VIEJO MADRID (57) : VIVENCIAS Y RECUERDOS (2)

 

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José Ortiz de Pinedo , mi abuelo materno, trabajaba como Secretario de la Tenencia de Alcaldía del Distrito de Palacio, en el barrio madrileño llamado popularmente de La Latina, en la Carrera de San Francisco, antigua y ancha calle que desciende desde la Plaza de la Cebada hasta la Basílica de San Francisco el Grande. Allí, como todas las mañanas, Ortiz de Pinedo tomaba el metro para volver a comer a su casa del barrio de Chamberí.  Como todos los escritores del mundo, me imagino que conforme se iba alejando de su despacho oficial del Ayuntamiento y se iba acercando, entre pasillos, escaleras y transbordos a su pequeño despacho literario de la calle de Raimundo Lulio, las figuras de sus invenciones asaltarían poco a poco su imaginación y los personajes de sus novelas se perfilarían alternándose unos con otros, salpicados también con brotes de poemas. Paul Valèry recuerda al hablar de los mecanismos de la inspiración que “el primer verso se nos ha dado”, es decir, es un don, nos es impuesto, no tenemos más remedio que escribirlo. Luego viene el artista con toda su elaboración costosa, con la habilidad, la experiencia, el esfuerzo creativo, la acabada y a veces muy ardua perfección. Pero ese primer verso de Ortiz de Pinedo – como el que acompaña a tantos poetas del mundo – ya viajaba con él en el metro, se iba desprendiendo en el desván de su memoria de los expedientes e informes burocráticos que no había tenido más remedio que resolver el poeta en las oficinas del Ayuntamiento, y conforme iba dejando atrás los andenes y las estaciones sin duda ese primer verso prevalecía sobre todos los demás temas y preocupaciones, se cuajaba en  primeras líneas de poemas, como así había sucedido años atrás en libros suyos de poesía, tales como “Dolorosas (publicado en 1903) o “Huerto humilde” (de 1907).

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Y fue sin duda otro primer verso – lo recuerdo muy bien – el que hizo brotar otro día – un año antes, en 1955 -una nueva conversación entre Ortiz de Pinedo y yo – entre abuelo y nieto – en el silencio de aquel despachito. Ortiz de Pinedo se levantó una tarde del sillón, y con el cuidado que él tenía para todas sus cosas, me mostró con afecto un libro. Era un libro de poemas de Pío Baroja, “Canciones del suburbio”, publicado por Biblioteca Nueva en 1944. En la dedicatoria se destacaba con la letra clara y menuda del autor de “La busca”: “Al poeta J Ortiz de Pinedo. Cordialmente. Pío Baroja”. Y aquel libro de poesías de Baroja llevaba también un prólogo firmado por Azorín.

 

escritores-nhhu-Baroja- foto Nicolas Muller- mil novecientos cincuenta

 

No sé exactamente si la idea fue de mi abuelo o fue mía, pero lo cierto es que en aquel mismo año de 1955 visité a Baroja. Vivía Don Pío en la madrileña calle Ruiz de Alarcón, en el número 12, a pocos pasos del Museo del Ejército, no lejos de la Academia Española. Recuerdo que me abrió la puerta el destacado historiador, antropólogo y folklorista Julio Caro Baroja, sobrino de Don Pío, que entonces tenía 41 años, y él me hizo pasar a la amplia sala de la célebre mesa camilla barojiana, allí donde el autor de tantas novelas memorables (a pesar de su mala salud, Don Pío moriría en octubre del año siguiente) recibía. Tenía Baroja entonces 83 años, pero recuerdo perfectamente aquella conversación porque fue muy novelesca. Tras presentarme como nieto de Ortiz de Pinedo le comenté que mi abuelo me había enseñado un libro suyo de poemas. Estábamos los dos solos. Baroja cubierto con su famosa boina, calados los lentes, afable, me miró y me preguntó:

  • ¡Ah, ¿pero yo he escrito poesía?

Le contesté que sí.

  • ¿Y cómo se llama el libro? – me insistió con curiosidad.
  • Canciones del suburbio” – contesté.
  • Entonces Don Pío tomó una campanilla que estaba sobre la mesa, la agitó, y pronto apareció Julio Caro en la puerta.
  • – Julio – le dijo -, este chico me dice que yo he escrito poesía. Busca el libro. Tráemelo.

Efectivamente, pronto aquellas “Canciones del suburbio” estuvieron sobre la mesa camilla y Baroja las hojeó complacido y asombrado.

Yo sabía que me encontraba esa tarde ante una de las grandes figuras de las letras españolas, y cuando años después leí “Gente del 98”, el delicioso libro de Ricardo Baroja, el excelente pintor y escritor, hermano de Don Pío, al evocar mis vivencias con Azorín y con Baroja, repasé aquella escena que Ricardo Baroja evoca sobre los dos escritores: “Cuando Martínez Ruiz venía a casa – dice Ricardo Baroja – se sentaba siempre en la silla colocada bajo el cuadro de asunto romano. Allí permanecía durante tres cuartos de hora, interviniendo en la conversación con escasos monosílabos. Martínez Ruiz siempre ha sido parco en palabras.

Se presentó a mi hermano Pío de la siguiente manera:

Martínez Ruiz, que conocía de vista a mi hermano, se le acercó y le dijo:

  • ¿Usted es Pío Baroja?
  • Sí, señor.
  • Yo soy José Martínez Ruiz. Mi seudónimo es Azorín.

Se estrecharon las manos y desde entonces son amigos”.

 

 

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Y ahora estaba yo ante ese mismo Baroja como estaría años después ante el cadáver de Azorín. Son coincidencias – o sin duda búsquedas determinadas, meditadas, muchas de ellas provocadas en mi vida, en Madrid, en Roma, en París – que me han hecho seguir los senderos de la literatura y del arte, caminar y entrar en los talleres de poetas y de músicos, de escultores y pintores, también de directores de cine, preguntando, inquiriendo, interesado siempre por los mecanismos de la creación.

Pero los mecanismos de la creación en Ortiz de Pinedo no fueron revelados entonces – en 1956 – de abuelo a nieto. En primer lugar, por el arco de los años que separaban a los dos: un nieto de 20 años ante un abuelo de 75, y en segundo lugar porque muchas veces los creadores no saben a ciencia cierta qué han creado, simplemente crean, no saben explicarlo, y son después los investigadores, los intérpretes, quienes les revelarán el significado. Muchos ejemplos podrían citarse sobre todo esto en la Historia de la Literatura.  Me limitaré a dos por curiosidad: como he dicho ya en algún sitio, cuando Kafka escribe “La condena” en 1912 le confiesa a su novia Felice Bauer que a ese relato “no le encuentra él ningún sentido” y será meses más tarde la misma Felice en una carta quien le dé una explicación sobre lo que ha escrito. Asimismo, cuando el Premio Nobel, el escritor judío Isaac B. Singer, publica su gran cuento “No visto”, no sabía en realidad qué había escrito y será el profesor y también escritor, el triestino Claudio Magris, quien revele en su libro “Ítaca y más allá de qué forma, años después, paseando un día por los Alpes suizos con Singer, le descubra al autor el sentido de su cuento. “Había escrito una historia – comenta Magris – pero quizá, como Kipling, no habría sabido explicar – y quizá ni siquiera comprender – su significado”.

 

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Si ahora –por un juego de luces y de años – pudiéramos estar juntos otra vez abuelo y nieto en aquel despachito de la calle de Raimundo Lulio sin duda le preguntaría a Ortiz de Pinedo por aquellos versos suyos de “Canciones juveniles”, su libro publicado en 1901. Por un prodigio del recuerdo, parece que lo tuviera aquí delante, en las manos, y lo ha editado la “Imprenta de José S. Quesada”, calle de Olid 8. Está Ortiz de Pinedo sentado ante mí en el tiempo y le leo en voz alta:

 

“Bajo la pantalla verde,

bajo la luz melancólica

de la lámpara que cuelga

en mi estancia silenciosa

¡cuántas veces, trabajando

en muda batalla sorda,

me ha esclavizado el insomnio,

me ha sorprendido la aurora!”.

 

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Sí, es esta pantalla verde del despacho donde él trabajaba, este despacho a mitad del pasillo, la que ilumina ahora el recinto de la elaboración, el refugio de la contemplación. Esta pantalla, estos libros, este silencio – la humildad del silencio, hay que añadir – han acompañado siempre a Ortiz de Pinedo. Pero de repente, mientras me entrega el libro,  aparece escondido entre las hojas de “Canciones juveniles”, un recorte amarillento que cae al suelo. Me inclino y lo recojo. Es una tira del periódico “El Liberal”, fechada el 27 de febrero de 1901 y resume en columna necrológica la vida de Manuel Ortiz de Pinedo, tío y tutor del escritor. La lámpara de la pantalla verde nos ilumina en este momento a  abuelo y nieto, pero también ilumina las vidas que se fueron, como ésta que se llevó consigo al periodista y senador Manuel Ortiz de Pinedo, “íntimo de Castelar” – reza la nota de periódico que estoy leyendo -, autor, entre otras obras, de la comedia “Los pobres de Madrid”, estrenada en el Teatro Español. Son esos instantes de la historia menuda familiar, instantes en que “la vida se va” y a la vez la vida viene, viene y se va la vida en este despacho de la calle de Raimundo Lulio, vienen y se van los antepasados de Ortiz de Pinedo, van y vienen los recuerdos.

(una pequeña evocación familiar – y  también madrileña – que de vez en cuando continuará…)

 

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(Imágenes.- 1.-Catalá Roca.-alisonmelanie wordpress/2.-Catalá Roca.-tiemposmodernos com/ 3.-Pío Baroja en el Retiro- foto Nicolas Muller- 1950/ 4.-Catalá Roca- paseo de Recoletos- 1953/ 5.-Catalá Roca- tienda de fabrica com/ 6.- Catalá Roca- la Gran Vía- elmundo es/ 7.-Catalá Roca- lectureinspanish com)

INTERIORES DE BAROJA

Alguna vez en Mi Siglo he hablado de mi encuentro en 1955 con Baroja. Y cuando releo las «Visitas literarias de España», de Enesto Giménez Caballero (Pre- textos) rememoro aquella otra visita mía inolvidable. «Pío Baroja dice Giménez Caballero – ha conservado aquí en Madrid – como Salaverría – la costumbre vasca de andar por casa con boina, como si en lugar de un piso fuera un caserío destartalado y húmedo lo que tuviera que recorrer.

(…) Baroja, mientras trabaja, permanece en su nido del último piso, tocando las nubes con la boina, en una estancia sobria y recia. También para comer lo hace a esas alturas, con su madre.

Allí se sientan los dos, cara a cara, en un grupo un poco conmovedor, y que desasosiega vagamente.

Parece entonces Baroja revelar su último secreto, quizá el secreto de su genialidad: parece entonces descubrirse en Baroja al niño enorme, tímido, dulce e indefenso con una tara misteriosa, que come sus platos de legumbres, contemplado en silencio por unos ojos que todo lo han comprendido de un golpe entrañable y que no le pueden abandonar».

Fuera, en la calle – en el tiempo – suena el  elogio sentimental del acordeón, del que también ya hablé aquí.

Y en ese  momento entro yo a verle desde la calle – desde el tiempo – para charlar con el autor de «La Busca».

(Imagen: Baroja, por Picasso para la Revista «Arte joven«)

VIEJO MADRID ( 8 ) : ANTE BAROJA

 

 Ruiz de Alarcón 12.-casa de Pío Baroja. hasta 1956.-17-8-2009

En mis paseos por Madrid, al llegar a este portal de la calle de Ruiz de Alarcón 12, mis recuerdos vuelven a aquel día de 1955, en que entré aquí para visitar a Baroja. Me recibió en el pasillo de la casa Julio Caro Baroja, hijo de Carmen Baroja y de Rafael Caro Raggio, sobrino del novelista y del pintor Ricardo, y nieto de Serafín Baroja, corresponsal de guerra y autor de teatro y de novelas escritas en vascuence.

No sé exactamente en qué día  fue. Únicamente ocurrió una vez: la primera y única, aunque yo hubiera deseado que no fuera la última. Por los detalles que proporciona en Los Baroja su sobrino, debió de ser antes de la intervención quirúrgica que sufrió el novelista;  El motivo de mi visita a Baroja ‑yo estudiaba entonces Filosofía y Letras en Madrid‑ fue un encargo que me hiciera mi abuelo materno, con el cual vivía por entonces: el escritor José Ortiz de Pinedo. Por su casa de Raimundo Lulio, en pleno barrio de Chamberí, pasaban siempre sombras de literatura.

Y quedaba un manuscrito, que dirige Baroja a mi abuelo, dado que sobre Canciones del suburbio ambos, al parecer, cambiaron impresiones. Al poeta J. Ortiz de Pinedo, cordialmente ‑se lee en el página primera‑, Pío Baroja.)

No creo que me abriera la puerta de aquel piso en la calle de Alarcón, Clementina Téllez. No recuerdo quien fue. Sólo a él, a don Pío, tengo presente ahora. Sentado en su sillón, la boina puesta, le saludé con emoción. Estaríamos juntos un cuarto de hora; los dos éramos “personajes” de cualquiera de sus novelas. Le expliqué mi encargo; él me contestó casi textualmente:

‑¿Pero es que yo he escrito poesía? ‑me dijo. Y al poco, preguntó: ‑¿Y cómo se llama el libro?

(Mi tío Pío escribe Julio Caro en Los Baroja‑ había perdido casi la memoria.)

Canciones del suburbio ‑respondí.

Llamó don Pío al timbre y entró el sobrino. Pidió Baroja que le trajesen su obra. La hojeó. Y yo me atreví más tarde:

‑Don Pío: ¿usted podría enviarnos unas cuartillas para hacerle algún acto en Filosofía y Letras?

Estuvimos hablando de aquello, pero yo no quise cansarle. Le añadía algo y él guardaba silencio. Estuvo afable, muy interesado. Me acompañó luego, Julio Caro, otra vez hasta la puerta.

Es todo lo que puedo decir. Poco. Luego se cerró aquella casa de la calle de Alarcón. Y me quedaron sus libros. Me quedó sobre todo aquel pequeño recuerdo.

Baroja.-por Eduardo Vicente.-Ciudad de la pintura


Baroja – siempre lo he recordado -andando por los desmontes de Madrid en la época de La Busca parece un aguafuerte goyesco. Embutido en un abrigo negro, ligeramente encorvado, el sombrero –negro también– bajo un cielo en contraste rayado, la claridad del papel de la vida y el rasgo del dibujo a carbón, nos dan la pintura de este hombre de 32 años que avanza por los cortes del pesimismo, sobre los cascotes de la crudeza, esa frontera –no del «golfo» madrileño– sino del claroscuro entre el trabajador y el ocioso, el que formará en La lucha por la vida –la trilogía de La Busca, Mala hierba y Aurora roja– el personaje central –Manuel– y su unidad novelística.

Este Baroja que anda por las afueras de Madrid nace en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872. Hijo de don Serafín y de doña Carmen, con tres hermanos más –uno de ellos Ricardo, excelente pintor, autor de un delicioso libro revelador de una época, Gente del 98–, Pío Baroja a los 45 años tendrá el bigote espeso y la nariz gruesa, la barba corta y rojiza, los labios rojos y la sonrisa melancólica, un esqueleto fuerte, manos grandes y poco hábiles y se refugiará en los paseos solitarios. Mientras a Valle‑ Inclán le gustarán los paseos interminables y fabuladores donde creará historias de increíbles protagonistas, a Baroja le atraerán los tipos y sus detalles acumulados como escombros, existencias en el umbral incierto del dolor, cavernas de humorismo agridulce, vidas sombrías, canciones de un suburbio áspero y a veces irónico, cerros de Madrid contemplados desde la altura de la distancia. En el sotillo próximo al Campo del Moro –escribirá en La Buscaalgunos soldados se ejercitaban tocando cornetas y tambores; de una chimenea de ladrillo de la Ronda de Segovia salía a borbotones un humazo obscuro que manchaba el cielo, limpio y transparente; en los lavaderos del Manzanares brillaban al sol ropas puestas a secar, con vívida blancura. «Baroja –murmurará Valle‑Inclán– quiere que la realidad sea fotográfica, y de este modo escribe libros que sólo le gustan a un perro que tiene que se llama Yock«. Dirá esta frase en el café de Fornos, en un banquete en honor de Galdós. Baroja, que está cerca, lo oye. Como había oído un día a Blasco Ibáñez decirle sobre su trilogía La lucha por la vida. «Eso que ha hecho usted en las tres obras son estampas, pero hay que pintar el cuadro». Y Baroja le respondió: «Es probable. Mas no por ello todos los cuadros son buenos. Hay cuadros que son deplorables.»

madrid.-EE.-Corrala.-por Eduardo Vicente.-ciudad de la pintura

Pintar cuadros. Acumular infinitos detalles minúsculos. Conservar la distancia como estilo. Eso hará Baroja. Los paisajes de Madrid en muchas novelas suyas –como sucederá con Londres en La ciudad de la niebla– se intercalarán con las situaciones y los diálogos, irán dejando brochazos de prosa sobre la intensidad dramática. La Puerta del Sol cierra la última página de La Busca en los lindes de la madrugada:» Danzaban las claridades de las linternas de los serenos en el suelo gris, alumbrado vagamente por el pálido claror del alba, y las siluetas negras de los traperos se detenían en los montones de basura, encorvándose para escarbar en ellos. Todavía algún trasnochador pálido, con el cuello del gabán levantado, se deslizaba siniestro como un búho ante la luz, y mientras tanto comenzaban a pasar obreros… El Madrid trabajador y honrado se preparaba para su ruda faena diaria»

Madrid.-ÑÑ.-tomando un trago.-por Eduardo Vicente,.Ciudad de la pintura

Siempre en las ciudades hay un cerco indefinido que dibujar, una hora que cabalga en la duermevela, un cinturón geográfico y social que tiñe de dormitorios la franja de los que vienen y van del trabajo al ocio y del descanso al trajín, la zanja de las horas lívidas, el paso de los primeros bostezos. Siempre en los desmontes de las capitales hay un ojo literario enfundado en un abrigo negro, un ojo lúcido que es testigo de cuanto ocurre en la frontera entre vicio y bondad, sobre la línea de un horizonte donde las cercanías del desamparo hurgan en el cúmulo de la miseria. Los personajes de Baroja en La Busca cruzan Madrid sin sentido del tiempo, bajan las calles del espacio entrando por una página, interviniendo en una escena y desapareciendo. La filosofía de Baroja es la del «transeúnte y paseante en corte» y si Unamuno lucha contra el tiempo y contra la muerte, si Azorín trata de inmortalizar el instante y si Valle‑Inclán, al estilizarlo, lo hace atemporal, Baroja consigue la permeabilidad del tiempo, dejar siempre «una ventana abierta». Los personajes barojianos del Madrid de La Busca bajarán con frecuencia hacia el paseo de las Acacias, hacia el Puente de Toledo, los veremos cerca del Manzanares, saldrán a la carretera de Andalucía. El Bizco, Vidal, Manuel, el señor Ignacio… La Petra se muere y su hijo entra en la habitación de al lado para pedir auxilios: Manuel entró en el comedor. En la atmósfera espesa por el humo del tabaco, apenas se veían las caras congestionadas. Es el paisaje interior, el umbral entre noche y vida, el día y la muerte entre las palmas y las castañuelas del Domingo de Piñata en la casa de huéspedes, pared con pared con la Petra que se muere. Siempre hay esa hora sin agujas del estertor inesperado, el áspero sabor de boca que muestra el contraste definitivo de la existencia.

Madrid.-FF.-El vagabundo.-por Eduardo Vicente.-Ciudad de la pintura

Cuando en 1956, acercándose aquel 30 de octubre en que Baroja se fue de este mundo, la Muerte se iba acercando a la calle Ruiz de Alarcón donde el novelista vivía con su sobrino Julio Caro, las volteretas de las anécdotas daban su adiós despidiéndose. Una vez, comiendo algo, Pío Baroja comentó desde su ancianidad: «Este pescado tiene buen sonido». Y otro día, mirando a una visita que se reía, viéndolo todo de color de rosa, Baroja comentó a su sobrino: «Oye, eso que hay ahí: ¿es un plato de arroz con leche?».

Iba dejando la muerte como anticipo una huella de comicidad, la socarronería de un viejo escritor desde la última vuelta del camino, antes de desaparecer de nuestra vista».

«El artículo literario y periodístico.-Paisajes y personajes«, págs 128-131)

(Imágenes:-1.-casa de la calle Ruiz de Alarcón 12 donde vivió Baroja hasta su muerte, en 1956.-foto JJP/2.–retrato de Pío Baroja por Eduardo de Vicente/3, 4 y 4.-dibujos y pinturas de Eduardo de Vicente)