
Acaban de moverse ante mi ventana entreabierta las puntas de unas hierbas. Luego parecen reposar. Una siembra de gorriones se esparce como si alguien los espolvorease sobre la tierra, sobre el prado pelado y sobre los caminos. Con sus cuerpos mullidos y menudos — como granos vivos, inquietos perdigones —andan de aquí para allá dando saltitos bajo las gotas de lluvia, se inclinan y comen; de vez en cuando aletean. Es el único ruido en todo este trozo de campo que une mi habitación con la huerta. Oigo su piar; me he acodado ante la ventana, escribo contemplándolo todo y sigo con la vista la reja cerrada y negra de la huerta tras la que ladra el perro, miro las tejas rojas amontonadas y las piedras aprisionadas como hermanas formando el muro. Mientras tanto, bajo una ventana siento subir la humedad con que se va rociando la tierra.
José Julio Perlado
