
Veo Cambados en el atardecer con un sol rojo, que se desangra por todo su cuerpo, se derraman como manchas rosadas en brochazos de luz que alguien ha dado en el cuerpo redondo con enorme fuerza. Estaban aquella tarde las nubes grises, blancas, lejanas, cortando la cintura al sol, rasgando aquella rueda que descendía. Había grises en el cielo, en el muelle, manchas de gris en tapias y tejados alargados hacia el mar, en la izquierda. Había grises y blancos en vientres y alas de gaviotas planeando, ondulándose en el aire, atentas al vaivén del mar y al secreto de sus peces invisibles. Había alguna primera luz encendida, alguna bombilla que aportaba su luminosidad extraña a aquella hora. El conjunto de este rojo de sol, esta gama de blancos, azules y grises, el recorte de tierra y el gran campo de cielo cruzado por los gritos de las gaviotas, me hizo pensar en el gran espectáculo de la naturaleza ofrecido a los hombres. ¿Para qué? ¿Qué utilidad tiene esa riqueza de colores, esta puesta de sol presentada despacio, a la hora en punto, reuniendo todos los contrastes? Todo tiene utilidad para algo, pero hay cosas creadas que — además de su utilidad— nos ofrecen aún con mayor fuerza, su misterio de simple belleza.
José Julio Perlado

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