
Llueve en el bucólico Baztán de tan dulce manera que el oído parece percibir sonidos musicales. Se denomina este valle la Suiza española. Sus bellos rincones, que tanto recuerdan al mejor paisaje guipuzcoano, — escribe Manuel Iribarren — parecen una prolongación de las perspectivas cantábricas. En el Baztán, bajo la lluvia, todo es suave, voluptuoso y sin violencias de forma y de color. El conjunto se despieza en una colección de estampas bonitas y apacibles. Se diría que es un escondido Eden donde la vida transcurre con egoísta recato, lenta y fácil. El verde jugoso que le caracteriza sume por completo el ocre de la tierra, y multitud de fuentes, arroyos y riachuelos cantan con su breve juventud entre hierbas y espejo boscaje.

El pueblecito deslindado por conos de heno, rumorosos maizales y cabeceo de yuntas a medio uncir, se encarama por la ladera del monte próximo que lo protege en invierno de la ventisca. Un inmenso fanal de lluvia envuelve y lustra las casas de piedra. Señoriales, sólidas, cuadradas, independientes, con traza y blasón de palacios algunas de ellas. El agua casi imperceptible, que no cesa de caer del cielo entoldado, imprime al cromo calidades de xilografía y ennegrece los escudos de armas rebajados por el tiempo.
La campana de la iglesia toca a misa de difuntos; concretamente, a función de aniversario. La campana suena a esquila adulta. Los lugareños del Baztán, ataviados de luto, ascienden por un camino salpicado de relucientes guijos. Llevan las mujeres sus clásicos añales — el paño negro y el cestillo con la cerilla enroscada como una serpiente de cera — , que colocarán ardiendo sobre el rectángulo de la tumba familiar. Delante del pórtico, empotrada en el enlosado, se advierte una reja para impedir que los cerdos, que merodean por las inmediaciones, profanen la iglesia. Todavía existen a la entrada del templo dos pilas de agua bendita. Los hombres ocupan los bancos de la derecha, de pesado roble. Las mujeres los de la izquierda.
José Julio Perlado

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