MANOS QUE HABLAN

Aunque con los movimientos de las otras partes del cuerpo se suele acompañar el hablar, no hay sin embargo miembro que a todas las variedades del decir (que son infinitas) pueda acomodar sus actos sino las manos, que en cierto modo puede decirse que en verdad hablan.
¿Escribe esto sobre ese papel el médico napolitano Bartolomeo Maranta en 1575 o son las dos manos de Escher, las dos manos del dibujante y grabador holandés las que al unísono están copiando lo que dijo Maranta? Nunca lo sabremos. Las manos que escriben adquieren esos efectos ilusorios, esquemas geométricos basados en falsas perspectivas y las fechas y los tiempos se anotan cada una con un lápiz. Las manos hablan entrecruzándose y las manos de pronto se levantarán del papel y comenzarán a actuar.
Es el lenguaje de los gestos, la señal de los dedos indicando, ordenando, señalando, ayudando a comprender, a veces llevando el índice a los labios para representar el silencio. Hoy que ha muerto un actor en España el gesto en el arte escénico evoca a las manos que envuelven y entregan las palabras al patio de butacas. Los patios de butacas muchas veces son las calles con sus aceras de movimientos gestuales, discusiones, ruegos, opiniones, amenazas, la representación de las manos que intentan explicar lo que la fuerza de las palabras ya explicó, pero que ahora la flexión de los dedos y la concavidad de las palmas empuja y arroja al espectador que escucha.
Luego las manos se calmarán. Tomarán esta noche un papel y un lápiz y otra vez, cruzándose, volverán a escribir.

ESCUCHANDO A MOZART

Intentaba narrar la música con palabras.

Era media tarde, cerró las ventanas, se sentó en la butaca, cerró los ojos y comenzó a escuchar el Concierto para violín y orquesta nº 3 en sol mayor, K.216 de Mozart.

…Oía, sí, escuchaba ahora, después de tanto tiempo, aquel lento, tenue, espaciado Adagio de ternura después de tantos años, ahora sí volvía a escucharlo muy tenue y muy despacio otra vez, muy pausadamente… Escuchaba, sí, escuchaba el violín desde su cuarto con los ojos cerrados, le iba subiendo ahora, le iba poco a poco ascendiendo aquel lento y suave Adagio otra vez por todo el cuerpo, por todos los miembros, aquel Adagio de ternura por el corazón herido, pasando el violín lentamente sobre su corazón herido, llegando hasta él las cuerdas en sordina, las flautas, las flautas acompasadas, llegando hasta él el violín solitario entre nocturnas, maravillosas cantinelas bajo sus párpados, en los oídos, en los labios, tensado el violín con todo el arco de su columna vertebral, por las yemas de sus labios, por sus sienes, por el pelo, por el cerebro, llegando la ternura hasta tocar su cerebro, pasando su ternura la mano por el cerebro como le había pasado tantas veces la mano su madre en la niñez acariciándole muy despacio el pelo, acariciándole de niño los pensamientos…
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…Oía, sí, seguía escuchando ahora en aquel cuarto aquel gran Adagio de ternura tan lento y tan sereno, el paso de la mano de su madre por el pelo cuando le despedía para ir al colegio, los dedos, los dedos de su madre por las ondas, los violines, los besos, los besos de su madre en las mejillas, las flautas, las flautas acompasadas, aquella dulzura, aquella serenidad de los ojos de su madre mirándole en la puerta al despedirle, aquellos consejos de su madre tan suaves que los violines y las flautas acompañaban ahora, aquellos abrazos al atardecer, aquellos adioses, aquellos adioses de los veranos al anochecer, las noches, aquel gran Adagio de ternura cuando él despedía a sus hijos por las noches, los violines, los violines solitarios, los besos a los niños, aquel entrecerrar despacio la puerta del dormitorio y el apagar suavemente la luz para dar las buenas noches a sus hijos…
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…Y más tarde – ya anochecido- quiso volver otra vez a escuchar en aquel cuarto el lento, solitario y melancólico Larghetto del Concierto para piano y orquesta nº 27 en si bemol mayor de Mozart que ahora venía de nuevo hasta su butaca, aquel Larghetto de teclas blancas y de yemas sonoras y cálidas, la blanca claridad de los dedos y de las teclas a la vez, la potencia de los martillos, los vientos, los suspiros, el respirar, el aspirar, el suspirar de todos los violines al fondo de las montañas, los ríos, los cielos que él había visto durante los veranos, paisajes batidos por la lluvia, cortinas de lluvia punteadas ahora por teclas cristalinas, lunas redondas que iban pisando las yemas de los dedos sobre el piano, la intensidad, la brillantez, la sonoridad de las gotas de agua de las teclas que tocaba el solista y que ahora iba palpando Mozart, la simplicidad, la desnudez de aquel piano solitario doblado al fondo por unas flautas, doblado luego por los primeros violines que bajaban desde las montañas hasta su butaca.

EN UNA TAZA DE CAFÉ

Antesdeayer, que Claudio Magris presentó en Barcelona su nuevo libro, «Así que usted comprenderá», me acordaba del Café San Marcos de Trieste, ese café que aparece en «Microcosmos», la pequeña mesa de mármol con el pie de hierro colado, y encima de ella, entre Magris y yo, esa presión de la cerveza, o bien la taza de café, el aroma que asciende de la conversación. Tabucchi va a un viejo café de Forte dei Marmi, una ciudad costera cercana a Pisa, y allí escribe, como escribe Magris en Trieste, como escribían y corregían los franceses en el parisino «Les Deux-Magots». En todos los sitios, como en el de Lisboa que visitaba Pessoa o como en los de la Viena imperial de entreguerras, el café parece que está esperando el azúcar y la cucharilla pero únicamente espera que revuelvan un poco a las palabras, que las palabras se escriban en el cuaderno y que el cuaderno se lea o bien que las palabras dialoguen en voz alta con otras palabras que están en la mesa de al lado, y éstas a su vez dialoguen con otras y salgan todas paseando a la calle y a veces se exciten en la esquina, en alguna ocasión choquen sus nudillos y presenten las palmas de sus manos como si se retaran. El café llama a la conversación y a la confidencia y la taza es el pretexto para consumir el tiempo y arreglar el mundo, para vaciar la vida de uno en ese platillo que hay a veces con un cigarrillo y otras veces sólo sostiene al aire.
Pero de pronto viene el camarero a quitarnos todos esos pensamientos. No hay más remedio que levantarse.
-Así que usted comprenderá.-me dice Magris ya en la puerta.