
De los treinta a los cuarenta años es cuando las mujeres se sienten ordinariamente más inclinadas a la coquetería — escribe el francés Sainte-Beuve en el siglo XlX —: más jóvenes, agradan sin esfuerzo, y por su misma ignorancia. Pero cuando ha desaparecido su primavera es cuando empiezan a emplear su habilidad para conservar los homenajes a los que les sería penoso renunciar. A veces intentan adornarse todavía con las apariencias de esa inocencia que les ha valido tantos éxitos. Están equivocadas: cada edad tiene sus ventajas, lo mismo que sus deberes. Una mujer de treinta años ha visto el mundo, conoce el mal, incluso aunque no haya hecho más que el bien. A esa edad es ordinariamente madre; desde hace mucho tiempo, la experiencia se ha convertido en su verdadera salvaguardia. Entonces debe ser serena, reservada; diré que incluso un poco fría. Ya no es el abandono y la gracia de la confianza lo que debe rodearla, sino la dignidad majestuosa que le dan los títulos de esposa y madre. ¡Oh, madres! Rodeados pronto de vuestros hijos. Desde que vienen al mundo, atreveos a decir que vuestra juventud va a traspasarse a la de ellos. ¡Sed madres, y seréis prudentes y felices!
José Julio Perlado
