
Los amigos le distinguían desde lejos, vestido siempre de manera pulcra y ordenada, nunca elegante: trajes grises o azul oscuro, como un empleado. Durante mucho tiempo, en su sueño de ascetismo y de impasibilidad estoica usó un único traje para el despacho, la calle, para escribir, para el verano y para el invierno, y ya avanzado noviembre, mientras todos llevaban pesados abrigos, él aparecía en la calle “como un loco con traje de verano y un sombrero estival”, como si quisiese imponer un solo uniforme a la diversidad de la vida. Apenas veía a los amigos — sigue evocando el gran crítico italiano Pietro Citati— y parecía sereno. aunque se comunicaba con ellos “con la punta de los dedos”, tenía una cortesía china que nacía de la extenuación del corazón y de un casi inalcanzable refinamiento del espíritu. Tenía una gracia irónica en su manera de presentarse: una levedad de folletín romántico; una fantasía caprichosa suspendida en delicadezas de poesía oriental.

llegaba puntual a su despacho en el “Instituto de Seguros contra los infortunios de los trabajadores para el reino de Bohemia”. Delante del escritorio cubierto por un montón desordenado de papeles y de legajos le dictaba al dactilógrafo. Y el dactilógrafo se adormecía, encendía la pipa o miraba por la ventana. Participaba en las reuniones: escribía documentos e informes, hacía inspecciones. Se le consideraba un empleado óptimo: “incansable diligente y ambicioso… un trabajador con mucho celo, de un talento no común y extremadamente fiel al deber”. Sus superiores no sabían en absoluto que él era “ambicioso”. Trabajaba allí, en ese murmullo, entre multitud de empleados y de porteros y de trabajadores desdichados, sólo porque sabía que no debía dedicar todo su tiempo a la literatura. Temía que la literatura lo chupase como un remolino, hasta hacerle perderse en sus comarcas sin límites. No podía ser libre. Necesitaba una limitación: tenía que dedicar los días a un trabajo ajeno, y sólo entonces podría recortar en su cárcel cotidiana esas horas preciosas, esas horas nocturnas, en las cuales su pluma rastreaba el mundo ignoto que alguien le había impuesto sacar a la luz.
José Julio Perlado
