LA DAMA DEL PERRITO

«Dmitrii Dimitrich Gurov, residente en Yalta hacía dos semanas y habituado ya a aquella vida, empezaba también a interesarse por las caras nuevas. Desde el Pabellón Verne, en que solía sentarse, veía pasar a una dama joven, de mediana estatura, rubia y tocada con una boina. Tras ella corría un blanco lulú». Así empieza «La dama del perrito» de Chejov. Gurov y Anna comienzan su romance en Yalta en pleno verano y Chejov y Olga salen a dar paseos por el jardín municipal de Yalta en ese otoño de 1899 donde Gurov y Anna conversan por primera vez en la pastelería Vernet. La vida y la literatura se entrecruzan. En medio va el blanco lulú corriendo de un lado para otro, alocado, juguetón, tanto que se cuela de pronto, muchos años después, en 1948, en el aula de la Universidad de Cornell, en donde está explicando Nabokov «La dama del perrito«. Se apoya un momento sobre sus patas traseras y escucha atentamente al escritor y profesor cuando éste dibuja ante sus alumnos cómo Chejov retrata a Anna: con»su talle robusto, sus cejas oscuras y pobladas, y su manera de llamarse «mujer que piensa» notamos sigue diciendo Nabokov en su Curso de Literatura Rusa la magia de las minucias que va recogiendo el autor: cómo la esposa acostumbra a omitir cierta letra muda, y llamar a su marido por la forma más larga y completa de su nombre, dos pinceladas que, unidas a la impresionante dignidad de su cejudo rostro y su porte rígido, componen exactamente la impresión buscada«.

Chejov se fija en los detalles de la vida y Nabokov se fija en los detalles de Chejov. El blanco lulú, mientras tanto, está inquieto, escapa. Aparece de repente años después, en 1987, junto a Marcello Mastroianni asomado a la pantalla de «Ojos negros», la película de Nikita Mikhalkov basada en varios relatos de Chejov, entre ellos en «La dama del perrito«. Sigue observando siempre Chejov a ese perrito desde su despacho. Se ha rodeado el escritor de sus objetos más queridos: cuadros de escenas rurales rusas pintados por Levitán y lienzos de su hermano Nikolái, un enorme cuenco de madera pintada que ha comprado un verano en Luka, el tintero de estilo egipcio y los candelabros que ha adquirido en Venecia, los elefantes en miniatura tallada que se ha traído desde Ceilán, colocados sobre su mesa de escribir, y muchas fotografías de amigos y contemporáneos: los actores del Teatro de Arte de Moscú, Tolstoi, y también los editores de las revistas y periódicos en los que publica.

Luego pasea por esta habitación orientada al sur, su estudio personal, tan excesivamente luminoso que ha tenido que poner cristales de color rosa en las ventanas, colocar persianas y empapelarla en tonos oscuros con un papel encargado especialmente en Odessa.

Ama Chejov los perros. Sobre todo los perros sin raza que un día instalará en el jardín y que se congregarán a su alrededor cada vez que ponga un pie fuera: el feroz Tuzik de cara arrugada que dormirá en el sótano; Kashtanka, un cachorro de ojos color miel, muy perezoso, que hace su hogar al pie de un olivo. Están también Schnap y Sharik, un animal pequeño de orejas negras y dientes muy blancos que ladra día y noche.

Pero cuando se acerca siempre a la ventana ve allí abajo, atento, mirándole, el blanco y diminuto lulú de «La dama del perrito» sentado sobre el tiempo.

(Imágenes:-1.- Marcello Mastroianni en la película «Ojos negros«/ 2.-Chejov en Melikhovo.-wikipedia/3.-Chejov con sus perros Schnap y Sharik, en 1904)

LAS HISTORIAS COMIENZAN

 Las historias comienzan. No se sabe cómo se desarrollan, no se sabe cómo acaban. De un pequeño grano de trigo puede nacer un mundo posterior, de la simiente se eleva un árbol y con  un diminuto grito apenas perceptible podría incendiarse un Palacio. Ya hablé en Mi Siglo el 28 de octubre del 2007 del interesante libro de Amos Oz «La historia comienza». En el cine es lo mismo. Cuando los labios de Marlon Brando pronuncian el nombre de Emiliano Zapata el círculo de la amenaza se cierne sobre el papel y el drama cinematográfico comienza. Elia Kazan va trazando su historia y los inicios y titubeos en la creación son los mismos en un film que en una escritura. Es el pánico escénico de la página en blanco, sea en un guión o en una novela. «Una página en blanco es en realidad una pared encalada sin ninguna puerta ni ventana. Empezar a contar una historia es como tontear con una persona totalmente desconocida en un restaurante. ¿Recuerdan al Gurov de Chéjov en «La dama del perrito«? – sigue explicando Amos Oz -. Gurov hace al perrito un gesto monitorio con el dedo una y otra vez, hasta que la dama le dice, ruborizándose: «No muerde», y entonces Gurov le pide permiso para dar un hueso al can. Tanto a Gurov como a Chéjov se les ha dado así un hilo que seguir; empieza el coqueteo y el relato despega. El comienzo de casi todos los relatos es realmente un hueso, algo con lo que cortejar al perrito, que puede acercarlo a uno a la dama (…) Así pues, uno se sienta y se pregunta qué debe ir primero y cómo llegar a ese comienzo en medio del camino. Sentándose. Garabateando en la hoja. Arrugándola. Tirándola. Garabateando en la hoja siguiente: formas, flores, triángulos, rombos, una casa con una pequeña chimenea, un gato sin pelo. Arrugándola de nuevo. Tirándola». Todas esas cuestiones de indecisión de escritura, de tanteos, aciertos y desaciertos se las plantea Oz. Pero luego llegan las preguntas de todo creador: «¿Qué es, en última instancia, un comienzo? ¿Puede existir, en teoría, un comienzo adecuado para cualquier relato? ¿No hay siempre, sin excepción, un latente «comienzo antes del comienzo»? ¿Algo previo a la introducción, al prólogo? ¿Un acontecimiento anterior al Génesis?».

Amos Oz se hace todas estas preguntas como se las hizo sin duda Elia Kazan ante la página en blanco antes de decidir que Marlon Brando iba a revelar su nombre – Emiliano Zapata – destacándose de entre todos los campesinos de la sala.

(Imagen: escena de «¡Viva Zapata!», de Elia Kazan, (1952)