VÉRTIGO

Paseo anoche con el autor de Las Diabólicas, la historia que llevó Clouzot al cine en 1955. Siempre que camino con Thomas Narcejac me hace ver lo que hay y lo que no hay en los paisajes, lo que esconde cuanto nos rodea.
– Ese álamo que me imagino – me va diciendo entre los árboles -, al borde de ese riachuelo que imagino, es más real, para mí, que el álamo real que se alza al borde del camino real. Porque el primero sé cómo está hecho puesto que soy yo quien lo ha creado, el otro no. ¿Ilusión? En absoluto. Usted me comprenderá perfectamente puesto que está escribiendo ese blog Mi Siglo que titula la invención de la realidad.
Indudablemente que le comprendo. ¿Estoy inventando yo ahora que camino con Narcejac o es verdad que es anoche cuando paseo con él y cuando me habla de nuevo?
-Por ejemplo – me dice -, fíjese usted: ese bosquecillo bañado por la luna es, al mismo tiempo, el bosquecillo-desde-donde-ha-disparado-el asesino, lo vemos con una nitidez, con una intensidad de la que habitualmente carece nuestra mirada. Nunca el mundo es más hostil, más patético que cuando ha cubierto la huida de un asesino. Hasta el menor detalle permanece en nuestra memoria, significativo e inolvidable. Si usted se da cuenta, al leer un libro policiaco, en el momento en que ha silbado la bala, o el cuchillo ha vibrado, las cosas que miraba el lector se han fijado bruscamente en una especie de eternidad; entre las cosas y el lector se ha establecido una comunicación que enriquece la ficción con todos los resortes de un mecanismo difuso, en bruto, pero arraigado hasta el fondo. ¿No le parece?
Es cierto. No me atrevo a pisar mucho esta realidad no vaya a ser que esté caminando sobre la invención, pero horas después, ya en casa, la imagen del sueño me trae a Simone Signoret y a Vera Clouzot en Las Diabólicas con aquel Paul Meurisse enigmático en la escena de la bañera. Ahora quisiera escapar angustiado, no puedo, me toma de la mano Narcejac, atravesamos corriendo esta película, y me hace subir a toda velocidad por esa escalera interminable donde ya me espera James Stewart arriba, abrumado, filmado por Hitchcock, antes de ser devorado por el Vértigo.

EL MISTERIO PICASSO

Cuando Picasso pinta un pájaro su mano traza el ojo que nos mira, ese ojo del animal sorprendido al ver que estamos entrando en el sagrado recinto de la creación. En el verano de 1955 el director de cine Henri- Georges Clouzot logró que Picasso accediera a pintar bajo los focos, rodeado de cámaras, técnicos y ayudantes, yendo y viniendo con su pequeño cuerpo bronceado, desnudo de cintura para arriba, la mirada fija en el trazo seguro e inesperado, el pulso firme sobre los cuernos de un toro o sobre el cálido plumón de una paloma que con sólo un rasgo rápido y preciso se transformaba en la mejilla de una mujer.
Clouzot, el director de Las Diabólicas, filmó su documento en los estudios cinematográficos de Niza bajo un calor, se dijo, «que hacía que el sol de afuera pareciera el de Islandia» y consiguió recoger el proceso de creación del pintor gracias a filmar los dibujos por la parte de atrás de un papel absorbente a través del cual las tintas de colores penetraban en el acto, con la ventaja de que la mano de Picasso no ocultaba su trabajo. Una vez trazada, cada línea parecía correcta e inevitable y daba la sensación – como ha dicho Penrose – de que ya estaba allí, pero que era invisible a todos salvo al artista.
En este documento fílmico excepcional, «Le mystère Picasso» – con música de Georges Auric y con montaje de Henri Colpi, que se estrenó en 1956 -, vemos el lápiz del pintor siguiendo a su ojo, el ojo dirigiendo a su mano, y mano y ojo descubriendo lo que hay en la mente, un misterio impenetrable, similar misterio al que existía en la cabeza de Leonardo o de Mozart. Pero, ¿qué cámara puede entrar en las secretas estancias cerebrales y sensoriales de un músico? Se ha dicho que Clouzot debería haber usado un microscopio metafísico de insólita potencia que actuara fuera de los límites de tiempo y espacio y haber dejado a un lado la cámara. Ese microscopio, por ahora, no existe. Vemos ir y venir al pintor, adentrarse en la blanca creación de un lienzo que parece cristal, un cristal que parece papel, un papel desde el que nos mira un pájaro, un pájaro con su ojo sorprendido como si nos preguntara qué hacemos allí, cómo nos hemos atrevido a entrar en el sagrado recinto de la creación.