LA VIDA PERFECTA

Érase una vez un día perfecto, el único que se recuerda, salió el sol sin nube alguna sobre los campos y carreteras, iluminó suavemente las autopistas, iban dichosos por todas ellas los felices viajeros sin problemas, sin una sombra, sin la menor preocupación. A las ocho, cuando se abrieron las oficinas, los jefes iniciaron un día muy amable, la cordialidad se extendió por pasillos y despachos, funcionaban a pleno rendimiento las máquinas, no arrojaban los teléfonos tensiones ni conflictos, todas las noticias, los diálogos, las historias entrecruzadas, eran constantemente alegres, se comentaba la salud y belleza de los niños encantados de estar en los colegios, la bondad, paciencia y valor de los ancianos, el equilibrio de todos los matrimonios, la dulzura, la suavidad en todas las relaciones, la puntualidad de los transportes, la excelente educación de los ciudadanos. La mañana en todas partes transcurrió tan llena de luz que los telediarios al mediodía recogieron el paso de las horas del día perfecto apareciendo en pantalla las permanentes sonrisas iluminando cada noticia, las alegrías compartidas por los protagonistas, el gozo al extender la felicidad, y así la tarde entró muy pacífica y sosegada, plena de satisfacciones, ya que las horas del día perfecto poseguían radiantes, los parques se llenaron de risas innumerables y a la hora de la cena, tras una jornada memorable, los telediarios volvieron a confirmar que el bienestar más profundo reinaba en todos los hogares y que una paz soberana invadía las existencias de los hombres.
Lo que no se sabe de ese día es que no trabajó ningun artista. Ningun pintor, ningun escultor, ningun músico, ningun escritor. Ese día fue el único en que no se pintó, ni se esculpió, ni se compuso, y nada se escribió.
No hubo inspiración. No había nada que decir. Faltaban todos los contraluces. Todas las sombras.
Sólo se oyó murmurar al final de día, ya muy desolado, lo que decía Tarkovsky, el autor de «Sacrificio», de «La infancia de Iván» y de «Solaris»: «La gente hace arte porque la vida no es perfecta», comentó en voz muy baja.
Felizmente al día siguiente volvió a amanecer el día imperfecto, las horas crispadas, la completa (e incompleta) vida imperfecta, los ruidos, el caos, las inesperadas tensiones y vicisitudes.
Ya muy de mañana se les vio a los artistas en sus talleres – muy inspirados, muy ilusionados -, volviendo a hacer arte.

EL CONTADOR DE HISTORIAS

Recuerdo perfectamente al contador de historias en mi infancia, cuando iba con mis hermanos al colegio y le veía allí, en aquel banco junto a la carpa de circo, levantar en el aire las palabras y hacer malabarismos con los acentos y las comas, comerse el fuego de las admiraciones y esconder verbos y adjetivos, taparlos con cubiletes de colores y cortar la cinta de la poesía en varias partes para pegar los versos sin trucos. Yo creo que desde ese momento quise hacerme escritor. Recuerdo que el mejor de sus relatos era aquel que contaba la vida de un contador de historias de Londres, al que situaba en Gordon Square, y del que decía que era el mejor embaucador de verdades porque cogía una verdad por la cola y la transformaba de pronto en fantasía, la hacía girar y girar varias horas ante los ojos y oídos de los transeuntes.

Años después, cuando estuve en Londres, le descubrí. En aquella esquina de Gordon Square el mismo contador de historias lograba recitar con los ojos cerrados y las manos extendidas, como si fuera un loco camino del destino, a Milton y a Shakespeare, sobre todo pasajes del Rey Lear, y dentro de su garganta y con facilidad enorme mezclaba continuamente parlamentos de Edmundo y de Gloucester.

Pero su gran relato siempre era el mismo. Que había un contador de historias en Venecia, en el mercado de Rialto, que se superaba a sí mismo ocultando su cara con disfraces y retando a la muchedumbre de los canales a adivinar dónde estaba el mejor contador de historias de todos los tiempos.
Lo encontré naturalmente en el mercado de Venecia, narrando bajo su máscara y su antifaz, que aún existía un contador de historias más fabuloso, que seguía viviendo en París, en la rue St-Louis en l`Ile, un hombre del que nacía la luz de la ciudad y que explicaba a la multitud embobada cómo en Praga, en la plaza Wenceslao, a las puertas del Hotel Europa, un contador de historias revelaba los secretos para ser feliz, que consistían en volver a la infancia, al camino de aquel viejo colegio, acompañando por las calles a los hermanos, hasta llegar a un banco, junto a la carpa del circo, en donde un hombre se iba tragando los sables de las interrogaciones, escupía el fuego de los adverbios, hacía volar los sustantivos en el aire y, entre aplausos, hacía que entre el público un niño asombrado fuera pensando que quizá un día, poco a poco, pudiera ser escritor.

EL ROSTRO

Igual que los médicos descubren en los rostros las vetas de una enfermedad oculta que no conoce nadie, igual que el ojo clínico recorre mansamente el silencio de la dolencia y de repente se detiene, se interesa, revela y diagnostica, así el artista pasa sobre el secreto de los rostros de la calle, de los rostros del metro, o de esas cabezas y cuerpos que le rodean y le miran. El ojo clínico del escritor «ve» aquella historia que aún no ha visto nadie y que él va a contar : está la historia debajo de todos los pliegues de ese rostro y a veces ni siquiera la historia existe, son pedazos de infancia y amores que hay que recomponer, y duelos y desgarros deshilvanados y también un secreto en el pozo de la conciencia. Al escritor le interesará todo.
Anoche, que vino Bárbara Jacobs a cenar a casa, me contaba por qué había cambiado la medicina por la escritura:
-Vi el primer cadáver – me dijo-.Era un muchacho de mi edad, y me di cuenta de que me interesaba más saber quién era ese joven, qué iban a sentir sus padres, cómo murió…Me interesaba más su historia humana que su historial médico. Y entonces me hice escritora.
Estuvimos largo rato charlando y luego no tuve más remedio que ponerme a escribir.