MADRES E HIJAS


 

    » Estoy escribiendo estas líneas en Nueva York la noche del 17 de noviembre de 1980 – confesaba Carmen Martín Gaite en «Agua pasada» -,  y de repente he mirado a la ventana y he visto que ha empezado a nevar: los copos menudos giran sobre el fondo oscuro de la fachada de enfrente, en torno al resplandor de una farola que parece soplarlos ella misma, como si fueran palabras pequeñitas saliendo de una boca desconocida y dándole vueltas a la canción de siempre.

     Mi madre murió en diciembre de 1978, pocos días antes de que me concedieran el Premio Nacional de Literatura por mi última novela El cuarto de atrás, que a ella le encantaba y había leído dos veces. Y desde entonces he andado con los rumbos un poco perdidos, aunque parece que ya los voy recobrando. Y al decir esto, a ella se lo digo; tengo su retrato enfrente, pinchado en la pared de mi apartamento neoyorkino, que de repente, al alzar yo la cabeza de la máquina, se ha llenado de la fiesta de la nieve y de la sonrisa de mi madre mirándome escribir.

     No sé si se sonríe de lo raro que le parece encontrarse conmigo en esta ciudad tan lejana y en un cuarto tan distinto del cuarto de atrás y de que nos estemos mirando a la luz de la lámpara alquilada, mientras cae la primera nevada sobre la calle 119 West, o simplemente se sonríe de lo de siempre, del milagro de mi resurrección. No sabe lo que estoy escribiendo, pero le da igual.

     “¿Lo ves? ‑dice‑. ¿Lo ves?”

Lo que le confirma la madre desde la pared a esta escritora española se lo podría haber dicho igualmente durante la infancia o en la pubertad. Es la voz de la madre en esta noche neoyorkina un aliento tácito en el aire por encima de los años y de la nieve, por encima de las edades y de los desánimos, sobre los valles violáceos de las depresiones y sobre el triunfo de los éxitos. Esa voz perdura desde la mirada de la madre, no se sabe bien si es mirada o si es voz, pero sí es conocimiento, es fe en su hija, es sentido común, es fe en el quehacer, es sabiduría.

 

    

«Mi madre – seguía diciendo Martín Gaite -,  una de las personas más sabias que he conocido y desde luego la que más me quiso en este mundo y adivinó lo que me estaba pasando, aunque yo no se lo contara, sólo con oírme la voz o verme la cara cuando la iba a visitar, ya se enteraba de si me andaba rondando por la cabeza o no una historia nueva que tenía ganas de contar. Y cuando me veía callada o con poco apetito o le sacaba a relucir que tenía la tensión baja o fastidios domésticos, se sonreía sin mirarme, sabía que eran pretextos, cosas que no me importaban nada ni tenían que ver más que anecdóticamente con mi depresión. Nunca me aconsejaba que tomara vitaminas, que fuera al cine, que hiciera un viaje ni nada por el estilo. Se limitaba a decir, como al desgaire, como si no estuviera diciendo nada importante: “En cuanto te pongas a escribir otra cosa, se te pasará: ten paciencia.” Había puesto el dedo en la llaga, y yo la miraba como a un oráculo y le preguntaba con un dejo de desmayo en la voz, a veces casi con miedo: “Pero, mamá, ¿y si no se me vuelve a ocurrir nada?”

 

    

Ella alzaba entonces los ojos de la labor que estuviera haciendo y nunca podré olvidar el tono dulce, firme e inequívoco de su respuesta, acompañada a veces de una caricia ligera sobre mi pelo, el timbre de su voz cuando decía: “Eso mismo me dijiste la última vez.” “Te lo dije porque me lo creía”, protestaba yo.

     “Ya lo sé, mujer, ya sé que te lo creías, que siempre que terminas un libro te parece el último de tu vida y cuando lo empiezas, el primero. Por eso se te ocurrirá otro. Porque siempre estás empezando.”

     No volvíamos a hablar de aquello hasta que al cabo de los días o de los meses, cuando me veía de nuevo locuaz y animosa, interrumpía cualquier conversación que estuviéramos manteniendo para preguntarme inopinadamente, a veces incluso sin tenerme delante, simplemente por teléfono: “¿Lo ves, mujer? ¿Lo ves?” Y claro que lo veía, era como volver a ver, a través de sus ojos que lo veían todo. Y guardaba silencio, esperando la pregunta que venía luego indefectiblemente: “¿De qué trata tu nueva novela?” Yo me echaba a reír. “Pero si no sé todavía nada, sólo le ando dando vueltas, no sé siquiera si va a ser una novela o qué.”

     “Pues lo que sea, qué más da. Pero dale muchas vueltas, hija, y que te dure.”

J. J. Perlado – «El ojo y la palabra», págs. 33- 35

 

 

(Imágenes.- 1. Edouard Boubat– 1961/ 2- Wiliam Mainwaring– 1899/  3-August Sander– 1926/ 

Nguyen Thanh Binh)

LA COCINA Y LA VIDA

comer-uxzx- vida cotidiana-Albert Anker

 

«Las dimensiones de la cocina y su simbolismo  ( como así quise recordarlo hace tiempo en un artículo) , han sido motivo literario de interés en muy diversos  autores. En el siglo XX, un dramaturgo inglés de la década de los cincuenta – compañero de John Osborne, de  John Arden  y de Ann Jellicoe, perteneciente por ello al llamado “teatro de la ira”  – , el escritor Arnold Wesker,  termina  su obra “La cocina” en 1958. Esa pieza teatral  muestra un día en la vida de quienes trabajan en las cocinas de un restaurante grande. La  jornada está repleta de incidentes y la intención del autor es demostrar  qué sucede cuando la gente permanece encerrada y se encuentra constantemente frustrada y limitada. Marango, el propietario de ese restaurante, expone al final de la obra: “No sé qué más darle a un hombre. Trabaja, come, le doy dinero. Esto es la vida, ¿no es así? No he cometido un error, ¿verdad? Vivo en el mundo correcto, ¿no es así?… ¿Qué más hay? ¿Qué más hay?”, se pregunta.  Pero el mismo autor responde en una de sus acotaciones a la obra: “Hemos visto que tiene que haber algo más”.

 

comer- byu- Peter Blume- mil novecientos veinisiete

 

Wesker – que estuvo empleado en una cocina antes de dedicarse al teatro y que conocía muy bien ese mundo – utiliza el escenario de la cocina lo mismo que lo haría con una  oficina o con una gran  fábrica. Los afanes, las ambiciones, las  pasiones y sentimientos de todo tipo emergen entre fogones, fregonas y proveedores de diferentes nacionalidades, entre la autoridad del chef, los cocineros, pinches, camareros y pilas de platos y bandejas. Wesker aspira a ser un artista del pueblo y para el pueblo e  intenta captar la atmósfera externa y la motivación interna, y por tanto lo que vemos en el escenario es el febril ir y venir de menús que se encargan, a la vez que asistimos a todas las tensiones de una especial lucha de clases. El mundo – dijo  Wesker cuando explicó   su obra a los directores teatrales – pudo ser un escenario para Shakespeare,  pero para mí es una cocina en la cual entra y sale gente, sin que nadie permanezca el tiempo necesario para llegar a una comprensión mutua, y donde las amistades, los amores y las enemistades se olvidan con la misma rapidez con que se crean.

 

interiores.-5eed.-Francoise Bonvin.- la cocina.-Museo Telfair.-Essex.-Estados Unidos

Arnold Wesker quiso hacer un paralelismo entre la cocina y la vida pero las limitaciones de las que fue acusado por algunos críticos respondían a ciertos desajustes en su realidad teatral. Quiso forzar demasiado esa realidad en escena para que encajara todo en su denuncia. Sin embargo, como motivo literario la cocina sí  estaba ahí. Por tanto, no sólo la gastronomía se ha alineado como tema literario a lo largo de los siglos sino también la cocina y sus muchos materiales, su instrumental preciso y  su utilitaria decoración. La palabra “gastrónomo”, vocablo derivado del griego y que no aparece hasta principios del XlX  (y por tanto tampoco la gastronomía)   ha generado diversas obras en la literatura, pero diríamos que igualmente lo ha hecho, por ejemplo,  la evolución  de los medios de cocción,  e incluso sus olores, que han ido atrayendo  como motivo literario a muy diversos  escritores. Cuando Patrick Süskind en “El perfume” nos cuenta las andanzas de Jean-Baptiste Grenouille en el siglo XVlll,  habrían podido transmitirse igualmente por otros novelistas  los olores anteriores del siglo  XV, que  en absoluto fueron  los del  XVl. Se ha comentado que levantando las tapaderas de la Edad Media, “la nariz siente un áspero vapor cárneo, con olores de clavo, azafrán, pimienta, jengibre y canela. En cambio, ante los pucheros renacentistas, la nariz aspira una dulce y afrutada bruma de azucar cocido y jugo de pera o grosella, a punto de hervir juntos, silenciosamente”. La Edad Media, pues, fue la era de los estofados condimentados y el Renacimiento lo sería de las golosinas.

 

comer-nnhu-mercado- vida cotidiana- Renato Guttuso- mil novecientos setenta y cuatro

 

Hemos visto en las  pantallas cinematográficas secuencias muy cuidadas respecto a ciertos detalles históricos que nos han asombrado muchas veces por su reconstrucción en imágenes. Grandes películas con grandes banquetes, pero también con grandes cocinas. Es indudable que las figuras de los grandes cocineros y de los chefs, además del cortejo de sirvientes entrando con  fuentes rebosantes en inmensos salones engalanados, han atraído a los artistas. En el siglo XV, por ejemplo, en la corte de los duques de Borgoña (así lo cuenta La Marche, autor de una muy conocida crónica sobre Dijon), existía una enorme cocina de siete chimeneas en el palacio ducal, y el cocinero se sentaba sobre un sitial elevado, desde el que se podía vigilar al ejército de pinches, ayudantes, asadores y soperos. Con una gran cuchara de madera en la mano, degustaba todas las salsas y sopas que salían de la cocina. Y en las grandes ocasiones, como recuerda Jean-Francois Revel, hasta él mismo se movilizaba para servir al duque con una gran antorcha en la mano, lo cual ocurre cuando, al comparecer el primer arenque fresco, se sirve la primera trufa.

 

objetos-bun- cocina- Felix Vallotton- mil novecientos veinticinco

 

Es lógico que tales estampas fascinaran igualmente a escritores y  a directores de cine. Antoine Carême describe así una cocina en pleno ajetreo: “Imaginaos una gran cocina del tipo de la del Ministerio de Relaciones Exteriores, o sea para grandes cenas, y ver allí a unos veinte cocineros yendo y viniendo, moviéndose con presteza en ese abismo de calor. Añadid a esto una carga de carbón quemándose sobre las astillas para la cocción de las entradas y otra, sobre los hornos, para las sopas, salsas, estofados, frituras y el baño-maría. Agregad un cuarto de carga abrasada, delante de la cual giran  cuatro espetones en uno de los cuales gira un solomillo de 45 a 60 libras, en otro un cuarto de ternera de 35 a 45 libras y los dos restantes con aves y caza. En esa hoguera todos se mueven con rapidez, no se oye ni un soplo, sólo el chef tiene derecho a que se le escuche, y a su voz todos obedecen. Como si hubiera poco calor, durante casi  media hora hay que cerrar puertas y ventanas para que el aire no enfríe el servicio. Lo que de verdad nos mata es el carbón”.

 

comer-iunnb-el pastelero- Auguste Sander- mil novecientos veintiocho

 

Detrás de todo ese espectáculo  – y alrededor – estaban las cocinas. Ellas han acompañado obligatoriamente a cuantas innovaciones han ido aportando los siglos. A la gran revolución, por ejemplo, que  en materia de postres  tuvo lugar a finales del XVll con la generalización de los helados, del té, procedente de China, del café que venía de Arabia o  del chocolate originario de América. Y también, en el mismo siglo XVll,  con aquella sorprendente  obsesión, casi  locura, por los guisantes que hizo escribir  nada menos  a Mme de Sevigné : “El tema de los guisantes continúa, la impaciencia por comerlos, el placer por haberlos comido y la alegría de seguir tomándolos son las tres preocupaciones de nuestros príncipes desde hace tiempo”.

 

comida.-99uuyr5.-por Laura Letinsky.-2007.-Yancey Richardson Gallery.-New York.-phtogarfie.-artneta

 

(Imágenes.-1.-Albert Anker/ 2.- Peter Blume– 1927/ 3.- Francois Bouvin- museo Essex- Estados Unidos/ 4.- Renato Guttuso- 1974/ 5.-Felix Vallotton- 1925/ 6.- August Sander- 1928/ 7.- Laura LetinskyYancey Richardson Gallery)

LAS CARAS DE LA MULTITUD

 

gentes.-578b.-Nikolai Gorski

 

» La multitud es su elemento, como el aire para los pájaros y el agua para los peces – escribía Baudelaire -. Su pasión y su profesión lo llevan a hacerse una sola carne con la multitud. Para el perfecto flâneur, para el observador apasionado, es una alegría inmensa establecer su morada en el corazón de la multitud, entre el flujo y reflujo del movimiento, en medio de lo fugitivo y lo infinito (…) Él es un poeta que a menudo está más próximo al novelista o al moralista. Es el pintor de los momentos fugaces y abarca todas las sugerencias de la eternidad. Cada país, para su satisfacción y gloria, posee algunos pocos hombres con esta estampa.»

 

gentes-rrttgh-Maya Kapouski

 

«¿No lo he dicho ya? – escribía Rilke en «Los cuadernos de Malte Laurids Brigge» – Estoy aprendiendo a ver. Sí, este es el comienzo. Todavía no soy bueno para ello. Pero me esforzaré por serlo. Por ejemplo, nunca me había preguntado cuántas caras existen. Hay una cantidad enorme de personas, pero hay muchas más caras porque cada una tiene varias.»

 

rostros-evvb-August Sander

 

 (Imágenes.-1.-Nikolai Gorski/ 2.-Maya Kapouski- kirekei. com/ 3.- August Sander)

 

MÚSICA Y LITERATURA

Vinteuil en Proust, el compositor fantástico en «En busca del tiempo perdido«, Adrián Leverkün en Thomas Mann, el compositor imaginario en «Doktor Faustus» – la figura en la que se reconoció Arnold Schönberg -: músicos y escritores entrelazados en obras y en historia. En el caso de Proust sus conocimientos musicales fueron acompañados por los gustos familiares, por la frecuentación de los salones donde se celebraban conciertos, por las veladas musicales en el Ritz, las listas de representaciones de óperas, los ballets a los cuales asistió o la invitación para escuchar cuartetos. César Franck, Debussy, Fauré, Wagner, Chopin y Beethoven, entre otros, serán nombrados siempre por Proust con admiración. Ante ese «discurso sin palabras» – que así llamará él a la música – se trataba de reconstruir en cierto modo la obra musical dentro de la gran novela que con ecos y  ritmos propios participaría igualmente de la poesía.

En el caso de Thomas Mann podemos leer en «La novela de una novela«: «No he de olvidar una magnífica interpretación del cuarteto de Busch, en Town Hall, con la perfecta ejecución del opus 132 de Beethoven, esa obra suprema que yo, como por disposición del destino, oí por lo menos cinco veces en los años del «Faustus«. Muy numerosas veces la música ha penetrado en la poesía y en muchas otras ocasiones ha sido ésta la que ha penetrado en la música. En «Il vento de Debussy«, como se ha demostrado certeramente,  la música influyó decisivamente en la poesía del italiano Montale. Como se han mantenido juntas – según varios autores – las poesías de Goethe y los Lieder de Schubert, la poesía de Mallarmé y la pieza de Debussy.

Igual que en en las relaciones entre música y pintura – al que alguna vez me he referido en Mi Siglo al hablar de Chopin y Delacroix -, la música ha transportado a escritores y pensadores, elevándolos por encima del tiempo. El francés Charles Du Bos contaba en su «Diario» (Emecé) al escuchar a César Franck: «Yo no tengo ninguna esperanza de traducir con palabras lo que significa para mí desde hace veintisiete años el quinteto. Desde los primeros compases me siento como girando, enviado de un lado a otro en el espacio, entre cielo y tierra, en una gigantesca hamaca donde, sin embargo, la misma opulencia reviste el valor y la coloración del heroísmo. Uno se siente «transportado» en el sentido etimológico y fuerte de la palabra. Sí, es esto lo que hace el quinteto de Franck: transportar«.

(Pequeña evocación cuando han aparecido una serie de volúmenes de la colección «Los escritores y la música«.-Ediciones Singulares)

(Imágenes:-1.-el violonchelista.-1957.-Robert Doisneau.-all-art.org/2.-Schönberg.-tres piezas para piano. op 11.-nº 1.-wikipedia/3.-trabajo de músico.-Siegerland, Alemania.-August Sander.-all-art.org)