HABLANDO CON CHANDLER

Hablando ayer tarde con Raymond Chandler me decía que no sabía quién fue el idiota original que le aconsejó a un escritor: «No se moleste por el público. Escriba lo que quiera escribir.» Porque ningún escritor nunca quiere escribir nada. Quiere reproducir o producir ciertos efectos y al comienzo no tiene la más leve idea de cómo hacerlo.

Acariciaba Chandler a su gata mientras el animal reposaba en su regazo

– Hay una cierta cualidad indispensable a la escritura – añadió-, algo que desde mi punto de vista llamo magia, pero que podríamos llamar con otros nombres. Es una suerte de fuerza vital. Por eso yo odio la escritura estudiada, la clase de cosa que se yergue y se admira a sí misma. Supongo que soy un improvisador nato, no calculo nada por anticipado, y creo que por mucho que se haya hecho en el pasado, uno siempre empieza de cero.

Me miraba desde sus gafas de concha y envuelto su labio inferior en la niebla de su pipa humeante.

– Los jóvenes, por ejemplo, que quieren que uno les enseñe cómo escribir – agregó -, les parece que todo lo que escriben tiene que ser, esperan ellos, publicado. No están dispuestos a sacrificar nada para aprender el oficio. Nunca les entra en la cabeza que lo que uno quiere hacer y lo que puede hacer son cosas completamente distintas, que todo escritor que valga la pólvora que se gastaría en mandarlo al infierno a través de un alambre de púas siempre está empezando de cero. No importa lo que pueda haber hecho en el pasado: lo que está tratando de hacer ahora lo devuelve a la juventud, y por mucha habilidad que haya adquirido en la técnica rutinaria, nada le ayudará si no es la pasión y la humildad. Leen un cuento en una revista y se inspiran y empiezan a aporrear la máquina de escribir con energía prestada. Llegan a un cierto punto y ahí se apagan.

Estábamos charlando en una salita anónima, alejada de su habitación y de la mía. Tan sólo una estantería de libros nos acompañaba. Chandler abría sus piernas ante la pequeña mesita que nos separaba y me miraba fijamente.

– Y luego está el estilo – continuó -. No puede planearse una buena historia; tiene que destilarse. A largo plazo, por poco que uno hable sobre el tema, lo más durable en lo que se escribe es el estilo, y el estilo es la más valiosa inversión que puede hacer un escritor con su tiempo. Las ventas se demoran, el agente se burla, el editor no entiende, y se necesitará gente de la que nunca ha oído para convencerlos poco a poco de que el escritor que pone su marca individual en lo que escribe siempre dará ganancia.

-¿Pero qué es el estilo?.-le pregunté llenándole la copa.

-La clase de estilo en la que estoy pensando es una proyección de la personalidad y es preciso tener una personalidad antes de poder proyectarla.

-¿Y la concentración al escribir?

– El escritor no tiene que escribir, y si no se siente en condiciones no debería intentarlo. Puede mirar por la ventana, o hacer el pino o retorcerse en el suelo. Pero no debe hacer ninguna otra cosa positiva, como leer, escribir cartas, mirar revistas o firmar cheques. Escribir o nada.

De repente la gata debió oir un ruido finísimo porque escapó eléctricamente. Por la puerta apareció Philip Marlowe. Me apuntó con la pistola. Yo a mi vez apunté a Raymond Chandler. Extendí el cañón de «El simple arte de escribir» (Emecé) y antes de dispararle le obligué a firmarme una dedicatoria.

MAIGRET

Nos sentamos en una cervecería de París Simenon y yo. Le pregunto por su parecido con Maigret.
– Poco a poco – me dice el novelista -, hemos acabado por parecernos un poco. Sería incapaz de decir si es él el que se ha acercado a mí o soy yo el que me he acercado a él. Es cierto que yo he tomado algunas de sus manías y que él a su vez ha tomado algunas mías. Fíjese: ¿se ha preguntado con frecuencia por qué Maigret no tiene hijos, cuando realmente le hubiera gustado tenerlos? Esa es su gran nostalgia. Y bien, esto es así porque cuando yo he comenzado los Maigret – y he debido de escribir al menos unas treinta novelas antes de tener yo mismo un niño – mi primera mujer no los deseaba. Ella me había hecho jurar antes de casarme, que no los tendríamos. He sufrido mucho por eso, porque yo los adoro…, como Maigret.
Paladeamos la cerveza y Simenon prosigue:
– Y entonces yo me he sentido incapaz de mostrar a Maigret volviendo a su casa y encontrando allí a uno de esos pequeñajos. ¿Qué diría, cómo reaccionaría ante sus gritos, cómo se arreglaría por las noches para darles el biberón si la señora Maigret hubiera estado enferma? Lo desconozco. En consecuencia, yo he tenido que crear una pareja que no pudiera tener hijos. Esa es la razón. Por otro lado, yo he avanzado en edad mucho más deprisa que Maigret. Teóricamente él debería haberse jubilado a los 53 años y medio, y cuando yo lo he creado él tenía ya 40 o 5o. En consecuencia, él ha vivido quince años mientras yo vivía cuarenta. Entonces, irremediablemente, yo le he prestado sin quererlo mis experiencias, y él en cambio me ha dado su actividad. Es uno de los raros, si no el único personaje que yo he creado que tiene puntos de vista en común conmigo. Todos los demás, o casi todos, son completamente independientes de mí.
Charlamos de la técnica de la novela policiaca, de la atmósfera de París, de la piedad que él tiene por los criminales.
– ¿Tiene piedad usted o es Maigret el que tiene piedad?- le pregunto.
-Yo no saco nunca conclusiones.-me dice levantándose.
Cuando salimos de la cervecería veo sentado en una esquina, embutido en su gabán y envuelto en el humo de su pipa, a Maigret que está leyendo una novela de Simenon.