
Las casas están al final de nuestra infancia. Al fondo del pasillo de los recuerdos, cuando corremos tiempo abajo hacia atrás empequeñeciéndonos hasta hacernos niños, cada uno de nosotros conserva intacta la casa de la juventud o de la adolescencia, aquella casa de nuestros abuelos o de nuestros padres, casa de campo o de ciudad, verano o invierno de paredes y sueños, casas de nuestras primeras letras y de nuestros primeros castigos, casas quizá del amor inicial y del aprendizaje del dolor, fachadas y ventanas y cuartos y escaleras que se nos siguen presentando envueltas en brumas, levantadas en la nostalgia. Así le ocurrió —como a nosotros y como a tantos otros —- a Giuseppe Tomasi. di Lampedusa, nacido el 23 de diciembre de 1896 en Palermo y muerto en Roma el 23 de julio de 1957 a los 60 años de edad.
Cuando en “El Gatopardo” — publicada un año después de la muerte del autor— el cine abre la puerta de Villa Salina en Donnafugata, el ojo cinematográfico se cuela por la cerradura de la cámara y lo que vemos es la estancia literaria que escribió Lampedusa y, avanzando más, lo que leemos en su novela es la verdad de su historia, y la puerta de esa historia, al abrirse, nos lleva de la mano al retrato familiar en una casa siciliana de la aristocracia, a esa Casa que el escritor tuvo en sus campos de niñez, un paisaje de muros evocados que en la realidad fue el Palazzo Cutó en Santa Margherita.
Donnafugata de su memoria: en ella entraría luego por sus salones el ojo del lector admirando el estilo en los adjetivos, el mobiliario de los pronombres, los verbos colgados de los muros en la descripción. Luego entraría el ojo cinematográfico hasta colarse por la cerradura de la cámara y nos mostraría su espionaje de amores y su rumor de conversaciones familiares antes de que la Casa entera como paisaje se derrumbara en ruinas.
José Julio Perlado

imágenes- 1y2: Donnafugata