
Yo vivía de pequeña en la parte alta de la calle Balmes, más o menos donde está ahora el parque Monteroles, en aquella colina. En casa teníamos un comedor con un gran ventanal de pequeños cristales, desde donde se veía el jardín, inmenso, con aspecto de abandonado, con árboles gigantescos. Yo tenía gusanos de seda y me harté de lanzar piedras a las moreras del jardín para conseguir hojas. Las noches de luna era fantástica la masa arbórea, oscura, irregular, tocada por la luz fosforescente…
Si yo fuera capaz de definir mi estilo quizá convendría más que me dedicara a la crítica literaria. Procuro escribir de la forma más limpia y simple que puedo, decir con media docena de palabras aquello que en primera versión digo con treinta, sugerir más que recalcar. Soy una lectora impaciente y cuando en una novela encuentro descripciones, las salto. ¡Y cuánto se cambia estilísticamente al paso de los años! Revisar cosas aparecidas por vez primera en 1938 me ha costado más que si hubiera escrito una novela distinta. Y esto teniendo en cuenta que mientras hacía la revisión, me esforzaba en mantenerme en el mismo plano estilístico que cuando hice la redacción original. Si yo no escribiera, ¿qué haría? No tengo la menor idea. Puede que pintara… y me pasaría muchas horas leyendo la docena de escritores que me han acompañado toda la vida, desde la Biblia a la “Divina Comedia”, pasando por Montaigne y “El Quijote”.
Cuando en el 45 o 46 comencé en Burdeos a escribir salía entonces de uno de esos viajes “al fondo de la noche” durante los cuales escribir parece una ocupación demasiado frívola. Cierro los ojos y recuerdo la huída de París, con las tropas alemanas en puertas. Después de dos años en Limoges, muriendo día a día, hasta la lenta recuperación en Burdeos, donde volví a la narración; volví con tozudez, sin saber con certeza adónde iba, casi por fidelidad a mi vocación literaria de adolescente. Era como si intentara andar después de haber tenido rota y enyesada una pierna. El mundo de antes de la guerra se me aparecía entonces como irreal. Pero no podía desprenderme de él y hacerme otro nuevo. Me consumía una terrible lucidez, quizá porque comía poco. Y poco a poco el brazo derecho se me fue paralizando. Podía coser, lo que me daba para malvivir, y hacer cualquier labor de la casa. Pero escribir, no ; cogía la pluma y se me agarrotaban los dedos. Fueron cuatro años de coger la pluma y se me caía. Lentamente me fui recuperando. Me excitaba mucho escribiendo cuentos. A lo mejor escribía tres horas enfebrecida y luego tenía que parar tres días acostada. Me instalé en Ginebra en 1954 . Pinté mucho entonces, digamos que al estilo de Paul Klee. Pinté como una desesperada. Hice cosas bonitas. Pero yo no he vuelto a coger los pinceles. Pintar era una evasión frente a cuanto tenía que hacer y no me gustaba. Necesito mucho tiempo para escribir, mucha tranquilidad. Tengo que saberme inspirada, pero inspirada sin que esto tenga que ver con las inspiraciones románticas. Pero necesito que de golpe se me acumule la novela encima, que pugne por salir. Después de terminar “La plaza del diamante” pasé unas cuantas crisis cardiacas en un año… Seguramente las páginas más frescas de mis libros son las que he reescrito seis o siete veces…
José Julio Perlado

Imágenes- 1- Mercè Rodoreda / 2/ wikipedia