pone su marca individual en lo que escribe siempre dará ganancia.

-¿Pero qué es el estilo?.-le pregunté llenándole la copa.

-La clase de estilo en la que estoy pensando es una proyección de la personalidad y es preciso tener una personalidad antes de poder proyectarla.

-¿Y la concentración al escribir?

– El escritor no tiene que escribir, y si no se siente en condiciones no debería intentarlo. Puede mirar por la ventana, o hacer el pino o retorcerse en el suelo. Pero no debe hacer ninguna otra cosa positiva, como leer, escribir cartas, mirar revistas o firmar cheques. Escribir o nada.

De repente la gata debió oir un ruido finísimo porque escapó eléctricamente. Por la puerta apareció Philip Marlowe. Me apuntó con la pistola. Yo a mi vez apunté a Raymond Chandler. Extendí el cañón de «El simple arte de escribir» (Emecé) y antes de dispararle le obligué a firmarme una dedicatoria.