SOMBRAS DE JUVENTUD

 

interiores-bju- Renoir- mil ochocientos noventa y ocho- colección privada

 

» No puedo borrar las luces de las ventanas que yo veía entonces en las calles de Madrid, en los pisos bajos, cuando pasaban sombras tras los visillos. Las veía desde la calle, sombras de niños inclinados sobre mesas de comedores haciendo puntualmente sus deberes, sombras de madres yendo y viniendo por las cocinas, sombras de padres que entraban en el piso al volver de su trabajo dando vuelta a la llave. Aquel pequeño ruido de la llave, aquellos primeros pasos en el vestíbulo, el gesto de dejar la cartera en una silla, de quitarse el abrigo y de suspirar fatigado, todo eso lo he vivido yo, he oído a mi padre meter su llave, dar los primeros pasos en el vestíbulo, dejar la cartera en una silla, suspirar fatigado, y le he visto avanzar hacia mi madre rozándole la mejilla con un beso, revolver mi pelo y el de mis hermanos al pasar, lo hacía muy despacio, muy cariñosamente, cosas que yo haré cuando sea padre, daré vuelta a mi llave, dejaré la cartera, repartiré besos, son horas de repetición de la intimidad, cálidas horas de las ciudades, lámparas encendidas, cuadernos abiertos, preparativos de cenas, me quedo mirando otra vez desde la calle cómo se mueven estos visillos tras los cuales se vislumbra a las familias, horas y vidas repetidas en pisos iluminados. Siempre sombras».

José Julio Perlado. – ( del libro inédito «Relámpagos»)

(Imagen.- Renoir- 1898. colección privada)

VOLLARD

«La culminación del arte – le explicaba Cézanne a Ambroise Vollard – es el rostro». Los recuerdos que ahora se publican «Ambroise Vollard: escuchando a Cézanne, Degas y Renoir» (Ariel), nos relatan las confidencias del célebre marchante que apostó no sólo por esos tres grandes pintores sino también por Gauguin, Bonnard, Matisse o Picasso. Para pintar el retrato de Vollard, Cézanne colocaba en medio del taller una silla dispuesta sobre una caja, que a su vez se encontraba elevada mediante cuatro soportes muy deficientes. «¡Yo mismo he preparado la silla para el posado! -le decía al modelo realmente asustado – Oh, no corre el menor peligro de caerse, señor Vollard, mientras conserve el equilibrio. ¡Además, cuando uno posa, no lo hace para moverse!».

Las sesiones comenzaban a las ocho de la mañana y se extendían hasta las once y media. Duraron ciento quince días. Uno de esos días, la inmovilidad de Vollard sobre la silla y encima de la caja le fue conduciendo al sueño y su cabeza, inclinada sobre un hombro, perdió la noción de donde estaba, el equilibrio dejó de existir y la caja y el modelo se precipitaron al suelo
«¡ Destroza usted la pose! – le increpó Cézanne -. Se lo digo de verdad: hay que aguantar como una manzana ¿Acaso se mueven las manzanas?
Cuenta igualmente Vollard que Cézanne usaba unos pinceles muy ligeros, que parecían de marta o de turón y que lavaba después de cada toque en un recipiente lleno de esencia de trementina. Tuviera la cantidad de pinceles que tuviera, los utilizaba todos durante la sesión. No pintaba pastoso, sino que ponía una tras otra unas capas de color tan finas como toques de acuarela, y el color se secaba al instante: así no había que temer – continúa Vollard – ese proceso interior de la pasta que produce grietas al pintar sobre una capa que no está seca del todo.

Fue Vollard retratado también por Renoir. Deseaba el marchante ser pintado en una armonía azul y cuando así se lo pidió al pintor, éste le contestó: «Lo haré cuando tenga usted un traje de un tono azul, que me diga algo; ya sabe, Vollard, ese azul metálico con reflejos de plata». Renoir – sigue contando Vollard – siempre «atacaba» su tela sin la menor prueba aparente de distribución. Todo eran manchas y más manchas, y súbitamente, unas pinceladas que hacían que «saliera» el tema. Hasta con unos dedos sin vida – concluye – llegaba a hacer como antaño una cabeza en una sesión. ( Y recuerda cómo Renoir se había enfrentado con el retrato de Wagner. El músico, que estaba ocupado en terminar la orquestación de Parsifal y que se negaba a ver a nadie, aceptó que Renoir comenzara a pintarle: «¡Sólo puedo concederle media hora!», le dijo, y tras posar veinticinco minutos se levantó bruscamente: «¡Ya basta! Estoy cansado». «Pero yo había tenido tiempo de terminar mi estudio, que a continuación vendí a Robert de Bonnières«, señaló Renoir triunfante.
Singulares historias que cuenta Vollard sobre el retrato. Esa evolución que a veces va en contra del buen parecido. No puede olvidarse la frase de Picasso repintando la cabeza de Gertrude Stein para concederle la apariencia de una máscara basada en las obras del medievo español y la antigua escultura ibérica. A quienes se quejaron de su falta de parecido, les dijo: «Todo el mundo piensa que no se parece en nada a su retrato, pero no importa, al final acabará pareciéndose».
(Imágenes:Cézanne, «Retrato de Ambroise Vollard», z.about.com arthistory/ Renoir, «Retrato de Ambroise Vollard», wikimedia.org/ Picasso, «Gertrude Stein», metmuseum.org)

TRABAJO Y PACIENCIA (2)

-¿Cómo consiguió trabajar durante cuatro veranos en un último piso de Torres Blancas (uno de los edificios más altos de Madrid en su época)?.- le preguntan hoy a Antonio López en una entrevista en «El Mundo».

– Era la vivienda de un pariente de la familia Huarte. Este familiar me comentó las hermosas vistas que tenía de Madrid desde su vivienda. Recuerdo que fui a la casa un atardecer junto con Julio Muñoz. En el momento en que salí a la terraza y vi esa hermosa vista me subí a un tablero y allí me instalé.

-¿Cómo fue el proceso creativo?
-Es una pintura que está realizada íntegramente al natural. Pero al intentar captar la luz del atardecer debía pintar durante ese instante. Llegaba tres horas antes de ese momento para dibujar sobre el cuadro. Cuando pintaba con óleo debía tener cuidado con la incidencia de la luz solar en los objetos. Disfruté muchísimo. Para mí fue más un diálogo que establecí con el sol, la luz y los objetos.
Creo que no hay que decir nada más sino transcribir. La espera de la luz, la cita con la luz, el tablero, la paciencia y el enamoramiento.
(Imágenes: Antonio López, explicando su trabajo en una de las terrazas de Madrid/ La Gran Vía, otro de los cuadros de Antonio López.)

TRABAJO Y PACIENCIA


“”No hay medida con el tiempo – escribió Rilke -; no sirve un año, y diez años no son nada; ser artista quiere decir no calcular ni contar; madurar como el árbol, que no apremia su savia, y se yergue confiado en las tormentas de la primavera sin miedo a que detrás pudiera no haber verano. Pero lo habrá sólo para los pacientes, que están ahí como si tuvieran por delante la Eternidad, de tan despreocupadamente tranquilos y amplios. Yo lo aprendo diariamente, lo aprendo entre dolores, a los que estoy agradecido. ¡La paciencia lo es todo!”.

Madrid desde Torres Blancas“, el óleo sobre tabla de Antonio López que acaba de ser subastado en Christie`s por 1,74 millones de euros – por encima de Barceló o de Tapies – es una prueba más de la gran paciencia en el trabajo. Pintado entre 1976 y 1982, la luz del sol cayendo ya sobre Madrid lo estaba haciendo puntualmente a las 21,4o de los días 21 de abril, 21 de mayo, 21 de junio, 21 de julio y 21 de agosto. Unas marcas a lápiz descubiertas en el borde del cuadro señalan las cuentas que iba haciendo el pintor mientras trabajaba. Marcas que ya hizo hace años sobre la corteza del membrillo. La luz también caía entonces a una determinada hora, en el determinado día de un mes determinado. La paciencia esperaba con el pincel. Víctor Erice lo reflejó en una hermosa película y el membrillo se dejaba acariciar por el arte para pasar de ser fruta a pintura. Era el recuerdo de Antonio López con su cita anual con la luz. Recordaba la luminosidad del año anterior y esperaba igual que espera un hortelano un tono cárdeno en el horizonte. Rilke volvía a pasar una vez más con sus consejos a un joven poeta: “Tampoco basta que se tengan recuerdos. Es preciso poderlos olvidar, cuando son muchos, y es preciso tener la gran paciencia de esperar a que vuelvan. Porque los recuerdos mismos aún no son eso. Sólo cuando se hacen sangre en nosotros, mirada y gesto, sin nombre, y ya no distinguibles de nosotros mismos. Sólo entonces puede ocurrir que en una hora muy extraña brote en su centro la primera palabra de un verso y parta de ellos.”

(Imágenes: “Madrid desde Torres Blancas” de Antonio López, elmundo,es/ “El sol del membrillo” de Víctor Erice)

SEA O NO DE GOYA


Sea o no de Goya, cuando el coloso avanza entre las nubes, enfrenta sus puños a la niebla y rasga el día que empieza, sus gruesas piernas emergiendo en la noche, la realidad quizá esté en ese torso de ese gigante o quizá en cambio en ese huir de toros y carretas espantados del coloso que arrasa, muslos, brazos y barba amenazando el aire.

¿Dónde está la realidad? Sea o no de Goya, la pincelada suelta y despeinada, las formas de las sombras, la intensidad de tintas, mezclan en el pintor realismo y fantasía. ¿La irrealidad está en las nubes? ¿La realidad está en esas caravanas y ganados desperdigados, aterrorizados, buscando una salida, despeñándose casi?

Sea o no de Goya, la aparición ha entrado en el sueño del pintor, la pesadilla ha levantado todo su cuerpo humano, ha echado a andar la imaginación, el pintor no sabe si el andar de las piernas poderosas son los pasos del país de los gigantes o toda la medida del hombre está en ese escapar despavorido ante el enigma, ante el desconocido mundo.

Sea o no de Goya, uno de esos dos universos quedará. O seguirá avanzando el primero de los colosos de la tribu aplastando cuanto de humanidad quede, o seguirán viviendo esas caravanas trashumantes nada más se disuelva su pesadilla.

Sea o no Goya, acaba de empezar el día y habrá que esperar.

(Imagen: «El coloso», que figura en el inventario de las obras de Goya de 1818 con el número 18 y lleva por título «Un gigante».- Museo del Prado.)

MIRÓ Y LA TIERRA LABRADA

-Me levanto todos los días a las ocho – le dice Joan Miró a Georges Raillard paseando por el estudio -, me baño y bajo aquí, al taller Sert, donde trabajo hasta la hora del desayuno. Luego continúo hasta las dos. Como, descanso veinte minutos e inmediatamente vuelvo aquí, al trabajo. Por la tarde reviso lo que he hecho por la mañana y preparo el trabajo del día siguiente. Pero la hora en que más trabajo es muy temprano, a eso de las cuatro de la mañana. Trabajo sin trabajar. En la cama. Entre las cuatro y las siete me entrego completamente a mi tarea. Después vuelvo a dormirme, entre las siete y las ocho. Casi siempre es así.

Trabajo absolutamente solo. Sobre todo, que no haya nadie. Nunca. Nadie entra en el taller cuando estoy trabajando. Mientras trabajo no miro el paisaje, que es magnífico. Hay pocas ventanas y corro las cortinas. Nada, nada. Lo que me excita es eso: esa manchita blanca en el suelo. Hay quien se hace leer poemas mientras trabaja, textos, no sé qué. En mi caso está absolutamente descartado. Es esa mancha blanca lo que constituye para mí un estímulo excitante, aquella roja, esta negra.(…) Un día me preguntaron si tenía ayudante para limpiar los pinceles. Desde luego que no. No puedo. Por otra parte, ahora trabajo muchas veces con los dedos. Hundo los dedos en la pintura, en las tintas litográficas. Así, así es como pinto. (…) Por ejemplo, la huella de mi mano. Para hacer las huellas de la mano empiezo por poner negro sobre la tela, y después meto la mano dentro, así; pero la mancha negra que me ha servido de apoyo se va a convertir en otra cosa. Por eso le dije que es el punto de partida lo que me gusta. Por ejemplo, he puesto allí esa mano, pero es preciso que quede allí. De pronto, es necesario que no esté.
Pienso en todo esto mientras visito la exposición «Miró: Tierra» en el Museo Thyssen de Madrid. El pintor de las estrellas no está aquí. Está la tierra labrada como un hortelano, la tierra alejada de los campos siderales, especialmente la tierra de Mont-Roig, entre 1918 y 1923. «Sí – le diría un día a Yvon Taillandier -, trabajo como un hortelano o como un vendimiador. Las cosas llegan lentamente. Mi vocabulario de formas, por ejemplo, no lo descubrí de pronto. Se formó casi a mi pesar. Las cosas siguen su curso natural. Crecen, maduran. Hay que injertar. Hay que regar, como con la ensalada. La cosa madura en mi espíritu. De modo que trabajo siempre en muchas cosas a la vez. E incluso en campos distintos: pintura, grabado, litografía, escultura, cerámica.(…) Para mí, un objeto es algo vivo: este cigarrillo, esta caja de cerillas contienen una vida secreta, mucho más intensa que algunos humanos. Cuando veo un árbol recio recibo una impresión, como si fuera algo que respirase, que hablara. Un árbol es también algo humano.(…) Trabajo en un estado de pasión y arrebato. Cuando comienzo una tela, obedezco a un impulso físico, la necesidad de lanzarme; es como una descarga física. Naturalmente, una tela no puede satisfacerme enseguida. Y al principio siento ese malestar que le he descrito. Pero como soy muy peleón en esas cosas, entablo el combate. Es un combate entre yo y lo que hago, entre yo y la tela, entre yo y mi malestar. Este combate me excita y me apasiona. Trabajo hasta que cesa el malestar.»
Es la tierra labrada del artista que aquí mira especialmente a la tierra de Mont-Roig, en Cataluña. «Aquel paisaje – ha confesado Miró en alguna ocasión – me produjo enorme impacto. Mi padre, que era muy estricto, me consintió al fin que me dedicara a la pintura. Por las tardes, de tres a cinco, iba a la escuela Galí, y de siete a nueve, al Círculo Sant Lluc. De cinco a siete, tomaba apuntes a lápiz por calles y cafés. Galí me enseñaba a pintar. Tomaba un mechero, y con los ojos cerrados, realizaba el proceso de palparlo para tratar de reproducirlo luego en el papel sin tenerlo delante. Claro que también la pintura románica del Parque de la Ciudadela era mi obsesión. Todavía hoy voy a Montjuich. Me apasiona, pero tambien es cierto que no veía del todo el color. Recuerdo que, pintando patatas, apuntes que todavía conservo, fue como aprendí a crear rayos de color que iban venciendo la enorme dificultad del ejercicio».
(Fotos: «Tierra labrada» (1923-1924), Museo Guggenheim de Nueva York, estos días en el Thyssen de Madrid- eshock.com/ taller de Miró/ Joan Miró.)

CÉZANNE Y HOKUSAI


– Por mucho tiempo carecí del poder y del saber para pintar la Sainte-Victoirele dice Cézanne a Joachim Gasquet mientras pasean despacio por el campo -, porque imaginaba la sombra cóncava, como los otros, que no miran, mientras que, fíjese, es convexa, verdad, huye de su centro. En lugar de adentrarse, se evapora, se fluidifica. Participa, toda azulada, en la vibración ambiente del aire. Como allí, a la derecha, en el Pilon du Roi, ve usted, al contrario, que la claridad se mece, húmeda, espejeante. Es el mar… Eso es lo que hay que expresar. Eso es lo que hay que saber. Ése es el baño de ciencia, podríamos decir, en el que hay que sumergir la placa sensible propia. Para pintar bien un paisaje, debo descubir en primer lugar las capas geológicas. Piense que la historia del mundo data del día en que dos átomos se encontraron, en que dos torbellinos, dos danzas químicas, se combinaron. Veo subir esos grandes arcos iris, esos prismas cósmicos, ese alba de nosotros mismos por encima de la nada, me saturo con ellos leyendo a Lucrecio. Bajo esa fina lluvia respiro la virginidad del mundo. Un agudo sentido de los matices me excita. Me siento coloreado por todos los matices del infinito. En ese momento mi cuadro y yo ya sólo somos uno. Somos un caos irisado. Vengo ante mi motivo y me pierdo en él. Sueño, vagabundeo. El sol me penetra, sordo, como un amigo lejano, que reanima mi pereza, la fecunda. Germinamos. Cuando vuelve a caer la noche, me parece que no pintaré y que nunca he pintado.

Estamos andando por este camino que va desde 1890 a 1905, camino de calidad cromática y descomposición de la perspectiva espacial, camino en el cual el motivo de la montaña se repite, Cézanne no puede abandonar ese motivo, es superior a él, el imán de la montaña le atrae y la pintará numerosas veces, algo tiene el vientre de esa montaña que impulsa al pintor a volverla a pintar incesantemente, a dar tonos más cálidos que parecen acercar el panorama mientras las entonaciones frías de los primeros planos parecen retroceder hacia el fondo.

– Necesito conocer la geología –le sigue diciendo Cézanne a su amigo Gasquet -, cómo se enraíza Sainte-Victorie, el color geológico de las tierras, todo eso me emociona, me vuelve mejor. Cuando no se pinta sin vigor, sino de forma tranquila y continua, no puede dejar de brindar un estado de clarividencia, muy útil para orientarnos con firmeza en la vida. Todo se sostiene. Entiéndame bien: si mi tela está saturada de esa vaga religiosidad cósmica que me emociona, que me vuelve mejor, irá a tocar a los demás en un punto tal vez que ignoren de su sensibilidad. Necesito conocer la geometría, los planos, todo lo que mantiene mi razón recta. ¿Es cóncava la sombra?, me he preguntado. ¿Qué es ese cono allá arriba? Fíjese. ¿Luz? He visto que la sombra sobre Sainte- Victoire es convexa, está inflada. Usted lo ve igual que yo. Es increíble. Es así…(Joachim Gasquet: «Cézanne: lo que vi y lo que me dijo».-Gadir.)

Caminamos ahora más de cincuenta años antes, de 1823 a 1834 por los senderos de Japón. El vientre y las laderas del monte Fuji fascinan a Hokusai de tal forma que entre 1823 y 1829 pintará las «Treinta y seis vistas del Fuji» y en 1834 aparecen las «Cien vistas del Fuji». El agua, el viento, la lluvia, las cascadas, los puentes, la nieve, las primeras flores de los cerezos, el invierno y el repliegue de la naturaleza, la levedad de los árboles, la contemplación de un mundo flotante serán el imán que atraiga el pincel de Hokusai hasta hacer que el Fuji sea el motivo obsesivo, aunque el japonés no lo llame así.

Secretos que no se sabrán nunca, repeticiones permanentes en pinturas de Oriente y Occidente. Las dos montañas estaban ahí antes de que naciesen los dos pintores. Miraba cada una de las montañas a un pintor, dejándose mirar por él y haciendo que el pintor la mirase tan obsesivamente que se pusiera enseguida a pintarla como si hubiera que fijarla para siempre.

(Fotos: Cézanne: montaña de Sainte-Victoire; Hokusai: vista del monte Fuji.)

LA EDAD TERCERA

¿Qué le está diciendo el anciano a su nieto en esa tabla de Doménico Ghirlandaio que estos días viaja desde el Louvre al Prado y ante la que me he detenido?.

En pleno siglo XV -1480- la mirada entre las edades es la misma, siempre cargada de comunicación y de ternura: la tercera edad se queda pensativa y la primera la mira y admira para ver qué le dicen de la vida.

No puede imaginar la edad tercera lo que va a ocurrir siglos después. El tiempo alargará los quehaceres. Goethe escribirá su gran obra a los 82 años, Cervantes acaba el Quijote a los 68, Tiziano pinta su último cuadro a los 98, Miguel Ángel termina frescos a los 71, Verdi compone obras célebres a los 74, Haendel escribe otra gran obra suya a los 72. No puede decirle todo esto el anciano a su nieto. Le mira sabiendo que ese niño al que abraza tendrá que pasar por la afirmación de su individualidad al principio, atravesar la crisis del desasimiento después y llegar al fin a la sabiduría del que sabe el final y lo acepta. No puede decirle a su nieto, porque aún es un infante, que en la juventud se mezclarán la fuerza de su personalidad con la falta de experiencia de la realidad. No puede decirle que cuando sea joven le faltará la paciencia y deberá aprenderla con el trabajo lento, se asombrará de cuantas veces fracasa el bien y de cuánto mal hay en el mundo, deberá superar la mediocridad de lo cotidiano, elegir el amor y arriesgarse a las posibilidades de realización o de fracaso. Todo esto aún no puede decírselo. Simplemente le mira y quisiera transmitirle el secreto para el viaje de la vida, aquella frase de Goethe, «no se camina para llegar sino para vivir caminando».

He estado ante este cuadro intentando escuchar lo que le dice el anciano a su nieto. No puede aún decirle que cuando llegue este niño a la madurez el tiempo se le adelgazará, aparecerán las primeras sombras de egoismo, marcharán a la vez la valentía, la comprensión y el respeto a la vida ya vivida y a la existencia realizada con una punta de resentimiento contra lo históricamente nuevo, teniendo que superar con alegría tanto el mal como los defectos y fracasos de lo actual.

El anciano de Ghirlandaio nada dice. Mira tan sólo. Es el retrato de las edades sobre el que acabo de escribir un texto. Rostro, espejo y retrato. El hombre sabio es este anciano y este sabio que está con el nieto en los brazos conoce que el final mismo de la vida es todavía vida, que no es cuestión de paladear lo anterior sino de aprovechar el tiempo cada vez más corto. Tiene conciencia de aquello que no pasa y tiene conciencia de lo que es eterno.

¿QUÉ ES LA MODA ?


Dos apuntes en la muerte de Yves Saint-Laurent:
En las «Memorias» de la pintora Marie-Louise Elisabeth Vigée-Lebrun, una de las artistas más apreciadas del siglo XVlll, puede leerse:
«Intenté tanto como me era posible, dar a las mujeres que pintaba la actitud y la expresión de su fisonomía. Como me daban horror los vestidos que las mujeres llevaban entonces, hacía grandes esfuerzos para volverlos un poco más pintorescos, y estaba encantada cuando obtenía la confianza de mis modelos y podía vestirlas según mi fantasía. Entonces no se llevaban todavia chales, pero disponía de amplios écharpes que entrelazaba ligeramente alrededor del cuerpo y de los brazos, y con los cuales intentaba imitar el hermoso estilo de los ropajes de Rafael, así como lo habréis podido ver en Rusia en varios de mis retratos. Además no podía sufrir los polvos de tocador. Obtuve de la hermosa duquesa de Gramont-Caderousse que no se pusiera cuando yo la pintaba; sus cabellos eran de un negro de ébano y se los separaba yo en la frente formando bucles iregulares. Después de mi sesión, que terminaba a la hora de comer, la duquesa no se tocaba para nada el peinado y con él se presentaba a los espectáculos; una mujer tan bonita tenía que dar la norma: esta moda fue arraigando suavemente y luego se generalizó».

El segundo apunte anota que las parisienses, para glorificar a «La Belle Poule» que se hundió el primero de julio de 1778, lucieron por las calles de la capital francesa durante cinco meses complicadísimos peinados que reproducían exactamente la forma de la nave.

(Foto: Yves Saint-Laurent)

DETALLE DE PERRO

«La novela funciona con una acumulación de detalles más lenta que la historia corta – decía Flannery O’ Connor -. La historia corta requiere procedimientos más drásticos que la novela, porque se tienen que llevar a cabo más cosas en menos tiempo. Los detalles deben tener más peso inmediato. En la buena narrativa, algunos detalles tenderán a acumular significado de la historia misma, y cuando pasa esto, se convierten en simbólicos». («El negro artificial».-Encuentro).

«Para el escritor de ficción, el acto de juzgar comienza en los detalles que ve y en el modo en que los ve. Los escritores de ficción a quienes no les preocupan estos detalles concretos pecan de lo que Henry James llamó «especificación endeble». El ojo se deslizará sobre sus palabras mientras nuestra atención se va a dormir. (…) No obstante, afirmar que la ficción procede por el uso de detalles no implica el simple, mecánico amontonamiento de éstos. Cada detalle debe ser controlado a la luz de un objetivo primordial, cada detalle debe introducirse de modo que trabaje para nosotros. El arte es selectivo. Todo lo que hay en él es esencial y genera movimiento». («El arte del cuento».-El Ateneo).

El detalle es el que hace ver en literatura todo lo que pasa como en la pintura el ojo en la distancia y en la perspectiva no alcanza a distinguir el detalle si esta pupila no se acerca al cuadro y se fija asombrada en la minuciosidad y el amor cuidadoso que puso el artista para terminar perfectamente aquello que parecía escondido y que muchos no llegarían quizá a percibir. Una lista de cien detalles famosos en la pintura la hizo Kenneth Clark en su obra » One Hundred Details from Pictures in the National Gallery» (Cambridge, Harvard University, 199o) y allí aparecen, entre otros, un perrillo sostenido en los brazos por un niño sentado en unas escaleras en cierto cuadro de Tiziano, los ojos y la cabeza de un gato en una pintura de Hogarth, el sombrero de una figura femenina en «Los paraguas» de Renoir, o los cuatro peces, los dos huevos y el ajo partido que pintó Velázquez en «Cristo en casa de Marta«.

La mirada que se lanza desde lejos, decía Klee, es una mirada que «pace en la superficie» y en cambio la mirada cercana, descubriendo el detalle, se lleva al volver la recompensa de la sorpresa. En el caso de Goya, un libro reciente, «El detalle» de Daniel Arasse (Abada editores), de nuevo nos anima a admirar esa cabeza de perro que no es un perro -dice el autor – sino un «detalle de perro«. Enigmatica pintura que estaba situada a la derecha de la puerta de entrada al primer piso de la Quinta del Sordo, era como tal un detalle de ese todo de las pinturas negras, y su ubicación – señala Arasse -podía asignarle una función parecida a la de una firma simbólica del conjunto en la que el pintor, en lugar de poner su nombre o su autorretrato, hubiera condensado un sentimiento.
¿Qué hace ese perro? ¿Podría estar hundido? ¿Está escapando? La pintura se resiste a contarnos qué pasa. ¿Es arena o es tierra lo que aparece delante y casi encima de él? ¿Está el perro observando a dos pájaros que vuelan y que habrían desaparecido del lienzo, según apuntan algunos autores? ¿Concluyó Goya el perro? Todos los intérpretes del cuadro hablan de su profunda visualidad que no puede narrarse con palabras. No existen aquí las anécdotas. Unos lo han bautizado «Perro condenado a morir enterrado en la arena». ¿Pero es esto verdad? El perro asoma la cabeza por lo que parece un talud de consistencia indeterminada y en un espacio también indeterminado. La angustia que esta pintura traduce se centra en la mirada, más humana que animal, de ese perro que mira hacia delante, pero ahí no hay nada que mirar. La mirada se pierde en el vacío. Goya, se ha dicho, no dialoga con el espectador. No podemos ayudar a este perro. El perro nos sitúa en el centro mismo del enigma. Y hay quien ha aventurado que Goya, en esos momentos de su vida, se aplicaba esa imagen a sí mismo.
(Fotos: Goya, «El perro», 1820-1823.- Velázquez, «Cristo en casa de Marta».-Álbum Lyceo Hispánico).

EL CUADRO QUE SE ESCAPA

Estudié con él, con Eduardo Arroyo, en aquella Escuela de Periodismo de la calle de Zurbano de Madrid, y ahora, tras tantas exposiciones, me encuentro de nuevo con estas declaraciones suyas tan similares y tan diferentes a la vez a cuantas he oído a otros creadores:
«Lo más importante para un artista es la conquista desesperada del lenguaje pictórico. La relación con el cuadro es muy directa, como un combate: el cuadro es un ser vivo que se defiende de tí, que se escapa, que se escurre..(…) Yo no convivo con mis cuadros ni en mi casa ni en el estudio, pero cuando me encuentro con ellos – uno siempre se acaba encontrando con sus cuadros -, me doy cuenta de que, efectivamente, he cambiado mucho».

«Yo empiezo a las seis o siete de la mañana, muy pronto, y trabajo hasta las dos. Por la tarde trabajo, pero ya sentado. Yo tengo un trabajo de pie y un trabajo de mesa: los cuadros se hacen de pie y los dibujos y la escritura, sentado».

Su única compañera es la radio. «Todo el mundo pinta con música, pero yo no puedo. La música condiciona mucho más que la palabra».

Recuerdo entonces a quien he citado varias veces en Mi Siglo, el escritor y pintor chino Gao Xingjian que confesaba: «Cuando pinto, escucho siempre música. Y cuando me provoca una pulsión, muevo mi pincel y las imágenes aparecen solas. La música sigue también el movimiento de la tinta, dando a la pintura una especie de ritmo. Los procedimientos pictóricos como los puntos, las superficies, las líneas o los trazos del pincel cobran un sabor aún más intenso gracias a la música. ¿Por qué privarse? Este procedimiento de creación plástica le confiere una gama en la que abundan los sentimientos, y otorgan a la pintura su espiritualidad». («Reflexiones sobre la pintura».- Ediciones El Cobre).

Nada tiene que ver el trazo de Xingjian con el de Arroyo. Palabras y música acompañan a cada uno de los artistas. Todo es acompañamiento en el silencio de la creación. Y, para mí, el recuerdo de aquellos años con Eduardo Arroyo en las aulas de Periodismo cuando él no soñaba aún con dedicarse a la pintura.
(Imágenes: cuadros de Eduardo Arroyo).

REMBRANDT Y GREENAWAY

» Habiendo pintado Rembrandt una gran tela, «La ronda de noche«, que fue puesta en la sede de los Caballeros forasteros, en los que había representado un grupo de una de aquellas Compañías de Ciudadanos – escribía Filippo Baldinucci en Florencia -, ganó tanto renombre que nunca lo tuvo mayor otro artífice de aquellas tierras. Y la razón, más que ninguna otra, fue que entre las demás figuras había mostrado en el cuadro a un capitán con el pie alzado en actitud de caminar y con una partesana en la mano, tan bien conseguida en perspectiva que, no siendo en la pintura más larga de medio brazo, aparecía en toda su longitud desde cualquier punto que se la mirase; pero el resto resultó confuso y embadurnado, de manera que poco se distinguían las demás figuras unas de otras, aunque fueran hechas con mucho estudio del natural. Por esta obra, que por ventura suya fue entonces ensalzada, obtuvo cuatro mil escudos, que alcanzan a sumar unos tres mil quinientos de nuestros Toscanos.

En Rembrandt, su rostro, de aspecto feo y plebeyo, iba acompañado de un modo de vestir desaliñado y sucio, pues tenía la costumbre de limpiarse los pinceles con los vestidos. Cuando trabajaba, era capaz de negarse a recibir al más grande monarca de la tierra, quien hubiera tenido que volver una y otra vez hasta encontrarlo sin labor entre manos. Visitaba a menudo los sitios donde se efectuaban subastas y adquiría abundantes vestidos usados y viejos, siempre que le parecían raros y pintorescos; y después, aunque a veces estuvieran sucios hasta la inmundicia, los colgaba en las paredes de su estudio, entre las bellas galas que también le gustaba poseer, como toda clase de armas antiguas y modernas, flechas, alabardas, sables, cuchillos y cosas parecidas: innumerable cantidad de dibujos exquisitos, de grabados y medallas y otros objetos que él pensaba podría necesitar alguna vez un pintor». (Filippo Baldinucci, «Notizie de professori del disegno da Cimabue in qua«.- Florencia, 1681 -1728).

«Estuvo durante años tan cargado de trabajo que los clientes tenían que esperar largo tiempo para conseguir un cuadro, aunque, sobre todo en los últimos años de su vida, trabajara tan aprisa que sus cuadros, mirados de cerca, parecieran ejecutados con brocha de albañil. Por tal motivo, a los visitantes que deseaban ver los cuadros de cerca los disuadía con estas palabras: «¡El olor de los colores te haría daño!». En sus lienzos pueden verse piedras preciosas y perlas de collares ejecutadas con empaste tan denso que parecen trabajadas en relieve; y es a causa de esta forma de pintar por lo que sus cuadros producen tan poderoso efecto aunque se contemplen desde gran distancia». (Arnold Houbraken, Amsterdam, 1718-1720).

Ahora, el director inglés Peter Greenaway estrena en España «La ronda de noche«. Entrarán en el cuadro de la pantalla el capitán Frans Banningh Cocq, en el centro y en primer término, vestido de negro; junto a él, de amarillo y con las armas de Amsterdam bordadas en la casaca, el lugarteniente Willem van Ruytenburch van Vlaerding; al fondo, a la izquierda, desplegando la bandera de la compañía, azul y anaranjada, con el escudo de la ciudad, el abanderado Jan Visscher Cornelissen; sentado en el pretil del puente, a la izquierda, con yelmo y alabarda, el sargento Reynier Engelen, y así todos y cada uno de los personajes de esta «ronda de noche», con las enigmáticas figurillas fulgurantes de las dos niñas en el centro, en torno a las cuales se ha desbordado por mucho tiempo la fantasía de los intérpretes; pero tal vez se trate de niños atraídos por el espectáculo.

El cine entra en el espacio del cuadro de Rembrandt, y las cámaras intentarán contarnos lo que esconden esas existencias.

Hay un momento en la película en el que una curiosidad se acerca a preguntarle al pintor:

-El mundo entero es un escenario, ¿eh Rembrandt?
Y otra curiosidad le insiste:
-¿Nos situaréis en un escenario en vuestro cuadro?

EL OJO DE GOYA

«Se trata de mirar todo lo que se quiere expresar durante bastante tiempo y con mucha atención – aconsejaba Maupassant – para describir en ello un aspecto que no haya sido visto ni dicho por nadie. En todo hay siempre algo inexplorado, porque estamos acostumbrados a no servirnos de nuestros ojos más que con el recuerdo de lo que ya han pensado antecesores nuestros sobre lo que ahora contemplamos. La menor cosa contiene algo de desconocido. Hallémoslo».

Sin duda es lo que hace Goya al pintar los Fusilamientos en 1814, seis años después de que sucedieran los acontecimientos. El recuerdo le transmite intensidad y la intensidad de su recuerdo penetra en su ojo. ¿Presenció Goya estas escenas en las que se fusila a los amotinados que quedarían inmortalizados en «Los fusilamientos del 3 de mayo en la Moncloa»? Gassier comenta que el que Goya sea un artista realista, y fuese el primero que supo plasmar lo real con una crudeza que empieza por impresionarnos, es indudable. Pero no hay que olvidar que el ojo de Goya sabía admirablemente captar lo que veía y que su memoria le permitió, pasado el tiempo, recrear – como si las estuviera viendo – muchas escenas de las que había sido testigo.

Como todos los madrileños – sigue diciendo Gassier -, indudablemente Goya tendría ocasión, durante aquellas jornadas turbulentas, de ver acá y allá apuñalar, descargar sablazos o fusilar; no era difícil, y conociendo su afición por las escenas callejeras, es fácil imaginarle rondando por ese Madrid donde vive desde hace treinta años, al que tanto ama y al que ya no reconoce.

Su gran sordera va y viene por las habitaciones de esa casa suya en la calle de Valverde número 15, manzana 345, que compró en 1800. No vivía entonces en «La Quinta del Sordo», que no adquiriría hasta febrero de 1819.
Su ojo va y viene por esas calles de 1808, las calles le van dejando recuerdos, y los recuerdos se van tiñendo de pintura , se hacen pintura total.
Los ojos de quienes van a fusilar están mirando a Goya que les mira a los ojos.

HOPPER REVISITADO

Los escritores vamos detrás de los pintores y los pintores van detrás de los fotógrafos y a veces los fotógrafos y los pintores van detrás de esta mujer que viene ahora por el pasillo del anónimo hotel, abre la puerta de la habitación y entra en la luz fría de este dormitorio de la ciudad, este dormitorio que tiene una única cama sobre la que la mujer se sienta y allí permanece con la espalda inclinada, toda ella algo pensativa, la maleta en el suelo, recordando u olvidando que lleva siempre la soledad a cuestas, que va y viene de soledad en soledad y qué no sabe bien qué hará esta noche ni tampoco mañana para que su soledad desaparezca.

– !Quédese así, no se mueva! – le está diciendo Edward Hopper, el gran artista norteamericano, mientras la va pintando lentamente con su simplicidad geométrica.

Y la mujer no se mueve. Sentada en la cama deja que la luz de Hopper la invada y el silencio de la habitación ocupe el cuadro.

Abrimos nosotros nosotros esta rendija de luz y, sin hablar, presenciamos su melancolía.

Es el aislamiento en la gran ciudad. La mujer consigo misma. El espacio. El vacío. Hopper la está pintando – y como hace en sus moteles, bares y galerías -con su luz desnuda la existencia.
Un bello e impronunciable vacío
de luz solar en habitaciones desnudas
sin más habitante que él mismo:
el amanecer y el ocaso de su vida
avanzaban en movimiento rotario, un sol solitario
envolviendo el plinto, en granito,
sobre el que él se alzaba
pintado por una luz que duró un día
y luego se extinguió…

Todo esto – los versos del poeta L. E. Sissman – lo relata muy bien Cees Nooteboom en su último libro El enigma de la luz (Siruela), cuando cierra su viaje por el arte.
También nosotros cerramos el cuadro. Cerramos el cuarto. Será difícil olvidar a esta mujer en soledad.

UN MUNDO SIN NUBES

Leo hoy en el periódico que la escritora polaca Wislawa Szymborska siempre que sueña pinta como Vermeer de Delft. En su cama ella puede respirar bajo el agua, tener encuentros con pingüinos y se permite el lujo de hablar el griego con fluidez. Pienso que la mujer de la perla la visita por las noches. Recuerdo sus declaraciones en 1996 cuando le dieron el Premio Nobel: «las nubes son una cosa tan maravillosa, un fenómeno tan magnífico que se debería escribir sobre ellas. Es un eterno «happening» sobre el cielo, un espectáculo absoluto: algo que es inagotable en formas, ideas: un descubrimiento conmovedor de la naturaleza. Intente imaginarse el mundo sin nubes».
Una poeta como ella mira por la ventana y persigue siempre la caligrafía del cielo, el hacer y deshacerse de las nubes que escriben.

UTAMARO Y EL FÉNIX

La leyenda cuenta la historia del gran pintor japonés Utamaro Kitagawa que en 1804 se arrodilló ante un muro y quiso dibujar en él un enorme ave fénix. Absorto, Utamaro comenzó a trazar en la pared el inmenso plumaje rojo del ave mitológica, añadió al tinte anaranjado un amarillo incandescente, y muy despacio y con la punta de su pincel, fue afilando el gran pico del animal hasta curvarlo y retorcerlo en el espacio. Apartó luego las mangas de su kimono para pintar con más soltura e inclinándose aún más fue marcando el poderío de las garras, las extendió puntiagudas y al fin, con enorme cuidado, quiso abrir un punto negro en el centro del ojo del gran fénix, que de repente le miró enfurecido
Bastó ese segundo. En tal momento de distracción el ave separó sus garras y, ampliando todo su plumaje, clavó una y otra vez el pico sobre Utamaro hasta devorarlo para siempre.
Hoy al pasar y contemplar ese mural gigantesco impresiona saber que debajo de esa pintura el autor sigue sepultado en la pared.