VERANO 2018 ( 4 ) : ELOGIO DE LA SARDINA

 

 

«Una sardina, una sola es todo el mar, a pesar de lo cual yo recomendaré  – comentaba Julio Camba en «La casa de Lúculo o el arte de comer» –  que no se coma nunca menos de una docena; pero vea cómo las come, dónde las come y con quién las come (…) Las mejores sardinas, en opinión de Pepe Roig, el boticario de Villanueva de Arosa, son las del jeito, un arte catalana que se introdujo en Galicia durante el reinado de Carlos lll, y contra la que protestaron todos los mareantes del litoral (…)  Considero inútil advertir que las sardinas asadas no deben comerse nunca con tenedor. El tenedor dislacera de un modo brutal las carnes de la sardina y, aunque sea de plata, altera sus preciosas esencias.  Nada de tenedor, por tanto. Esa invención italiana, especie de mano artificial, sirve para ahorrar la natural cuando se trata de una comida mediocre; pero en las grandes ocasiones no hay que andarse con remilgos. Coja usted la sardina con los dedos, colóquela encima de un cachuelo y siga esta regla de oro: para cada cachuelo una sardina y para cada sardina un vaso de vino.

Y si después de haberse tomado una docena de vasos de vino con una docena de cachuelos y una docena de sardinas no está usted satisfecho, tómese usted una docena más, pero no cometa el error de tomar otra cosa; en primer lugar, porque habrá usted tomado un alimento completo, y, en segundo lugar, porque todo seguirá sabiéndole a usted a sardinas, como todo seguirá sabiéndole a sardinas por la noche y todo seguirá sabiéndole a sardinas al día siguiente. Las sardinas asadas saben muy bien, pero saben demasiado tiempo. Después de comerlas uno tiene la sensación de haberse envilecido para toda la vida. El remordimiento y la vergüenza no nos abandonará ya ni un momento y todos los perfumes  de la Arabia serán insuficientes para purificar nuestras manos».

 

 

(Imágenes -: sardinas – turismodevigo)

GASTRÓNOMOS, ESCRITORES Y LECTORES

«Mi gusto por la cocina, como aquel por la poesía, me vienen del cielo – confesaba Alejandro Dumas -.El primero ha estado destinado a arruinarme; el gusto por la poesía, en cambio, a enriquecerme, puesto que yo no renuncio a llegar a ser rico algún día«. En el momento en que se publican las recetas culinarias de Dumas vienen a la memoria tantos textos mezclados con sabores y olores, palabras aderezadas en bandejas de estilo, servidas por grandes escritores y gastrónomos, como cuando Cunqueiro, por ejemplo, dedica su epístola a los cocineros y cocineras en su «Viaje por los montes y chimeneas de Galicia» (Austral)  hermanado con José María Castroviejo. «No innovéis en cocina – les pide Cunqueiro a los cocineros -, porque corréis el riesgo de mezclar. Ateneos, hermanos, a la patrística, y así como no mezcláis los vinos, respetad la pureza del hallazgo antiguo, y si en vuestro fogón, un dichoso día, se produjese el milago, antes de publicar la receta, provocad procesos de canonización, y que el más fino de entre vosotros sea el abogado del Diablo».

Del arte de comer y del arte de la palabra hablé ya en MI SIGLO. Como también dediqué otro artículo a cocina y literatura. Brillat- Savarin escribía que estaba tentado de creer «que el olfato y el gusto no forman más que un sentido del que la boca es el laboratorio y la nariz la chimenea, o para hablar más exactamente, del que uno sirve a la degustación de los cuerpos táctiles y el otro a la degustación de los gases«.

Olfato y gusto los paseaba igualmente Alejandro Dumas cada vez que visitaba Marsella. Caminaba por los muelles, compraba pescados y mariscos, volvía a su hotel y, en mangas de camisa, confeccionaba una sabrosa bullabesa. En 1857 daba especiales clases de cocina en su casa y uno de los asistentes cuenta cómo el escritor, con las mangas de su camisa remangadas hasta los codos y ante un tablero blanco, preparaba la cena. «Cuando entramos en su inmensa cocina, estaba elaborando un pescado y vigilando el asado. Su sirviente, con adoración muda, seguía cada paso del gran novelista (…) El asado apareció dorado, soberbio. La cena fue exquisita«.

Entre tantas otras ciudades del mundo, la capital de Francia ha recibido siempre, como si tuviera imán para los manjares, los productos que abastecían sus comedores. En el siglo XVlll Eugêne- Victor Briffaut, en su libro «París en la mesa,» contaba que «cuando París efectivamente se sentaba a la mesa, la tierra entera se estremecía; de todas las partes del universo conocido llegaban los productos de todos los reinos, aquellos que el globo ve crecer en su superficie, aquelllos que guarda en su seno, aquellos que el mar esconde y alimenta, aquellos que pueblan el aire: todos se aceleran, se presentan presurosos para obtener el favor de una mirada, una caricia o una dentellada».

En España, la literatura y la gastronomía se han ido cruzando, siglo a siglo, por los caminos del mutuo interés. Evocaba Néstor Luján en un artículo de hace años los libros de Emilia Pardo Bazán, «La cocina española» y «La cocina moderna», el «Practicón» de Ángel Muro, la «Guía del buen comer español» de Dionisio Pérez y, naturalmente, la excelente «La casa de Lúculo o el arte de comer» de Julio Camba, y las obras de Pla.

Muchos otros autores antiguos y modernos han ido escribiendo sobre el tema. Mientras los leeemos, vemos pasar de plato a plato la perdiz y la paloma torcaz, la codorniz y el pato, la liebre, el conejo, la nutria, el corzo, el jabalí y el ciervo mientras Cunqueiro continúa su epístola a los cocineros y cocineras elevado sobre todos los montes y entre las chimeneas de toda Galicia.

(Imágenes.- 1.-Joan Miró.-naturaleza muerta con conejo/2.-Nicolay Bogdanov-Belsky/3.-Félix Valloton.- bodegón con pimientos rojos.- artisangallery/4.-Stanko Abadzic.-tenedor y plato.-contemporaryworks)

ARTE DE COMER, ARTE DE LA PALABRA

   »  Al mediar de la primavera – escribe Pla en su «Viaje a pie«-  llegan las primeras, pequeñas fresas de bosque y de jardín, y su perfume parece entremezclarse con el olor de las violetas. Luego aparecen los fresones que coinciden con las carnosas rosas rojas de San Poncio, con sus pétalos grandes y frescos. Las ciruelas aparecen en seguida, con su color de agua dormida, coincidentes con el apasionado y seco perfume del espliego. Y las cerezas, que son de tan diversas clases y de una gama de colorido que va del rojo negruzco a los carmines más evaporados, delicadísimos. Las mejores son esas últimas, que llamamos de cor de colom, que tienen la carne dura y prieta. Los pájaros adoran las cerezas, y me he entretenido a veces en los huertos contemplando los gorriones metidos en el follaje de los árboles acariciándose su pequeña cabeza en la mejilla de la fruta colgante, antes de hincarles en la carne el pequeño embudo de su pico. Las cerezas llegan con el menudo, morado tomillo y la retama amarillenta».


Los escritores llegan así con su prosa – igual que los pájaros – y pasan sus palabras por la piel de la fruta, la acarician, y recorren luego las láminas del pescado y también las venas de la carne y aspiran en el aire todos los aromas. El gran poeta y crítico inglés W. H Auden reconocía los valores de la excelente crítica gastronómica norteamericana M. F. K. Fisher como «la más grande estilista de lengua inglesa«. Autora de la «Biografía sentimental de la trucha«, su relación con los alimentos le hacía mover entre sus páginas las patas de los crustáceos y bullir el pálpito de sus sopas junto al horno caliente. Era el deslizarse de la mantequilla sobre las pistas del paladar, los sabores presentidos, los olores expandidos. Era la procesión del olfato adelantándose a la del gusto a la  que Julio Camba alude en «La casa de Lúculo o El arte de comer» cuando opina que una mesa de comedor puede adornarse con frutas, pero no con flores. «Las flores –dice – tienen una fragancia muy poco gastronómica  y su empleo como gala de comedor sólo puede recomendarse en aquellos casos donde no se pretenda estimular el apetito de los comensales«.

Son opiniones. «Nada se come sin olerlo con más o menos reflexión; – decía Brillat- Savarin en su «Fisiología del gusto» – y, cuando se trata de alimentos desconocidos, la nariz hace siempre de centinela avanzado que grita: «¿Quién vive?«. Pero los escritores entran curiosos en los comedores, incluso penetran en las cocinas, abren con las pinzas de sus adjetivos las orondas soperas, husmean con sus observaciones la profundidad de los hornos, comprueban con sus minúsculos calificativos los tarros de las especias, y cuando vuelven otra vez al comedor «llegan siempre un poco tarde -recuerda Brillat-Savarin -, con lo que se les recibe mejor, porque se les ha esperado con afán; se les agasaja para que vuelvan y se les regala para que brillen; y, como lo encuentran muy natural, se habitúan a ello, y se hacen y siguen siendo gourmands«.

Pequeño apunte en torno a «El arte de comer«, la actual exposición en la Pedrera, Barcelona.

(Imágenes:-1.-National Geographic/ 2.- Ben Schonzeit.-artnet/ 3.- La cena.-Pamela J Crook.- Hay Gallerie Hill.- Londres.-pjcrook.com/4.-Paul de Vos.-elpais. com)