
La situación de la ciudad, erguida desde hace seis mil años en su alta roca rodeada de precipicios, es una garantía de que su planta no puede haber cambiado — escribía Gómez Carrillo — . En donde hoy se elevan las murallas medievales, se alzaron antaño los baluarte salomónicos. Los sabios no notan una desviación de la cintura de torres, sino por el Norte, en donde la población se ha ensanchado, apoderándose de la antigua colina del Gólgota, en otro tiempo situada extramuros. Por el Sur y por el Este, la línea continúa siempre igual. Bajo los sillares actuales se ven aún, hacia la Puerta del Valle, hacia la Piscina de Siloé y hacia la Puerta Dorada, los enormes bloques que desafiaron el empuje de las catapultas romanas. Dentro de esta cintura el emperador Adriano, que fue el primer peregrino augusto después de la destrucción del templo, encontró un campo de ruinas monumentales, entre las que sólo subsistían incólumes las casitas de los más modestos habitantes. Todo lo que representaba el orgullo del pueblo judío, los gentiles lo habían arruinado. Las torres, los palacios y las sinagogas, habían sido presa de las llamas.
De vez en cuando, un rayo de vida anima estas calles. Entre dos casas, en una tienda baja, aparecen colgados de la puerta algunos rosarios, algunas cruces de palo santo, algunas conchas grabadas. Ante ello, los peregrinos se amontonan para regatear. Los frailes que los acompañan forman grupos en las esquinas. Otras veces, en una esquina, una imagen se destaca en un nicho lleno de flores y de luces . O bien, en una plazoleta, entre altas tapias pardas y mudas, una fuente de azulejos deja oír la alegre canción de su surtidor, invitando a refrescarse. Pero éstos no son sino relámpagos en la perpetua soledad.
José Julio Perlado

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