COGER CEREZAS

 

 

«Las manzanas no se pueden coger a la manera bárbara, con prisas. La más bonita se nos escurrirá de las manos, se nos caerá y se nos dañará. Y las cerezas más aún. – recuerda el escritor húngaro Béla Hamvas en «La melancolía de las obras tardías» (Subsuelo) –  Y tampoco vale hacer lo contrario de lo que uno hace cuando trabaja. No. Coger cerezas pertenece a otro orden de la vida. Allí donde no existen ni prisas, ni agobios, ni sobreesfuerzo, ni rige la norma de realizar lo máximo en el menor tiempo posible. Allí donde no hay atosigamiento. Coger cerezas no es un descanso. No guarda relación alguna con la barbarie del trabajo. Para poder coger cerezas, el hombre ha de ser sencillo, es decir, normal. De lo contrario no hará más que precipitarse y le convendría ir al partido de fútbol. Coger cerezas es una actividad ajena por completo a cualquier excitación. Una vez bien instalados en lo alto del árbol, con el cesto colgado en sitio adecuado al alcance de la mano, con el gancho para acercar las ramas más lejanas bien colocado en el ramaje, queda tiempo para todo. Para deleitarnos con el paisaje, con el huerto de abajo que, visto desde arriba, parece completamente distinto, rodeado por los árboles vecinos. Para encendernos un cigarrillo, escuchar entretanto el canto del ruiseñor o del mirlo, contemplar el resplandor del sol que al oeste asoma sobre una nube vaporosa y arremolinada. Mientras, cogemos el cabillo de la cereza con cautela, lo giramos en la dirección contraria a su crecimiento para que ceda con facilidad y se desprenda sin fuerza. Ponemos los frutos en el cesto, de a dos, de a tres, como podamos. No conviene poner más de tres a la vez, porque el fruto se resiente.

 

 

En lo alto del árbol, mientras cogía las cerezas, viví una experiencia que no he vivido ni tocando el piano, ni escribiendo, ni pensando, ni viajando. La experiencia de la libertad. Porque en ninguna otra actividad la tuve, y para vivirla hube de partir de la base de que no soy artista, ni escritor, ni aventurero, ni pensador. (…) Ahora sé que ser libre es tanto como ser plenamente consciente de lo que es y dónde está y saber cómo moverse entre las cosas. El cesto cuelga de la rama, el gancho se encuentra a su lado, si quiero coger ese  racimo de cerezas, he de dar un paso hacia allí para poder agarrarlas sin riesgo y depositarlas en el cesto. Este, por cierto, está casi lleno, de manera que habré de bajar y vaciarlo en el cesto grande al pie del árbol, porque de lo contrario los frutos se rompen y se pudren más rápido».

 

 

(Imágenes – 1-Karen O Neils- pinterest/ 2.- Masao Saito- 1983/ 3.-Fede Galizia – 1602)

ARTE DE COMER, ARTE DE LA PALABRA

   »  Al mediar de la primavera – escribe Pla en su «Viaje a pie«-  llegan las primeras, pequeñas fresas de bosque y de jardín, y su perfume parece entremezclarse con el olor de las violetas. Luego aparecen los fresones que coinciden con las carnosas rosas rojas de San Poncio, con sus pétalos grandes y frescos. Las ciruelas aparecen en seguida, con su color de agua dormida, coincidentes con el apasionado y seco perfume del espliego. Y las cerezas, que son de tan diversas clases y de una gama de colorido que va del rojo negruzco a los carmines más evaporados, delicadísimos. Las mejores son esas últimas, que llamamos de cor de colom, que tienen la carne dura y prieta. Los pájaros adoran las cerezas, y me he entretenido a veces en los huertos contemplando los gorriones metidos en el follaje de los árboles acariciándose su pequeña cabeza en la mejilla de la fruta colgante, antes de hincarles en la carne el pequeño embudo de su pico. Las cerezas llegan con el menudo, morado tomillo y la retama amarillenta».


Los escritores llegan así con su prosa – igual que los pájaros – y pasan sus palabras por la piel de la fruta, la acarician, y recorren luego las láminas del pescado y también las venas de la carne y aspiran en el aire todos los aromas. El gran poeta y crítico inglés W. H Auden reconocía los valores de la excelente crítica gastronómica norteamericana M. F. K. Fisher como «la más grande estilista de lengua inglesa«. Autora de la «Biografía sentimental de la trucha«, su relación con los alimentos le hacía mover entre sus páginas las patas de los crustáceos y bullir el pálpito de sus sopas junto al horno caliente. Era el deslizarse de la mantequilla sobre las pistas del paladar, los sabores presentidos, los olores expandidos. Era la procesión del olfato adelantándose a la del gusto a la  que Julio Camba alude en «La casa de Lúculo o El arte de comer» cuando opina que una mesa de comedor puede adornarse con frutas, pero no con flores. «Las flores –dice – tienen una fragancia muy poco gastronómica  y su empleo como gala de comedor sólo puede recomendarse en aquellos casos donde no se pretenda estimular el apetito de los comensales«.

Son opiniones. «Nada se come sin olerlo con más o menos reflexión; – decía Brillat- Savarin en su «Fisiología del gusto» – y, cuando se trata de alimentos desconocidos, la nariz hace siempre de centinela avanzado que grita: «¿Quién vive?«. Pero los escritores entran curiosos en los comedores, incluso penetran en las cocinas, abren con las pinzas de sus adjetivos las orondas soperas, husmean con sus observaciones la profundidad de los hornos, comprueban con sus minúsculos calificativos los tarros de las especias, y cuando vuelven otra vez al comedor «llegan siempre un poco tarde -recuerda Brillat-Savarin -, con lo que se les recibe mejor, porque se les ha esperado con afán; se les agasaja para que vuelvan y se les regala para que brillen; y, como lo encuentran muy natural, se habitúan a ello, y se hacen y siguen siendo gourmands«.

Pequeño apunte en torno a «El arte de comer«, la actual exposición en la Pedrera, Barcelona.

(Imágenes:-1.-National Geographic/ 2.- Ben Schonzeit.-artnet/ 3.- La cena.-Pamela J Crook.- Hay Gallerie Hill.- Londres.-pjcrook.com/4.-Paul de Vos.-elpais. com)