VISIÓN DE UN CABALLO

«El verdadero invitado es el caballo – escribe la poetisa y novelista norteamericana Elisabeth Bishop -. Sus arneses cuelgan sueltos como si fueran los tirantes de un hombre; los presentes le dicen cosas agradables; una de sus patas está doblada en dos de una manera inverosímil, con afectada cortesía, y se le ha desnudado la pezuña, pero a él no parece importarle. Los excrementos se amontonan detrás de él, repentina y limpiamente. También él se siente como en casa. Es enorme. Su grupa es como un globo terráqueo marrón y lustroso. Sus orejas son entradas secretas al infierno. Se dice que su testuz tiene el tacto del terciopelo y así es, con manchas de tinta esparcidas bajo el blanco lechoso del pelo y sobre el rosado de la piel. Alrededor de su boca hay restos de espuma reseca de un color verde intenso y translúcido como el cristal. También luce medallas en el pecho, y una en la frente, y ornatos más sencillos…, círculos de celuloide verde y azul superpuestos sobre las correas de cuero. Sobre las sienes lleva unas esferas de cristal transparente, como un globo ocular, que contienen las cabezas de otros caballos (¿sus sueños?), de colores vivos, reales y en relieve, aunque – lástima – intocables, sobre un fondo azul plateado. Sus trofeos cuelgan a su alrededor, y la nube de su olor es en sí misma una cuadriga.

Finalmente, se le frotan con alquitrán las cuatro patas, que brillan, y el animal expresa su satisfacción expeliendo ruidosamente vaho por sus orificios nasales, mientras retrocede entre las varas de su carro».

Esta página, que pertenece a su cuento «En el pueblo», publicado en 1955 en el New Yorker y recogido luego en el volumen «Una locura cotidiana» (Lumen), refleja la importancia que los sentidos tienen para la autora, de la que se dijo que «escribía poemas con la mirada de un pintor».

He hablado en Mi Siglo ,el 24 de enero de 2008,  sobre Elisabeth Bishop y sobre la «literatura de observación», algo tan importante para quienes desean escribir.

El caballo está ahí. Hay que observarlo. Hay que describirlo. Hay que aventurarse hasta llegar a  decir «sus orejas son entradas secretas al infierno«. Hay que observar todos los detalles y a la vez su conjunto. Como si este caballo fuera único y tuviéramos todo el tiempo del mundo para ser breves y precisos transmitiendo nuestra personal  visión.

Luego al caballo se le retiraría del taller de escritura y se le reemplazaría por una manzana, por ejemplo. (Como si fuera la única manzana del mundo). O por los ojos de una mujer. O  por una nube.

Después de la clase veríamos cómo nos vamos acercando poco a poco a ser muy personales en la escritura.

(Imagen: «Cabeza de caballo», de Siqueiros,  (estudio para el Mural «Maclovio Herrera», 1948). -redmexicana,com)

LITERATURA DE OBSERVACIÓN

«Mi tía Mary -narra la escritora norteamericana Elisabeth Bishop -tenía dieciocho años y se había marchado a Estados Unidos, concretamente a Boston, para estudiar en una escuela de enfermeras. En el último cajón de la cómoda de su habitación, perfectamente envuelta en delicado papel de seda rosa, reposaba su muñeca preferida. Ese invierno yo pasé mucho tiempo enferma con bronquitis, y finalmente mi abuela me la ofreció para que jugara con ella, lo cual me sorprendió y me hizo feliz, porque jamás había sabido de su existencia. Y mi abuela había olvidado cómo se llamaba.
Tenía un amplio vestuario, que le había confeccionado mi tía Mary y que estaba guardado en un baúl de juguete de latón verde con los pertinentes listones, cerraduras y clavos. Las prendas eran preciosas, maravillosamente cosidas y tenían un aire anticuado, que incluso yo percibía. Había unas enormes enaguas ribeteadas con un encaje diminuto, una faja y un corsé con pequeñas ballenas. Eran fascinantes, pero lo mejor de todo era el modelito para patinar. Consistía en un abrigo rojo de terciopelo, un turbante y un manguito de una especie de cuero marrón comido por las polillas, y para que el conjunto provocase una emoción casi insoportable, un par de botas blancas de cabritilla con cordones, con los ribetes festoneados, y un par de patines demasiado pequeños y romos, pero muy brillantes, que mi tía Mary había cosido con puntadas de grueso hilo blanco a las suelas, dejándolos bastante sueltos».
Así comienza un famoso cuento, Gwendolyn, en el volumen de relatos -los pocos relatos que Bishop hizo – titulado Una locura cotidiana (Lumen). Estamos ante la literatura de observación, de minuciosa y creadora observación. Hay otra literatura – la de invención, la de imaginación – tan potente como la que acabamos de leer, y ambas (la observación y la invención) se complementan. Tan difícil es una como la otra. Los sentidos – en este caso el ojo de la escritora- se ha ido fijando en los detalles más minúsculos de esa muñeca que describe, esa muñeca que quizá hemos visto en ciertas casas muchas veces, pero que sólo el ojo de un creador sabe fotografiar. El ojo se demora en la descripción de pequeñeces esenciales, en colores, en formas, no tiene prisa por pasar adelante en el relato, mima como un artesano lo que cuenta. Se ha dicho que Elisabeth Bishop – esencialmente dedicada a la poesía – tenía un talento especial para, a través de los sentidos, llegar a lo medular. Siempre que se quiere llegar al sentimiento o al pensamiento en el relato se recorre el camino de los sentidos, ese ver y tocar las cosas que Flannery O`Connor tanto recomendaba a quienes querían empezar a escribir.
Luego esos sentidos, esa observación, pueden seguir si lo desean hacia el realismo o abrir en cambio la caja de las sorpresas y entregarnos de pronto lo que hay dentro y cuyo nombre suele ser siempre la fantasía.