
Delante de la mesa del psiquiatra hemos puesto un prado, más bien un jardín que baja desde la carretera de las vacas, un jardín en el que estoy yo de niño, llego corriendo con mis pantalones cortos y pregunto a mi abuelo que me espera: “Abuelo, ¿estás enfadado?” Y ese fue mi primer miedo, al menos el que yo recuerde, porque en la guerra, me han dicho, nuestra familia tuvo mucho miedo, pero yo no lo tuve, yo descubría, conforme huíamos de las bombas hacia los pueblos, las pastelerías iluminadas y decía: “¡ Aquí hay pasteles!, gritaba, “¡Aquí hay pasteles! “, repetía. “¿Pero entonces usted, cuando repasa sus miedos, me dice el psiquiatra, el primero de ellos que se le ocurre es en ese jardín?”. Es curioso que le llamen a un niño de usted, pero en las películas pasan estas cosas. Está, pues, aquí el jardín, en mi imaginación pero también en la realidad, estoy yo corriendo,atemorizado, mi abuelo me espera en lo alto del porche que da a la casa, y a la vez yo le estoy contando esto al psiquiatra años después, es decir, hoy, porque para eso he venido, para ahuyentar mis miedos, para contarle aquel jardín que me persigue y la voz ronca de mi abuelo saliendo de la garganta de su figura en pie, calado con un sombrero negro, y un bastón nudoso en una de sus manos. “¿Tenía usted miedo de que le pegase?”, me pregunta el psiquiatra. “No. Yo tenía miedo de mi impuntualidad, del genio de mi abuelo. Pero mi abuelo nunca me pegó”. “¿Y el segundo de sus miedos?”, me pregunta el psiquiatra. Hemos puesto ahora en la película un túnel delante de la mesa del psiquiatra, para que las gentes puedan ver en la pantalla el segundo de mis miedos, que era un túnel casi a oscuras, un túnel negro, largo, “yo iba conduciendo, le digo al psiquiatra, no sé qué año sería, iba conduciendo en la negrura del túnel, y de pronto pasó a mi lado, fulgurante, atronador, un enorme camión interminable envuelto en lonas, me pasó al costado igual que un animal, rozándome sin hacerme caer, pero sus ruedas y su potencia en la noche me llenaron de escalofríos, sí, pasé mucho miedo, creí que me aplastaba, que me moría.”

El actor que interpreta en mi película a mi psiquiatra mientras yo sigo rodando esta escena es un hombre alto, delgado, con gafas, envuelto en su bata blanca. No le gusta que los pacientes se tumben en un sofá sino que estén delante de él, delante de su mesa, cubierta astutamente de objetos variados— bolitas de billar, abrecartas, secantes— y observa si el paciente los toca o no, porque le revelan su nerviosismo o su placidez, depende de cómo los coja. Pero yo no los he tocado nunca ni quiero tocarlos. He venido a rodar esta escena porque quiero utilizar mi película de la familia para ahuyentar mis miedos, que para eso sirve también el cine, para desahogarse, muchos grandes directores han confesado que al final en una película suya se vaciaban por dentro, echaban fuera los demonios interiores, la plasticidad de unas vivencias que ellos no habían confesado nunca. Gracias a ello quedaban limpios, como quedo limpio yo cuando el psiquiatra, al otro lado de la mesa, me pregunta: “¿Ha tenido usted muchos miedos más?”. Y como yo no le respondo, enseguida avanza con la pregunta capital, que me formula con exquisita suavidad: “¿Tiene usted miedo a la muerte?”. No dudo un momento. Es curioso. He pensado tanto en ello que no tengo nada que imaginar. “No. No tengo miedo a la muerte. Me abandono a la esperanza. Me da seguridad la esperanza. Más que serenidad, me da seguridad.Todo es cuestión de abandono. Me abandono a la esperanza y me dejo llevar.”
José Julio Perlado
(del libro “Carnet de un director de cine”)
(texto inédito)
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