INTERPRETACIÓN Y TRADUCCIÓN


¿Es cierto que la mejor traducción en nuestra prosa de A la busca del tiempo la hizo Pedro Salinas, como afirma Andrés Ibáñez? ¿Es cierto que gran traducción fue la de Cortázar a las Memorias de Adriano de Yourcenar, la de Alfonso Reyes a Chesterton, la de Borges a Las palmeras salvajes de Faulkner, la de Dámaso Alonso a Retrato del artista adolescente, la de Juan José del Solar a La metamorfosis de Kafka? De todo esto habla y se pregunta un gran traductor como es Miguel Sáenz, que ha vertido al español obras de Brecht, Grass o Thomas Bernhard en un interesantísimo artículo, El castellano bien temperadoQuimera«, octubre 2007).

Miguel Sáenz – empleando el paralelismo de la traducción con la interpretación musical – confiesa que cuando se sitúa ante un texto ( que normalmente coloca sobre un atril) , se siente como un músico dispuesto a acometer la tarea de descifrar, asimilar y expresar lo que otro compuso. Esta similitud entre interpretación musical y traducción, tan querida a Sáenz, la apoya él, entre otras cosas, en un texto de la finlandesa Oili Suominen que dice: «Todos los traductores de Grass tienen la misma partitura delante, pero cada uno toca su propia interpretación y frasea a su modo, y cada instrumento tiene su propio sonido».

Viene esto a cuento del amable y muy preciso comentario que he recibido a mi entrada «Traductor, pero no traidor» de hace pocos días. Defiende muy lógicamente quien lo envía, hablando del traductor, «el reconocimiento de un trabajo en la sombra, para que el lector recuerde quién le ha trasladado, o le ha aproximado al carácter de la obra inicial». Sáenz, refiriéndose a ese valor y a ese reconocimiento, declara que «resulta evidente por qué el nombre del traductor debe figurar en la portada del libro: nadie quiere escuchar simplemente una Novena de Mahler sino una Novena dirigida, por ejemplo, por Abbado«.

«La inteligibilidad del texto, la experiencia y estilo del traductor, que puede permitirse ciertas licencias para justificar su trabajo» , como señala quien me manda el comentario, es algo obvio. El ejemplo de Georges Perec y sus vocales a la hora de traducir es bien palpable. Por otro lado, la musicalidad de los escritores austriacos – de Roth o de Bernhard, entre otros – exige, como dice Sáenz, un buen oído. Son los ritmos, melodías y armonías internos los que mueven tantas veces la lengua. Como en ese artículo se cita, el cantaor Enrique Morente dijo en una ocasión: «Un amigo me habló de un poema que cuenta cómo se sufre traduciendo un poema. Para mí, eso es la esencia del arte: una continua traducción y bastante angustiosa por cierto. Se trata de traducir sentimientos, de plasmar los sentimientos de la tradición, los caminos transitados antes por otros, en tu propio idioma».

UN GOLPE DE TAMBOR

Y vimos una larga procesión por la ancha calle que bordeaba el Central Park. Era el cortejo fúnebre de un bombero, de cuya muerte nos habíamos enterado por los periódicos. Los que encabezaban el cortejo estaban casi directamente por debajo de nosotros cuando la procesión se detuvo y el maestro de ceremonias avanzó y pronunció una breve alocución. Desde nuestra ventana del piso once sólo podíamos conjeturar lo que decía. Hubo una breve pausa y luego un golpe sobre el tambor enfundado, seguido de un silencio de muerte. Luego la procesión siguió su camino y todo terminó. La escena nos arrancó lágrimas y miré ansiosamente hacia la ventana de Mahler. También él se había asomado a la ventana, y por su rostro corrían las lágimas. El breve golpe de tambor le impresionó tan profundamente que lo usó en la Décima Sinfonía.
Así cuenta Alma María Schindler este suceso ocurrido en 1907, cuando estaba viviendo con su marido Gustav Mahler en el Hotel Majestic de Nueva York. El golpe de tambor resonó en la calle, abrió un silencio en las muchedumbres admiradas, en las puertas de los edificios, retumbó en las vitrinas de los escaparates, entró hasta lo más hondo del oído del director de orquesta y compositor austriaco y se quedó el golpe de tambor escondido en el camerino del creador, sin salir, apagados sus pliegues en la penumbra de su conciencia hasta el momento de saltar al pentagrama, hasta el momento de escribir la Décima. Como en el Adagieto que Visconti introdujera en La muerte en Venecia, este tambor neoyorquino acompañó a la composición de Mahler, aquel oído que se elevaba de la naturaleza y se inclinaba a escuchar el canto de los pájaros y el leve sussurro de las hojas movidas por el aire, aquel oído que intentaba interpretar los sufrimientos interiores del mundo.
Verdi decía que copiar lo verdadero puede ser una buena cosa, pero inventar lo verdadero es mejor, mucho mejor. Un grito de un vendedor ambulante sirvió para el coro de sacerdotes de Aida y este tambor en el silencio de una calle abrió el espacio sonoro de la música.