PARÍS, 1968

Esta vez en Mi Siglo he de hablar de una fecha personal. Hoy hace exactamente cuarenta años que publiqué mi primera crónica desde París como corresponsal del diario ABC de Madrid, puesto en el que estuve cerca de tres años.
Llegué a París un día de abril de 1968, una tarde lluviosa, y al aparcar desorientado en el Bois de Boulogne hasta esperar que la lluvia cesara y entrar en la ciudad oí repiquetear en el techo de mi coche cargado de libros todas las puntas de aquel 1968 que ya habían caído y algunas de las que aún iban a caer, maravillas de la historia y del periodismo. Caía 1968 con Dubcek en Checoslovaquia, nombrado primer secretario del partido; en Corea era capturado el buque estadounidense Pueblo en el mar del Japón; había una ofensiva del Thet en Vietnam del Sur; moría el cosmonauta Yuri Gagarin en accidente de aviación; y seguía lloviendo y moría también Jaume Sabartés, íntimo amigo y biógrafo de Picasso, disturbios estudiantiles agitaban España, concedían el Óscar a Rod Steiger y a Katherine Herpburn… y aún seguía lloviendo, aunque muy poco a poco fue amainando y aproveché entonces para arrancar de nuevo y bajar hasta la orilla del Sena – Avenue Kennedy, Avenue New York, Pont de l´Alma – hasta llegar a mi primera habitación en París, Hotel Gaillon, en la rue Gaillon, a pocos pasos de la Ópera.
Agradeceré siempre aquel cuartito del Hotel muy cerca de la place de la Bourse desde donde mandaría mis crónicas por «telex» y agradeceré ese enclave, tan vecino a los puentes del Sena, que también me permitió seguir el 10 de mayo hacia las tres de la tarde a la enorme multitud de estudiantes cruzando el río camino de la Sorbona en plena ebullición de los «sucesos» de aquellas famosas semanas.
Estos días en que aparece mi libro «París, mayo 1968. Crónica de un corresponsal» (Eunsa) y al que me referiré alguna vez más en Mi Siglo, la capital francesa me trae numerosos recuerdos. El 28 de aquel mes de mayo conocería en el Hotel Continental de París a un Francois Mitterrand que entonces tenía cincuenta y dos años, el 11 de mayo estaría con Daniel Cohn-Bendit entre el humo de las barricadas, en varias ocasiones – en conferencia de prensa en El Elíseo – con el general De Gaulle. Los domingos – sin duda para oxigenarme de tanta intoxicación política – charlaba largamente con intelectuales y artistas, como Gabriel Marcel o Robert Bresson, algunas de cuyas entrevistas las he incluido en los enlaces personales de este blog.
Escribir día a día las crónicas de la «revolución de mayo» – que ahora se recogen y comentan históricamente en este libro – supuso para mí el privilegio de estar en la primera fila de unos acontecimientos de enorme eco. A veces el periodismo aporta esas ventajas y transmite también esas responsabilidades. 1968 fue un año crucial en la célebre década de los sesenta. Eran los tiempos de los Beatles y sus melenas; el pelo de los Rolling Stones o de Jim Hendrix. Melenudos, desaliñados. Sin duda por eso fue el año en que se cantó:
«No hay palabras que canten la belleza, el esplendor, la maravilla de mi pelo, pelo, pelo, pelo, pelo, pelo, pelo. /Ondearlo, mostrarlo, tan largo como Dios lo pueda hacer crecer, mi pelo./ Lo quiero largo, liso, rizado, alborotado, enredado, áspero,/hirsuto, opaco, aceitoso, grasiento, lanoso, brillante, resplandeciente, humeante, / linoso, ceroso, nudoso, alunarado,/ retorcido, abaloriado, trenzado, empolvado, florecido y conffetiado, / ajorcado, enmarañado, lentejueleado y espaguetiado«.
1968 y París en la memoria. 1968 y los recuerdos de París.

ARTHUR C. CLARKE, ODISEA EN EL ESPACIO

Los 9o años que acaba de cumplir Arthur C. Clarke le han llevado a pedir a la hora de soplar la vela de los luceros y las galaxias: «pido la paz y que me llame E.T.».
La Luna no fue un misterio para las pisadas de Neil Armstrong. La Luna, desde 1969, parece tan vecina que asoma por encima de las tapias de nuestra curiosidad preguntándonos quiénes somos nosotros. Y fue precisamente sobre la Luna cuando le pregunté en París, en 1969, al filósofo francés Gabriel Marcel por los viajes y los espacios, conversación que recojo en mi libro «Diálogos con la cultura».

– Tomemos el hecho de la aventura espacial – me dijo aquella tarde en su domicilio parisino del 21 de la rue de Tournon -. Ante él yo noto sentimientos contradictorios, creo que como todo el mundo puede notarlos. En primer lugar, una inmensa admiración ante este prodigio de la razón, ese prodigio de cálculo, esa extraordinaria puesta a punto, algo maravilloso por lo cual uno ha de quedar impresionado. Admiración también por el valor de esos hombres que son héroes en cierto modo. Por otro lado y como contrapartida, dos inquietudes: una primera inquietud en el plano político, puesto que para mí, en el fondo, tras los inmensos gastos que supone esa aventura, hay unas segundas intenciones políticas, algo que se encuentra ligado a la voluntad de poder; hay, en particular con respecto a la Luna, la idea de crear un observatorio que en un conflicto eventual podría desempeñar un papel extremadamente útil. Y al mismo tiempo, otra inquietud aún más profunda: y es mi temor de que este logro prodigioso no desarrolle un orgullo desmesurado en el hombre, y en este punto yo estoy de acuerdo con los antiguos, es decir, que el orgullo desmesurado es algo con lo que se corre el riesgo de ser conducido a la ruina: me parece algo completamente desastroso.
Pero años después de estas frases debe uno preguntarse : ¿Hay un orgullo o hay una indiferencia? ¿Nos hemos acostumbrado a ir y venir en conquistas espaciales o es la consecuencia de que ya nos hemos acostumbrado a todo?
La Luna nos sigue mirando por encima de la tapia de la curiosidad. Incluso se sorprende de que ya nada nos cause sorpresa. Cada noche sigue iluminando media corteza de nuestra realidad y con la otra media acoge nuestros sueños.