
Hoy me paseo esperando y pensando en los actores. Hace buen día y he quedado con el tío Adolfo para intentar probarle como actor, y sé que él está emocionado tan sólo por poder participar en la película. El tío Adolfo sabe contar historias. A mí y a todos los demás suele contarnos, por ejemplo, que él desciende del dueño del caballo blanco con el que Felipe ll en 1560 quiso honrar a doña Isabel de Valois, la que sería pronto su mujer, en su entrada en Toledo. Era un caballo guarnicionado, nos dice siempre el tío Adolfo, de terciopelo morado, y con oro y perlas, frenos y estribos de plata, riendas de oro y arzones esculpidos en plata. No se ahorra nada en la descripción de detalles. Yo no dudo de que fuera de ese modo el caballo porque yo no estaba allí, pero el tío Adolfo todos sabemos que tiene gran imaginación. Si pudiera dibujaría permanentemente ese caballo blanco que tanto le obsesiona. De hecho, muchos años, en Navidad,cuando en familia estamos reunidos y tras los brindis nos encontramos algo más exultantes, el tío Adolfo nos entrega a cada uno un elegante tarjetón color crema, fechado y firmado por él como recuerdo, con el dibujo de la figura de ese caballo blanco de Isabel de Valois. Mi tío dibuja muy bien ese caballo, lo ha hecho siempre. Lo ha perfeccionado. Cada año le da un toque distinto a las riendas y a los arzones, o les pone más oro o les quita perlas a los estribos, depende del humor en que esté. Yo tengo en mi armario desde hace años, metidos en carpetas, los sucesivos caballos blancos que,según mi tío Adolfo,montó aquel día la reina. No me sirven de mucho pero son un ejemplo de su imaginación desbordante. Lo que más posee, y no puede dominar sino que es ella la que le domina a él, es su imaginación, y eso, como director de cine, a mí me interesa, quisiera aprovecharlo. Pero a la vez lo temo. Porque en el momento en que le digo que quiero hacer una película de familia, me empieza a hablar impetuosamente de “El Gatopardo” y del palacio de Donnafugata, como si él estuviera allí, como si estuviera hablando con Angelica o con Tancredi y entonces tengo que pararle para decirle que no, que no es eso, porque me está dibujando enseguida, en el primer papel que encuentra, el esplendor del palacio y hasta algún mueble de la casa, y naturalmente a toda la familia Salina, que se la conoce de memoria, y me dice inmediatamente que él estuvo un día de verano en Sicilia y que conoció personalmente en el banco de un parque al propio Giuseppe Tomasi de Lampedusa, que le pareció un hombre solitario y enfermo, a quien no acababan de publicar su novela, y yo le digo que tampoco es eso, que no se trata de eso, que no quiero meter en mi película ni a Lampedusa, ni tampoco a la aristocracia. Nada de nada de lo que me cuenta. Yo le escucho siempre con gran respeto, porque me parece un hombre digno, y además es un familiar, y puede que sea verdad lo que me dice, pero ahora intento hablarle directamente de lo que quiero: quiero simplemente probarle como actor. “Pues yo he conocido a muchos y grandes actores”, me interrumpe enseguida, y se lanza a hablar impetuosamente de los actores que ha conocido, muchos de los cuales, me dice, poseían una enorme vanidad. “Al lado de mi casa, por ejemplo, me comenta, vivía un gran actor que cuando por las noches volvía del teatro, de hacer un Shakespeare o un Beckett, aún llevaba encima la máscara del genio y no miraba los semáforos, los despreciaba, era un hombre pequeño, nervioso, vocacional, todo ojos y concentración, hasta que un día, en una de aquellas vueltas, cuando iba ensimismado, lo mató un coche. “.

Contándome todo esto, mi tío Adolfo me mira desde su elegancia distinguida, diría que exquisita, casi sin moverse, observándome irónico desde su monóculo azul. Él es un hombre alto, enjuto, que viste siempre de azul, corbata azul, traje azul. “Entonces, me pregunta serio e intrigado, ¿ y yo qué tengo que hacer?”. “Nada, le digo, tú no tienes que hacer nada, tú haces de Adolfo, que ya es bastante, haces de lo que eres tú, simplemente de Adolfo.” Se desconcierta y le parece algo decepcionante y extraño. “ ¿Pero entonces no puedo cambiar papeles como hace Vittorio De Sica?”. Es un apasionado de Vittorio De Sica. “No, tu no eres Vittorio De Sica, no tienes por qué. Tú simplemente eres tú. Con eso me conformo y me basta.” Entonces aprovecha ese pequeño resquicio de la conversación y me cuenta, de nuevo impetuoso, como hace siempre, cómo conoció a Vittorio De Sica en un viaje de dos semanas que hizo hace años a Roma y allí lo conoció, en Via Veneto, bajo las luces, los toldos y los “paparazzi. “Vittorio De Sica, me dice, estaba sentado en una de las terrazas junto a Claudia Cardinale, que es una chica que no me gustó nunca, con toda la belleza que dicen que tenía. A mí la Cardinale, con su voz ronca y su figura siempre tan arreglada, nunca me gustó. A mí, en cambio, me gustó Sylva Koscina, que luego la gente habló poco de ella, pero Sylva Koscina era una belleza, la auténtica belleza italiana.” Procuro cortarle en cuanto me deja y en cuanto puedo y le insisto: “ pero tú solamente haz de Adolfo, ¿comprendes? No te tienes que preocupar por nada. No tienes que hacer nada más.” “Pero entonces, me razona él, tendré que quedarme unos meses más en tu casa, porque si lo que quieres es filmarme, pues tengo que quedarme.” Entonces pienso en Sofía, en Paula, en Irene, en los armarios. “Sí, naturalmente”, le digo, “pero si es que esta es tu casa, Adolfo, ya lo sabes, no sé por qué me lo preguntas. Habla con tu hermana y lo arregláis entre los dos.” “¿Y el coche? ¿Qué hago con el coche?” “¿Qué coche?“ “He venido con el descapotable”, me dice. “¿Dónde meto tantos meses el descapotable? Porque, ¿ cuánto va a durar la película?” “Yo no sé lo que puede durar el rodaje. Un mes, quizá dos meses.., no lo sé.” La verdad es que es algo complicado dirigir a familiares que no son actores, y en esos momentos siempre me acuerdo de Pasolini cuando rodaba su “Evangelio” y escogía a amigos para que interpretaran. “No interpretes — les decía— .Sé tú mismo. Eso es lo único que me importa. “ . Eran escritores, críticos de cine, intelectuales, por ejemplo Natalia Ginzburg que hizo allí el papel de María de Betania, o gente de los suburbios. “Tú tienes que ser lo que eres habitualmente”, les repetía como yo hago con Adolfo, confraternizaba con ellos, les miraba a los ojos. Sobre todo les daba libertad. Yo le doy una libertad total a mi tío Adolfo, pero le veo un poco nervioso porque él no sabe, y así me lo ha confesado, en qué momentos le estoy filmando y en qué momentos no. Como suelo llevar mi cámara conmigo, pues me mira a hurtadillas en el desayuno, mientras me unto la mantequilla en el pan, y de reojo mira a ver si la cámara la he dejado reposando encima del aparador. Si está encima del aparador, respira tranquilo. Y entonces desayuna despacio, procurando no mancharse la corbata azul, porque va ya impecablemente vestido desde que sale de la ducha, una camisa blanca de dibujos con modernos gemelos, una chaqueta corta muy elegante para estar por casa que él abrocha con un cordón de terciopelo azul y una corbata también azul. Un dandy. Debe gastarse un dineral en colonias porque como es soltero y rico y puede hacerlo, pues huele siempre a colonia fresca, y hasta a juventud, y a mi madre eso le encanta. “Entonces”, me dice al acabar el desayuno, “si no me necesitas para nada, me acerco a la Bolsa”. “¿Vas mucho a la Bolsa?, le pregunto. “Casi todos los días””¿Y tienes beneficios? ¿te compensa?” “ No, si yo a la Bolsa no voy a jugar. Voy a ver a mis amigos. Tienen muchos problemas.” Me empieza a hablar de sus amigos y de sus problemas y pasamos al salón. Entonces le pido suavemente: “Siéntate Adolfo”. “¿Me vas a filmar?, me pregunta inquieto, “¿me cambio de ropa?”” No, no te cambies de nada. Cuéntame lo de tus amigos y sus problemas que me interesa, ¿qué hacéis allí, qué problemas tienen? Tú sé tu mismo y olvídate de mí”. Le cuesta olvidarse de mí, naturalmente. Cuando tomo la cámara y me siento en un ángulo del salón y tranquilamente le voy filmando con toda naturalidad, aún está inquieto algunos momentos, pero luego se suelta como siempre. Se lanza muy seguro, como si lo viviera. Tiene ahora un amigo reciente, me dice, que se llama Sebastián Roig y que es aficionado al arte, pero que tiene muchos problemas. Va detrás de comprar un paisaje de Corot, concretamente el “Paisaje del Morvan”, que le gusta, y para el que tiene un dinero reservado. Es un óleo sobre lienzo de 1842 que cree que está en el inventario del Louvre, pero no está seguro. Él sabe que estuvo en la subasta Cognacq, de 1952, porque sigue todo el mundo de las subastas y se sabe de memoria los precios y las ofertas. Y yo le hablé, me dice Adolfo, de que podía ocuparme de hacerle una gestión escribiendo a la Fundación Cognacq o al museo del Louvre para averiguar todo eso, y escribí a un amigo mío del Louvre que tengo allí, en los talleres de restauración, por si podía investigar algo, pero no me contestó. En cambio, en la Fundación Cognacq sí me dijeron que allí tenían seis Corot, cuatro Sisley, dos Manet y un pastel de Degas, además de muchas otras cosas. Nos hicimos muy amigos Sebastián y yo cuando le conté que mi abuelo Adelardo, ¿ tú te acuerdas del abuelo Adelardo?, me dice, estuvo precisamente en París, en mayo de 1952, en aquella subasta Cognacq, a la muerte de Gabriel de Cognacq, y donde se expusieron telas importantes, pero también esculturas de Rodin y de Maillol y de otros. Fue muy importante aquella subasta Cognacq, no tan famosa como la de Kahnweiller en 1921, pero parecida. Gabriel Cognac se había hecho un nombre en los almacenes de “La Samaritana” en París y tras mil peripecias políticas murió y sus descendientes tuvieron que ir a la subasta. Yo le digo a Sebastián que mi abuelo Adelardo aún se acordaba de aquella subasta porque allí unas “Manzanas” de Cézanne se adquirieron por 33 millones de francos, una cantidad que entonces pareció astronómica. Habla y habla Adolfo y la verdad es que da gusto oírle porque lo hace con una pasión y una seguridad total, como si le fuera la vida.

“¿Te aburro?, se interrumpe y me dice de repente, ¿te interesa?” “ Naturalmente que me interesa, Adolfo, tú sígueme contando”. “¿Pero me estás filmando?”, me pregunta aún con un poco de prevención. “Esto son pruebas, le digo para tranquilizarle, en el cine hay que rodar muchos metros para luego elegir. Tú sígueme contando lo de tus amigos y lo que hacéis en la Bolsa”. Y entonces me habla de los problemas que tiene otro amigo suyo, Antonio Cruz, al que intenta ayudar. Me cuenta que su amigo es un apasionado de la ilustración en todo tipo de cosas, pero sobre todo en los libros, y a la vez un apasionado del campo. Son los dos amores que tiene. Está buscando una edición que sea rara de dibujos del campo, especialmente del campo de Castilla, porque le apasiona Castilla, un libro en donde estén bien dibujados los páramos, veredas, ribazos y los pueblos en la lejanía, y tantas cosas más, no la fotografía, la fotografía a Antonio no le interesa tanto, me dice, le interesa el dibujo, el grabado, la ilustración de Castilla, y si además está bien escrito el libro, pues mejor que mejor. Y yo entonces me ofrecí a Antonio, me sigue diciendo Adolfo, porque me acordé enseguida de uno de los sobrinos del gran grabador e ilustrador catalán, Jaume Pla, porque había coincidido con él casualmente en las reuniones de la comunidad de mi casa porque el vivía en mi misma casa, y un día, charlando, me había contado una curiosa anécdota que tenía de su antepasado: pues parece ser que Jaume Pla, hacía muchos años, debió ser esto al final de los cincuenta, había terminado unos diecisiete grabados al buril de paisajes castellanos y estaba buscando un escritor que con su texto acompañase a los grabados, es decir, lo contrario a lo que ocurre habitualmente, que el escritor escribe y busca un ilustrador, pues aquí no, aquí era lo opuesto, el ilustrador buscaba a un escritor. Y Jaume Pla se decidió a visitar al escritor Miguel Delibes en Valladolid para enseñarle los dibujos. Tardó bastante en convencer a Delibes, pero su criterio exigente le seguía diciendo que un libro era la suma del valor literario del texto, su perfección tipográfica y el acierto ilustrador, y le insistió tanto a Delibes que lo convenció. Me contaba este sobrino de Pla que Delibes decía luego que los grabados sobre Castilla habían sido muy persuasivos y convincentes, y que no fue Pla quien ilustró sus textos, sino sus textos los que ilustraron los grabados de Pla. En resumen, diecisiete dibujos admirables de aquellas largas extensiones castellanas que a Antonio tanto le gustaban, y además el libro de Delibes, que era “Castilla” en su primera edición de 1960, y que aún ahora estoy buscando.”¿Te aburro?, me dice de pronto Adolfo, ¿de verdad te interesa?”. Es Adolfo en estado puro, un hombre elegante, incansable, que habla como una catarata, gran amigo de sus amigos, que se mete por mil vericuetos sin ser llamado, que inventa y cuenta, unas cosas son verdad y otras no, pero él no lo sabe, va hasta el final, entusiasta, yo creo que se entusiasma con cualquier cosa e intenta, si le dejan, entusiasmar a los demás, se lanza a contar, a resolver, desde que se jubiló de notario, pues era uno de los notarios más valorados de Madrid, no le gusta nada estar en casa, va a tertulias, a la Bolsa, a museos, a la hípica, se sienta en alguna de las terrazas, se pone cómodo, escucha, interviene, aprende, interroga, todo le parece interesante. “Si te parece, me dice de repente levantándose ahora del sillón del salón, me voy a la Bolsa. No sé si me has filmado o no, eso ya no lo sé, ni si te ha servido algo de lo que te he contado, pero con tu permiso, voy a cambiarme y me voy a la Bolsa, que he quedado con mis amigos.”
José Julio Perlado
(del libro “Carnet de un director de cine” )
relato inédito
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