VIEJO Y NUEVO PERIODISMO

El periodismo no ha cambiado. Ha cambiado todo lo que nos rodea a quienes escribimos: el móvil, el ordenador, las cámaras, los focos, todo lo que llevamos en los bolsillos, los cables, la velocidad, la instantaneidad, la inmediata comunicación del pulgar de la mente que hace que este blog, Mi Siglo, se lea dentro de un segundo en Asia o en América, que se reciba contestación, que se discuta en la pantalla, que se formen tertulias en el aire de la red, que la red supere al papel, que las herramientas y los utensilios sean diminutos, eficaces, que se hable y se escriba con la otra punta del mundo en un pestañear de ojos, que crucemos mensajes telefónicos, que nos miremos los unos a los otros en pantallas de espejos, todo lo que el futuro nos trae cada minuto pulverizando el presente, arrojándonos de bruces al mar de la comunicación. Pero el periodismo no ha cambiado. Tampoco la literatura. El periodismo – como la literatura – vive dentro de la pupila del gran observador (la literatura de observación, que decía Pla) (en el caso de la creación, la literatura de invención), y no hay sorpresa que nos abra el mundo sin esa observación de la pupila, sin esa atención perpetua, juvenil, una atención que no descansa, una inquietud hermanada con el constante asombro.
Todo lo que se ha modificado y seguirá modificándose casi hasta el infinito son las herramientas. El ojo periodístico dentro de la pupila de la atención se fija en los movimientos generales de unas elecciones americanas, por ejemplo, o en los síntomas enfermizos de una sociedad en decadencia. Es el ojo el que felizmente domina a las herramientas y si ese ojo es ciego o está cansado de mirar – creyendo que ya lo ha visto todo, que ya lo sabe todo -la herramienta será inservible.
He pensado una vez más en todo esto cuando he repasado el ojo y la mano de Azorín, del que hablé aquí hace pocos días. Se puede tomar el ejemplo de Azorín, el de Pla o el de cualquier otro ojo que haya cumplido bien su misión y el de cualquier mano que haya contado cuanto el ojo veía.
Azorín cuenta en su libro «Madrid» cómo Don José Ortega y Munilla, director de «El Imparcial«, le llama a su casa para encargarle una serie de artículos o reportajes sobre la ruta de Don Quijote. «En su casa, mano a mano los dos- cuenta Azorín -, ha de darme las últimas instrucciones para el viaje. Con el mayor misterio me dice: «Bueno, ya lo sabe usted. Va usted primero, naturalmente, a Argamasilla de Alba. De Argamasilla creo yo que se debe usted alargar a las lagunas de Ruidera. Y como la cueva de Montesinos está cerca, baja usted a la cueva. ¿No se atreverá usted? No estará muy profunda. ¿Y dónde cree usted que ha de ir después? Y, ¿cómo va usted a hacer el viaje? No olvide los molinos de viento. Ni el Toboso. ¿Ha estado usted en el Toboso alguna vez? ¡Ah, antes que se me olvide!». Y diciendo esto – sigue Azorín -, don José Ortega Munilla abre un cajón, saca de él un revolver chiquito y lo pone en mis manos. Le miro atónito. No sé lo que decirle. «No le extrañe usted – me dice el maestro -. No sabemos lo que puede pasar. Va usted a viajar solo por campos y montañas. En todo viaje hay una legua de mal camino. Y ahí tiene usted ese chisme por lo que pueda tronar».

El ojo de Azorín viaja por la ruta de Don Quijote. La mano de Azorín escribe desde allí sus artículos a lápiz, que en aquel tiempo es su silenciosa herramienta. Tienen un éxito asombroso en «Los Lunes» de «El Imparcial«. Walter Starkie cuenta cómo observó aquel ojo y cómo se movió aquella mano por tales tierrras: «Cuando llegó en el tren a Cinco Casas Azorín tomó un coche de caballos junto a otros viajeros, y durante los doce a trece kilómetros del trayecto a Argamasilla no dijo ni una sola palabra ni al cochero ni a los viajeros. (…) Al llegar a la fonda de la Xantipa, Azorín pidió una habitación sencilla que diera a la parte posterior, e insistió que no quería nada más que la cama, una silla, una mesa y dos velas. Durante la cena no despegó los labios e inmediatamente después se encerró en su habitación y empezó a escribir… Luego salió a dar una vuelta por el pueblo y le siguieron de lejos; vieron que se paraba delante de ciertas casas y las miraba detenidamente, anotando algo en un libro. Más tarde le vieron entrar de puntillas en un patio y mirar tímidamente, y al oir pasos correr hacia fuera. Con todo esto crecieron las sospechas, y uno de los huéspedes más osado penetró en su habitación para investigar y encontró muchos papeles rotos. Fue a consultar a los demás y vieron que estaban escritos en un idioma muy raro. Uno sabía francés, pero no era francés, ni alemán tampoco, y no lo pudieron comprender, porque Azorín, que era periodista, escribía en taquigrafía. (…) Todo esto duró hasta que empezaron a llegar los artículos que Azorín escribía para «El Imparcial«, y entonces descubrieron el misterio, porque encontraron en los artículos una descripción detallada de sí mismos, lo que eran, lo que dijeron, cuántos coñacs habían tomado en los casinos, sus ideas, todo». («El artículo literario y periodístico».-Eiunsa, 2007.-págs 48-50).
Hoy no sé qué le diría el director de turno al moderno Azorín.
No le daría un revolver porque el periodista ya sabe cuántos controles tiene que pasar en los aeropuertos. Tampoco la herramienta es hoy un lápiz ni se viaja en coche de caballos. Lo que no ha cambiado es el ojo – pupila de Azorín o de Pla – que debe observar y analizar catástrofes nucleares y catástrofes domésticas, los dramas de la emigración y de la ausencia de cultura, la desertización moral y el vacío de valores, ese gesto de la infancia abandonada o el sopor y bostezo de tantos políticos.
(Fotos: La ruta de Don Quijote; Cueva de Medrano .-Argamasilla de Alba.-clubbiored.org.-altoguadianamancha.org.)

CORRESPONSALES EN PARÍS

El periodismo y las ciudades hacen de repente amigos en el tiempo, ciudades que fueron vistas por ojos observadores, plumas que se inclinaron en hojas volanderas, yemas de dedos pulsando teclados. Los aparatos últimos para los periodistas son eso – simplemente aparatos, máquinas en continua ebullición (como el móvil, la más moderna pantalla, el ordenador ligero y casi transparente, y tantas cosas más). El ojo humano del periodista – si es ojo de verdad – no necesita estar al servicio del aparato sino servirse de él, como uno «se sirve» del automóvil rápido para cruzar los puentes del Sena y casi se olvida de que está conduciendo.

Ahora París – y el tiempo – me traen el recuerdo vivo de un amigo a quien no conozco pero a quien he leído muchas veces en libros y en periódicos, un amigo que cruza conmigo los Grandes Bulevares de París, se sienta a mi lado en la Brasserie Lipp, pasea junto a mis recuerdos y él me cuenta los suyos – acera derecha, acera izquierda – por Saint-Germain-des Pres, y luego los dos, en la noche, nos acodamos ante las barcazas a ver pasar el río. Ahora, ese amigo, Juan Pedro Quiñonero, actual corresponsal de ABC en París, me ha seguido y a la vez me ha precedido en lecturas, en su gran libro «El misterio de Ítaca» (Península), y en vueltas y revueltas por personajes literarios.

Ha tenido la amabilidad y la deferencia de comentar Mi Siglo y mi libro en su magnífico blog Una temporada en el infierno http: //unatemporadaenelinfierno.net/2008/04/25/mayo-68-y-los-corresponsales-espanoles/
Yo se lo agradezco. Paseé por París, estuve por los Grandes Bulevares, tomé una cerveza en la Brasserie Lipp, anduve por Saint-Germain-des-Pres y me acodé a esperar en los puentes del Sena. El tiempo me trajo despacio la amistad de Juan Pedro Quiñonero que venía en la gran barcaza del periodismo desde lo más profundo del río.

LOS EJÉRCITOS DE LA NOCHE

Hay otros lenguajes que no son el de las palabras, hay lenguajes de símbolos y lenguajes de naturaleza. Hay lenguajes del cuerpo. Y el boxeo es uno de ellos. Jamás podremos comprender a un campeón de boxeo, si nos negamos a reconocer que se expresa a través de un dominio de su cuerpo que es, en su inteligencia, tan independiente, sutil y amplio como cualquier ejercicio mental llevado a cabo por destacados ingenieros sociales cual Herman Kahn y Henry Kissinger. Desde luego, según nos dicen, Herman Kahn es un hombre que pesa más de cien kilos. No, sus pies no son alados. Y también es cierto que más de un buen boxeador, a poco sonado que esté, no habla con excesiva brillantez. Pero esto no significa que sea incapaz de expresarse con ingenio, estilo y un especial concepto estético de la sorpresa cuando boxea con su cuerpo, de la misma manera que la obesidad de Kahn no nos impide darnos cuenta de que piensa con vigor. El boxeo es un diálogo de cuerpos. Hombres ignorantes, por lo general negros, por lo general casi analfabetos, se dirigen el uno al otro por medio de un conjunto de intercambios de carácter conversacional que van directamente a los puntos más sensibles de cada uno de ellos. En realidad, pura y simplemente, conversan con su físico.
Así describía la pelea de mentes y de puños Norman Mailer que hoy acaba de morir y que, aparte de sus novelas largas, quedará como el autor de «Rey del ring» (Lumen), de «El negro blanco» (Tusquets) o de «Los ejércitos de la noche» (Grijalbo).

El periodismo literario le debe – como a Truman Capote o a William Styron – paginas precisas y memorables. Los ejércitos de la noche no se disolvieron tras los días de «demostración» contra la guerra del Vietnam en la ciudad de Washington en 1967. Los ejércitos de la noche han proseguido manifestándose ante cada contienda aunque no se hayan cantado siempre de la misma forma por los escritores.

Norman Mailer poseía un poderoso ego que convocaba a la vez admiraciones y desprecios. La diferencia entre el noble ego de los campeones – escribió él – y el más débil ego de los escritores radica en que el campeón vive en el ring unas experiencias que, en ocasiones, son tan formidables que sólo pueden comunicarse a otros púgiles de la misma altura, o a las mujeres que han vivido minuto a minuto un parto angustioso, experiencias misteriosas, a fin de cuentas. Lo mismo les ocurre a los montañeros. Estos ejercicios del ego llegan a dar lugar a algo parecido al alma, de la misma manera que quizá la tecnología haya comenzado a superarse a sí misma, en el momento en que pisamos la Luna. En el curso de un gran combate, dos grandes púgiles navegan por subterráneos ríos de agotamiento, alcanzan altos picos de dolor, a la luz de su propia muerte, miran a los ojos al hombre con quien combaten, y atraviesan encrucijadas de las más angustiantes dudas cuando se levantan del suelo, haciendo caso omiso de las dulces invitaciones de las catacumbas del olvido. Pero nosotros no nos damos cuenta de que estos hombres son así debido a que no son hombres de palabras, y a que este siglo es siglo de palabras, de números y de símbolos.

Norman Mailer era así.