Después de tanto tiempo en que no he trabajado con Federico —decía Giulietta Masina al acabar “Giulietta de los espíritus”—le he encontrado cambiado. Me parece más tenaz que nunca en llevar a cabo sus ideas con una violencia secreta, inflexible, que a fin de cuentas, es el aspecto más sombrío de su personalidad. Cuando está trabajando es implacable. Se impone jornadas de hasta dieciséis horas diarias. En lo que a mí me toca, nos conocemos demasiado bien para que no sepa bien lo que quiere de mí. Si no acierto con sus objetivos o con la debida medida, se crea una atmósfera que, por eufemismo, voy a llamar tensa. Luego, la tormenta pasa. Yo obedezco y él manda. Alguna vez me escucha. Federico me dice que yo soy parte integrante de su conciencia moral y social. Y ¿qué es lo que brota dentro y fuera de mí? Esa criatura, grande y pequeña a la vez, que somos todos a lo largo de la vida, con una vocación infinita al amor y por consiguiente al dolor; dispuesta a todo, pero heredera de una tradición moral que siempre me guía; soy, a un tiempo, una desplazada siempre presente; mujer atractiva, pero también plebeya, con una historia que tiene un pasado pero que es también inacabada. Gelsomina fue el símbolo de la soledad; Cabiria, del dolor social; Giulietta, del dolor íntimo y personal; un “no” angustiado a tres injurias, a tres aniquilamientos.
Pero él con sus films se divierte. Es ágil para liberarse de emociones, mientras que yo y tantos otros nos liberamos con gran dificultad. En esto lo encuentro a veces de un humanismo absurdo. Tiene una alegría persistente aún en medio de un dolor sincero.
Hoy nos ha bailado en el borde de la eternidad y sin una sola equivocación, sin titubear y sin caerse, Isadora Duncan con los pies descalzos y una simple túnica blanca como toda vestimenta. Antes, ella misma, ante nuestro gran grupo de espectadores entusiastas, entre los que se encontraba su original hermano Raymond Duncan,nos ha evocado el momento y día de su muerte, estrangulada con un pañuelo. “ mi automóvil — nos ha contado— iba a toda velocidad cuando la estola de seda que ceñía mi cuello empezó a enrollarse alrededor de la rueda, arrastrándome con una fuerza terrible, lo que provocó que yo saliese despedida por un costado del coche y me precipitase sobre la calzada de adoquines. Fui arrastrada varias decenas de metros antes de que el conductor, asustado por los gritos, lograse detener el automóvil. Se certificó que yo ya había fallecido, y, según se dijo después, por estrangulamiento”. Y nada más contarnos esto tranquilamente y con toda naturalidad, sin darle demasiada importancia, siguió bailando.
Danzaba hoy Isadora Duncan ante nosotros improvisadamente, como hace siempre, sobre un fondo de músicas clásicas o románticas, en una sucesión de actitudes no construidas de acuerdo con ningún código de la danza académica, sino solamente dictadas por la impresión momentánea de Isadora en una especie de fluir perpetuo. Danzaba delante nuestra con plena fuerza y delicadeza en todos los aspectos y lo renovaba y lo destruía todo a un tiempo, sin un plan preconcebido. De vez en cuando se detenía y nos decía:”Tengo el deseo de expresar mis sentimientos más nobles y profundos del alma humana, aquellos que vienen de Pan o de Baco. La danza debe establecer en nuestra vida una armonía viva y calurosa, y es totalmente injusto ver en ella una diversión frívola o agradable.” El arte de la Duncan nos estuvo así cautivando a todos toda la tarde, y cuando alguno quiso preguntarle por el ballet , la Duncan se detuvo y afirmó: “El ballet lo considero un género falso y absurdo, que está fuera del dominio del arte. En la danza,en cambio, es necesario inundar el cuerpo de aire y de luz y es esencial dirigir su desarrollo de una manera metódica. Hace falta extraer de la danza todo lo que tiene de fuerzas vitales y que ellas sirvan como expansión integral. Ese es el viento de la danza. De un cuerpo armoniosamente desarrollado y llevado hasta su punto supremo de energía, penetra la danza.”
Poco a poco se fue oscureciendo la eternidad y Duncan empezó a hablarnos de Grecia, lugar que amaba y que había visitado con gran curiosidad
La separación entre realidad y ficción — decía Naipul — supone que la persona que lo ve desde fuera se lo tiene que plantear, y verá que la narración de los hechos y la ficción son dos actos de creación totalmente diferentes. La descripción de unos mismos hechos debe atenerse rigurosamente a la realidad de los mismos. Nunca se deben alterar los acontecimientos ni las declaraciones para crear una historia más amable. En lo referente a la ficción, uno se ha visto motivado por los hechos para decidirse a escribir el relato de un asesinato, de manera que todas las motivaciones que llevaron a cometer dicho asesinato deben aparecer en la historia creada. En un trabajo de imaginación no basta con decir que X decidió asesinar a Y . En la ficción hay que crear la ilusión de necesidad, la ilusión de una causa; por lo tanto, exige una forma distinta de narrar. En la vida real puede que no existan motivos.
“Todo acto de escritura tiene algo de accidental. Un editor americano estaba editando una colección sobre ciudades. La propuesta le llegó primero a mi agente y pensé que lo escribiría rápido. Pero me encontré con que la historia de Puerto España no había sido escrita. Uno tiene que ir a los archivos, investigar. A medida que mi investigación avanzaba el relato se iba transformando. Crecimos en la creencia de que Trinidad apenas poseía historia, de que la esclavitud había existido en las otras islas pero no en Trinidad. Y yo descubro que esto no era verdad; tenía una historia atroz. Lo escribí de la misma manera que había hecho mis otros trabajos: traté de crear una narración, escribí sobre las personas, una historia humana. Mi intención no era aclarar cuestiones históricas, no estaba escribiendo un libro de texto, lo que pretendía era que todo cobrara vida.”
En las familias las visitas son parte del escenario habitual, son el escenario mismo, y cuando cada quince días, los miércoles, viene a ver a mi madre uno de sus primos carnales, el tío Eliseo con Blanca, su mujer, sé que los golpes secos de su bastón contra el suelo, que resuenan como tres tremendas campanadas ( suelen ser tres o cuatro al principio, pero luego van a más), interrumpirán cada vez con más fuerza las frases que vamos a estar oyendo durante una hora en la familia y entonces se hace realmente difícil mantener una conversación normal en la que hablemos tranquilamente de las cosas banales y sin historia que suceden entre nosotros. Porque el tío Eliseo, un hombre alto, enjuto, todo nervio, tostado, con la cara muy curtida por el aire, la camisa blanca abierta y los pantalones de trabajo, que suele estar siempre callado, muy apagado y pensativo y que nos mira a todos desde sus ojos azules con una gran curiosidad, como si nos viera por primera vez cada dos miércoles, de repente, sin moverse de su sitio ni modificar su postura, se le descompone la figura y suelta a voz en grito en pleno comedor, como un energúmeno :“¡¡Me quiero morir!!¡¡Me quiero morir!!”, y luego se queda inmediatamente quieto, callado, tranquilo, totalmente en reposo, como si no hubiera dicho nada y nos mira a todos inmutable, y yo aprovecho para filmar esta escena porque me parece interesante para la película, es una sorpresa, una escena insólita, y por ello también filmo las reacciones de los demás: el estremecimiento de los hombros de mis hermanas, sobre todo de Inés, que se asusta siempre, es la más sensible, y nunca se acostumbra a estas cosas. Pero esto es el cine, estos momentos. Filmo también el rostro de mi madre inalterable, y su paz, como si no hubiera oído nada de lo que todos hemos oído, en ella se percibe que está muy habituada a escucharlo, y yo la voy filmando lentamente, poco a poco, desde un rincón del salón, porque estas cosas hay que aprovecharlas, son la familia, son familia, unas cosas serán intranscendentes y otras no, pero pertenecen a un cuadro; no sé si en otras familias ocurren episodios parecidos, pero en la nuestra sí, es una característica nuestra, un gesto propio. Mi tío Eliseo siempre se ha expresado así, en interiores y en exteriores, en autobuses o en paseos, con gente o sin gente, tiene un vozarrón ronco e imponente, que yo creo que le viene de sus largos años solitarios en el campo, de gritarle tanto a la soledad, o a lo mejor de insultarla, porque él es así, tiene un genio tremendo, lleva completamente solo desde los quince años, cuando ya iba sentado en lo alto de la trilladora o del tractor y permanecía horas y horas en la inmensidad del paisaje, con un botijo cerca de sus piernas y un viejo sombrero gris cubriéndole hasta las cejas. Tanto mirar fijamente a la soledad durante años, con sus vueltas y revueltas de la trilladora, yo creo que le dejaron para siempre ese grito profundo y quejumbroso, igual a un quejido, y él lo suelta de pronto en cualquier parte, también ahora aquí, en la ciudad, en el salón, con su vozarrón y convicción profundas, y con voz muy alta “¡¡ Me quiero morir!! ¡¡Me quiero morir!!”, repite varias veces machaconamente, aunque nadie entre nosotros le hagamos mucho caso. Pero es muy interesante verlo y escucharlo, asistir a este fenómeno familiar cada dos miércoles, es algo sorprendente.
Mi tío Eliseo se ha criado siempre en el campo, y ha estado allí hasta los sesenta años, hasta que vino a Madrid, y seguía gritando mucho, aunque ya a los cincuenta amainó un poco y dejó de gritar y se dedicó entonces a caminar junto a sus ovejas: las hablaba en voz baja, conocía sus nombres y las quería. Yo no sé qué ha podido ocurrirle para cambiar de pronto el timbre de su voz y pasar de la mansedumbre de las ovejas al tremendo grito otra vez, y olvidarse de su antiguo susurro y lanzarse ahora al vocerío incesante, desmesurado y casi iracundo, porque es un grito así, casi iracundo, que hace retumbar las paredes del salón, pero luego se calma, aunque antes suelta esa afirmación de algo en lo que cree y que es como una petición de auxilio. Y después viene lo de las ovejas. Está hablando tranquilamente con mi madre o con mis hermanas en el salón y de repente pronuncia en voz baja, como si rezara, los nombres de los pastores que ha conocido y tal y como los estuviera viendo en ese momento: “ El Joven”, “El Encarnado”, “El Callado”, “El Niño”, dice entre dientes. Recuerda a sus amigos los pastores, y entonces empiezan a pasar las ovejas por el salón, las ovejas pasan entre los muebles, yo lo veo así porque eso es el cine, me acuerdo de “El ángel exterminador” de Buñuel, cuando la reunión elegante de gentes se va quedando apretada y apresada, aislada, retraída, sin poder salir de aquella habitación, y aquí es igual, es el cine, Violeta, Lanas, Aparicio, son los nombres de las ovejas blancas con sus lanas y sus cabezas cabizbajas que pasan y pasan mansamente cerca de las piernas de mi madre y de mis hermanas, conforme mi tío Eliseo las va nombrando, las conoce de memoria, daría su vida por ellas, conoce dónde tienen buenos pastos y qué hierbas están ya húmedas y refrescantes, aún brillantes por las gotas de lluvia, para llevar a los animales a comer, pero aquí no hay pastos, ni hojas brillantes entre los muebles, el perro nervioso y pequeño las va acorralando entre la mesa del comedor y el televisor, impide que las ovejas se lastimen contra los muebles, y cada vez hay más campo, a lo lejos el espectador va a poder ver toda la llanura del campo que es esta extensión de ovejas innumerables, yo no las sabría ya contar, viajan congregadas en busca de los pastos,y lo que vemos al fondo,muy lejos, es nuestro salón, que está empequeñecido y distante, aún se pueden oír las voces y los diálogos de mis hermanas con su madre, que le están contando las últimas compras y dónde han encontrado esa blusa tan barata y qué ofertas hay por las rebajas, y las ovejas que pasan y pasan, el tío Eliseo las sigue nombrando, son innumerables, y el perro recorre con su lengua en zig-zag todo el contorno del salón y casi ya no las abarca.
Yo vivía de pequeña en la parte alta de la calle Balmes, más o menos donde está ahora el parque Monteroles, en aquella colina. En casa teníamos un comedor con un gran ventanal de pequeños cristales, desde donde se veía el jardín, inmenso, con aspecto de abandonado, con árboles gigantescos. Yo tenía gusanos de seda y me harté de lanzar piedras a las moreras del jardín para conseguir hojas. Las noches de luna era fantástica la masa arbórea, oscura, irregular, tocada por la luz fosforescente…
Si yo fuera capaz de definir mi estilo quizá convendría más que me dedicara a la crítica literaria. Procuro escribir de la forma más limpia y simple que puedo, decir con media docena de palabras aquello que en primera versión digo con treinta, sugerir más que recalcar. Soy una lectora impaciente y cuando en una novela encuentro descripciones, las salto. ¡Y cuánto se cambia estilísticamente al paso de los años! Revisar cosas aparecidas por vez primera en 1938 me ha costado más que si hubiera escrito una novela distinta. Y esto teniendo en cuenta que mientras hacía la revisión, me esforzaba en mantenerme en el mismo plano estilístico que cuando hice la redacción original. Si yo no escribiera, ¿qué haría? No tengo la menor idea. Puede que pintara… y me pasaría muchas horas leyendo la docena de escritores que me han acompañado toda la vida, desde la Biblia a la “Divina Comedia”, pasando por Montaigne y “El Quijote”.
Cuando en el 45 o 46 comencé en Burdeos a escribir salía entonces de uno de esos viajes “al fondo de la noche” durante los cuales escribir parece una ocupación demasiado frívola. Cierro los ojos y recuerdo la huída de París, con las tropas alemanas en puertas. Después de dos años en Limoges, muriendo día a día, hasta la lenta recuperación en Burdeos, donde volví a la narración; volví con tozudez, sin saber con certeza adónde iba, casi por fidelidad a mi vocación literaria de adolescente. Era como si intentara andar después de haber tenido rota y enyesada una pierna. El mundo de antes de la guerra se me aparecía entonces como irreal. Pero no podía desprenderme de él y hacerme otro nuevo. Me consumía una terrible lucidez, quizá porque comía poco. Y poco a poco el brazo derecho se me fue paralizando. Podía coser, lo que me daba para malvivir, y hacer cualquier labor de la casa. Pero escribir, no ; cogía la pluma y se me agarrotaban los dedos. Fueron cuatro años de coger la pluma y se me caía. Lentamente me fui recuperando. Me excitaba mucho escribiendo cuentos. A lo mejor escribía tres horas enfebrecida y luego tenía que parar tres días acostada. Me instalé en Ginebra en 1954 . Pinté mucho entonces, digamos que al estilo de Paul Klee. Pinté como una desesperada. Hice cosas bonitas. Pero yo no he vuelto a coger los pinceles. Pintar era una evasión frente a cuanto tenía que hacer y no me gustaba. Necesito mucho tiempo para escribir, mucha tranquilidad. Tengo que saberme inspirada, pero inspirada sin que esto tenga que ver con las inspiraciones románticas. Pero necesito que de golpe se me acumule la novela encima, que pugne por salir. Después de terminar “La plaza del diamante” pasé unas cuantas crisis cardiacas en un año… Seguramente las páginas más frescas de mis libros son las que he reescrito seis o siete veces…
Había trabado amistad con una criatura extraña, minúscula. No tenía cuerpo, solamente cara,una cara redonda,no más grande que una cabeza de alfiler — y siempre riente. Vivía en el espacio de una carta geográfica — más bien: orográfica — abierta perpetuamente sobre la mesa de mi cuarto. Se desplazaba entre los relieves y las sombras, pequeño punto luminoso revoloteando como uno de esos insectos ínfimos que, a la orilla del mar, se enredan entre las pestañas. ¡Cuánto quería a esa molécula radiosa, a esa porción de ágata! ! La luz era nuestro lenguaje, su risa nuestra complicidad. Me angustiaba si a veces, ya por ligereza o para reírse de mí, se demoraba en una hendidura donde yo no podía
verla. Desconfiaba sobre todo de las corrientes de aire y nunca me olvidaba de cerrar bien la ventana. Pero ella volvía siempre, emergiendo de pronto del fondo de un valle o deslizándose por el filo de un desfiladero, saltando como un yoyo fosforescente. Iba y venía a lo largo de los ríos, se ocultaba en los repliegues, reaparecía de repente y, pequeña esfera loca, recomenzaba su alegre carrera, arremolinándose, girando en espirales imponderables, jovial, irisado meteoro. Su risa en zigzag repercutía en las montañas.
Un día, al regresar a mi cuarto, sentí un golpe de viento helado entrando por la ventana de par en par abierta. He pasado mucho tiempo acechando su regreso. Ya no rebotan los ecos en los valles, el mapa está deshabitado, recubierto por un silencio de era glaciar. Todavía hoy escruto con ansiedad cada vez que en un rayo de luz veo danzar átomos de polvo.
Acaban de moverse ante mi ventana entreabierta las puntas de unas hierbas. Luego parecen reposar. Una siembra de gorriones se esparce como si alguien los espolvorease sobre la tierra, sobre el prado pelado y sobre los caminos. Con sus cuerpos mullidos y menudos — como granos vivos, inquietos perdigones —andan de aquí para allá dando saltitos bajo las gotas de lluvia, se inclinan y comen; de vez en cuando aletean. Es el único ruido en todo este trozo de campo que une mi habitación con la huerta. Oigo su piar; me he acodado ante la ventana, escribo contemplándolo todo y sigo con la vista la reja cerrada y negra de la huerta tras la que ladra el perro, miro las tejas rojas amontonadas y las piedras aprisionadas como hermanas formando el muro. Mientras tanto, bajo una ventana siento subir la humedad con que se va rociando la tierra.
He conocido a muchas Holly Golightly. — decía Truman Capote—. No es única. Todos los años llegan a Nueva York un puñado de muchachas absolutamente idénticas a ella. ¿De dónde vienen? Nadie lo sabe. Comienzan a salir. Se habla de ellas en las crónicas mundanas. Se les fotografía. Muchas tienen altura, elegancia, gentes que las acompañan. Y después, de repente, al cabo de pocos meses, se han ido. Desaparecen. ¿Qué ha sido de ellas?¿Han muerto? ¿Se han casado con un dentista? ¿Se han puesto a trabajar en algún pueblo? Nunca se sabrá. Me hacen pensar en esa especie de mariposas que dan vueltas en torno a una lámpara. He escrito “Desayuno en Tiffany’s” cinco veces, como siempre hago con mis obras. Publico poco porque soy un escritor lento. Escribo cada libro cinco veces. Es una costumbre que adquirí a los dieciocho años, cuando escribí mi primera novela “Otras voces, otros ámbitos”. Escribo a mano una primera versión sobre una hoja de papel amarillo, después otra segunda versión en una hoja depapel verde, incluso si debo cambiar una sola palabra en el primer texto. Vuelvo a copiar esta segunda versión en una hoja de papel azul. Al fin lo paso a máquina sobre una hoja de papel amarillo, y lo dejo reposar a veces durante muchos meses. Después vuelvo a leer el manuscrito que he escrito y si tengo que hacer algunas correcciones a mano las hago sobre la versión mecanografiada, y la vuelvo a escribir una última vez en papel blanco y al final todo está hecho.
Me acuerdo del miedo que nos daba de pequeños mirar el ojo de cristal de la tía Elizabeth cuando venía a vernos el primer domingo de cada mes. Nos agolpábamos mis hermanas y yo en el salón, sin atrevernos a acercarnos nunca a ella, y cuando teníamos que adelantarnos para besarla lo hacíamos muy deprisa, mirando de reojo aquel mechón rubio que le tapaba su ojo de cristal, por el que creíamos ver que asomaban irisaciones extrañas y casi misteriosas. Debía yo tener entonces siete u ocho años. No imaginaba que un día sería director de cine. La tía Elisabeth era la hermana más joven de mi madre, una mujer alta y guapa, delgada, rubia, viuda del que había sido un gran economista y millonario, que le había dejado en herencia una gran fortuna. Vestía casi siempre con una elegante capa color crema, fuera invierno o verano, de mangas anchas, y se anudaba el cuello con pañuelos preciosos. Solía venir a media tarde del primer domingo de cada mes y se sentaba una hora o dos junto a mi madre en el sofá del salón y nos preguntaba a todos con interés cómo nos iba. Creo que quería demostrarnos su gran afecto. Pero a su ojo de cristal no nos acostumbramos nunca ni mis hermanas ni yo. Fue muchos años después, cuando empecé a dedicarme al cine, cuando un domingo me atreví: “Tía, ¿me dejarías ver tu ojo de cristal?” Entones, habiendo ella dado su permiso, pude acercarme a ver su ojo y hasta adentrarme a penetrar en él. Al hacerlo, sorprendentemente y en un instante, pude ver toda una película. Tía Elizabeth se apartó el mechón rubio de su pelo y yo le pedí entonces otro permiso más : filmar aquel ojo que me estaba deslumbrando. Me contó que aquel cristal ella lo llevaba a causa de un fuerte impacto recibido por la luz al visitar hacía años la catedral de León, un día que fue a verla con su marido. “La luz, me dijo, parece ser que me cegó a través de una de aquellas hermosas vidrieras y ya no recuperé más la visión de ese ojo. Perdí la vista, me añadió con toda naturalidad, pero gané una gran riqueza”.
Imágenes- catedral de León- wikipedia
Entonces me decidí. Enfoqué bien mi cámara frente a su ojo, y comencé a profundizar dentro de él para ver lo que descubría. Aquel era un camino largo. El fondo de su ojo me llevó enseguida a distinguir, bajo una fuerte luz que casi me cegaba, un inicio de vegetales y arbustos; luego, muy pronto, una serie de enredaderas, vides y flores, hojas de roble , encinas y rosales, cada una con su color distinto. Los colores que mi cámara iba registrando se entrelazaban con figuras de animales que podían parecer dragones. En el fondo, lo que estaba filmando eran las maravillas de una vidriera que habían quedado insertadas dentro del ojo de mi tía Elizabeth. Era lo que tenía dentro de su ojo: el espectáculo de una gran vidriera. Por el silencio también al avanzar, era como visitar una catedral. Mi cámara, conforme se adelantaba, iba reuniendo colores rojos, azules y violetas y hojas amarillas, verdes y rojas. Me sorprendían aquellos motivos porque por su grosor recordaban a veces esculturas. La tía Elisabeth no se movía, como si aquello no la afectara. Giré un poco más la cámara y me hirió de pronto la luz de unas rosetas que parecían dedicadas a la actividad del hombre: al hombre terrenal, el que realiza labores con las que conseguir su propósito, y al hombre rodeado de vicios, virtudes, y trabajos, con alusiones a las artes y a las ciencias. Después se extendió un gran resplandor dentro de aquel ojo, como si algo explotara en su fondo, y tuve que dejar de filmar.
Entonces aparté la cámara y miré a mi tía Elisabeth que estaba frente a mí. Me sonreía y me miraba imperturbable. No me dijo nada.
José Julio Perlado
( del libro “Carnet de un director de cine”)
relato inédito
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
imágenes- vidrieras y fachada de la catedral de León- wikipedia
Las primeras alfombras que conocemos aparecen en el Egipto del siglo XVI a. C. , como contribución de la estepa asiática a la grandiosa arquitectura del río. Las alfombras triunfan en las riberas de los grandes ríos de China y de la India, traídas desde Mongolia por Gengis y Kublai. El gran imperio persa de los timóridas— explica Vilém Flusser, catedrático en la universidad de São Paulo — puede considerarse como una síntesis de la Mesopotamia, las estepas de Asia Central y el Pamir. Una síntesis nunca suficientemente valorada por nuestra filosofía de la historia.
El tejido de tapices es un compromiso de la superficie contra el telar, contra su propio soporte. Por eso el tapicero siempre echa mano de patrones que han sido previamente diseñados con total exactitud, patrones que, por otra parte, son perfectamente conscientes de que no son más que pretextos. El hacer alfombras no admite ningún gesto espontáneo. Cada uno de los nudos ha sido antes sutilmente proyectado.
El anudado mismo no es un proceder fluido, sino que va a saltos, cada uno de los cuales ya estaba previsto en un mosaico provisional. De este modo pueden anudarse, por ejemplo, los hilos verdes, luego los amarillos, luego los rojos y luego los azules, en este orden, y la forma prevista sólo se hace visible cuando concluye el último salto de la lanzadera.
La impresión que dan los tapices de que son algo estático es un engaño: es consecuencia de una técnica, aparentemente aleatoria, que procede a saltos y que es a su vez soportada por un bosquejo estático. Es cierto que el tejedor de alfombras parece manipular hilos de lana con sus dedos y tejer con distintos estilos, pero lo hace de manera paradójica. Sin duda, agarra la materia, pero lo hace únicamente para seguir un plan que le es previo y superior, para hacer que el plan aparezca, de tal manera que recubra la materia
José Julio Perlado
Imágenes- 1- Historia de Semiramis- tapiz flamenco- 1638- museos capitolinos/ 2-la dame a la licorni – Museo de Cluny- Paris/ 3- La caza del cisne- tapiz flamenco — Albert museum Londres/ 4- El regreso de la caza- siglo XVl/ 5-tapiz de Bayeux- 1066)
Las casas están al final de nuestra infancia. Al fondo del pasillo de los recuerdos, cuando corremos tiempo abajo hacia atrás empequeñeciéndonos hasta hacernos niños, cada uno de nosotros conserva intacta la casa de la juventud o de la adolescencia, aquella casa de nuestros abuelos o de nuestros padres, casa de campo o de ciudad, verano o invierno de paredes y sueños, casas de nuestras primeras letras y de nuestros primeros castigos, casas quizá del amor inicial y del aprendizaje del dolor, fachadas y ventanas y cuartos y escaleras que se nos siguen presentando envueltas en brumas, levantadas en la nostalgia. Así le ocurrió —como a nosotros y como a tantos otros —- a Giuseppe Tomasi. di Lampedusa, nacido el 23 de diciembre de 1896 en Palermo y muerto en Roma el 23 de julio de 1957 a los 60 años de edad.
Cuando en “El Gatopardo” — publicada un año después de la muerte del autor— el cine abre la puerta de Villa Salina en Donnafugata, el ojo cinematográfico se cuela por la cerradura de la cámara y lo que vemos es la estancia literaria que escribió Lampedusa y, avanzando más, lo que leemos en su novela es la verdad de su historia, y la puerta de esa historia, al abrirse, nos lleva de la mano al retrato familiar en una casa siciliana de la aristocracia, a esa Casa que el escritor tuvo en sus campos de niñez, un paisaje de muros evocados que en la realidad fue el Palazzo Cutó en Santa Margherita.
Donnafugata de su memoria: en ella entraría luego por sus salones el ojo del lector admirando el estilo en los adjetivos, el mobiliario de los pronombres, los verbos colgados de los muros en la descripción. Luego entraría el ojo cinematográfico hasta colarse por la cerradura de la cámara y nos mostraría su espionaje de amores y su rumor de conversaciones familiares antes de que la Casa entera como paisaje se derrumbara en ruinas.
Entonces, lo que quiero — le explico a Ricardo, mi ayudante de dirección, mientras caminamos y a la vez trabajamos — es que en esta película haya muchos Bois de Boulogne condensados en uno solo. Es decir, todas las fases y estaciones del año reveladas por tantos pintores sobre este parque parisino. Un festival de imágenes. Te lo explicaré mejor cuando hagamos el montaje. Quiero también que aparezcan frases de Proust como voz “en off” y que el público, mientras esté viendo en pantalla este parque de París que estará vestido unas veces de azul, otras veces de gris o de blanco, con los personajes y comparsas en movimiento que pongamos nosotros, escuche esas palabras “en off” que escribía Proust: “era para mí el bosque — decía Proust — uno de esos jardines zoológicos donde se encuentran reunidas flores diversas y paisajes contrarios”. No sé si el público va a poder captar o valorar a Proust, ni sé si le interesa, muchos no saben quién es Proust, otros apenas lo han leído, otros quizá son devotos de él aunque les parezca inaccesible o pesado, pero yo sí quiero que esas frases suyas se escuchen en “off” mientras ven nuestras imágenes, porque también son un homenaje a su figura —y le insisto a Ricardo —: ten en cuenta que Visconti estuvo diez años intentando abordar “A la busca del tiempo perdido” y no lo consiguió por motivos financieros y también por dificultades estéticas. Pero yo no deseo hacer nada de eso. Me basta con el Bois de Boulogne visto por Proust, pero visto también por nuestra película y nuestra familia. “Acuérdate, hijo, interviene entonces mi madre que ha estado escuchando muy atenta todo lo que hablamos Ricardo y yo, de poner en tu película aquel Bois de Boulogne por donde tú corrías de pequeño con tus hermanas, y los cuatro jugábais con vuestros abrigitos azules y vuestras gorras rojas, que erais una monada. Todo el mundo os miraba.” “Sí, sí, madre — le digo para tranquilizarla —,no te preocupes, no te preocupes que me acordaré.”
Pero ahora estoy enormemente concentrado en rodar una escena del pintor Jean Béraud que quiso dejar plasmado este rincón de las bicicletas en el Bois, los amplios pantalones bombachos de la ropa deportiva en las damas elegantes, los sombreros blancos de verano llamados “canotiers”, y sobre todo el mundo de las bicicletas, que entonces, en 1900, se llamaban “velocípedos” y voy así filmando lentamente esta especie de teatro al aire libre de diversión y encuentro del “todo París” con un fondo amarillo que, poco a poco, se irá mezclando con otros tonos.
Uno de esos otros tonos serán los caballos rojos de Edouard Manet que cruzan ahora a toda velocidad por el Bois de Boulogne llevando a sus jinetes tensos en las grupas ante el asombro y distracción de muchas familias que ocupan el Parque.
Otro de los tonos que quiero que aparezcan en pantalla es el blanco nevado en el Bois que pintó el italiano Francesco de Nittis, una extensión nevada, el Parque casi desierto, unas figuras solitarias caminando en la nieve. Una gran belleza.
Entonces reaparece la voz “en off” de Proust que nos va a ir acompañando mientras miramos todas estas imágenes: “después de una colina — escribía Proust—,en el Bois hay una gruta, ; luego un prado, y rocas, y un río, y un foso, y un collado, y una charca; pero sin que nosotros ignoremos que están allí para dar ambiente adecuado o pintoresco marco al retozar del hipopótamo, de las cebras, de los cocodrilos, de los conejos rusos, de los osos y de la garza real”.
Y seguimos escuchando así la voz “en off” de Proust mientras continúan pasando las imágenes del Bois en las pinturas de Valloton, de Cross o de Berthe Morisot en la pantalla: “Y el paseo de las Acacias— escribía Proust—,plantado para ellas de árboles de una sola especie, era favorito de las bellezas más famosas, porque de las acacias irradiaba un perfume delator, ya a distancia, de una blanda individualidad vegetal, cercana y extraña;
“porque luego, al acercarme — continuamos oyendo su voz “en off” — veía ya lo más alto de su travieso y ligero follaje, de esas hojas fácilmente elegantes, de corte coquetón y tejido fino, donde fueron a posarse centenares de flores como colonias aladas y vibrátiles de parásitos preciosos, y porque tenían un nombre femenino, ocioso y suave.”
Y así es como quiero yo mi película —- le digo a Ricardo, mi ayudante de dirección— : un abanico de imágenes del Bois y al fondo esa voz de Proust “en off” que unirá naturaleza, cine y literatura. “Pero no te olvides, hijo, ( vuelvo a escuchar la voz de mi madre que ha estado muy atenta a cuanto hacemos), no te olvides de meter esas imágenes tuyas y de tus hermanas cuando corríais por el Parque hace años, con vuestros abrigitos azules, que erais la admiración de todo el mundo.” “No, no te preocupes, madre, no te preocupes que no lo olvidaré.”
José Julio Perlado
(del libro “Carnet de un director de cine”)
relato inédito
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
Imágenes : – 1- Bois de Boulogne- wikipedia/2 – Jean Beraud/ 3-Edouard Manet/ 4- Francesco de Nittis/ 5- Félix Vallotton / 6- Henri-Edmond Cross/ 7-Berthe Morisot/ 8- Berthe Morisot)
Se ha reducido lo excepcional, ha variado el sentido de la ‘aventura’. Hoy la ‘aventura’ no es tanto modificar una circunstancia como procurar defenderse de ella. El río de las circunstancias nos empuja, nos lleva; las circunstancias forman remolino. Sobre ese cauce,dos perfiles: el hombre que lucha o que resiste agarrado a las rocas, y el que se aleja inmerso en la corriente. Ambos han sido aceptados como protagonistas. La literatura de nuestro tiempo nos ofrece la efigie del primero en esas obras viriles y violentas que alguien ha bautizado “de la condición humana”: en ellas se yergue un “heroísmo’ pleno, el ‘heroísmo’ retratado en los gestos y en esos actos tan secos muchas veces, pero que justifican impecablemente el ardor del hombre frente a la vida. En este caso, el héroe es ‘heroico’ por cumplir ese esfuerzo de voluntad y abnegación que le anima a realizar un hecho extraordinario; su hazaña está nutrida de resistencia y de exigencia, y su misión es sacudir a cuantos incapaces no logran ser conscientes de su destino.
Pero la literatura de nuestra época refleja también a la figura anónima, al hombre- masa, al solitario en sociedad, al hombre- número, al héroe, nuestro hermano de todos los días. Si este individuo pudiera gozar de auténtica comunicabilidad con sus semejantes, si no tuviera que vivir aislado al propio tiempo que arrojado en la aglomeración, o bien si disfrutara menos de la cortesía impersonal y más del amor verdadero, podría decirse simplemente que en nuestra tierra existe un hombre sin nombre, casi feliz, que por ser tan vulgar o tan corriente es difícil que alcance el ‘heroísmo’. Pero este héroe de tantos libros contemporáneos es ‘heroico’ por más de un motivo. Su andar errante atravesando calles con una mezcla de rebeldía y tedio, su sombra sin relieve, incluso sus gestiones sin éxito, hacen que se levante sobre el mundo un nuevo ‘héroe’ antes desconocido, cuya aventura es continuar anónimo y vivir lo ordinario en silencio
Poco. Acaso valga poco. Tal vez sea mediocre, o áspero y salvaje, o triste, o ingenuo. Pero ese mudo charlar que se le escapa, monólogo interior y extraño soplo, es su sonoro pensamiento. Quizá no llegue el héroe a poeta, ni a rector de asambleas, ni a líder político. Su fatiga, sin embargo, le delata: marcha sin brújula como si hubiera olvidado el esqueleto.
Bien. Mirémosle de cerca ya que avanza dormido. Sonámbulo, sueña con superhombres, esos brillantes caballeros del mito. Ahora se sienta en la butaca, se transforma y se evade: James Bond le atrae en la pantalla; el astronauta, en los cielos vacíos.
Pero más tarde sale: entra en su mundo. Sigue posada el ala de la duda sobre su vida, quietas las garras de la costumbre: dos ojos de rutina le miran fijamente retando a su “heroísmo”. El hombre da unos pasos: se estremece. Ese temblor que siente es el frío del siglo.
Tracemos ahora un arco, ganemos tiempo. Este arco desciende hasta las lindes de nuestra época. Nuestra época no oculta a ningún Lazarillo ni esconde a ningún Cid; el héroe que ella descubre es un personaje normal y banal, enterrado en un pulgar paisaje. Dos ejemplos: el héroe puede llamarse Bloom y ser un pequeño agente de publicidad extraído de la vida de Dublín; el héroe puede llamarse Maigret y ser un sencillo policía destinado en París. Entre los dos se abren las diferencias de un tono y de una calidad literarias; pero a los dos les une un relevante detalle: son simples individuos, cuyas vidas alcanzan lo epopéyico precisamente a través de lo insignificante.
Lo insignificante, ése es el secreto. Este siglo ha tenido que transformar la rutina en hazaña, la nimiedad en leyenda. No hay más que contemplar al héroe de Joyce: un ciudadano despojado de gloria. Ofendido y humillado, llevando en andas su destierro, Bloom atraviesa Dublín entreabriendo sus calles: lo absorbe y se lo traga. Lo banal le rodea: ese día en Dublín nada ha pasado: buen tiempo en la mañana, tarde calurosa y lluvia nocturna; se han anunciado rebajas de verano, y en el teatro se presenta una ópera: tal puede ser una jornada anónima de una ciudad cualquiera. Ante Maigret, la impresión será idéntica. Si alguien pregunta dónde encontrar lo insólito, el policía habrá de contestarle: soy la simplicidad; un empleado en medio de empleados, una pipa, la manía de atizar la estufa, horario de oficina, zapatos pesados, un abrigo con el cuello de piel. Es la epopeya de la monotonía. Maigret sueña con el retiro, Blooom con una casa en las afueras; Maigret tiene como escudero a su esposa, Bloom es el escudero de su mujer.
Sobre todo, los dos personajes son reales. La épica moderna ha prescindido de lo grandioso para dar paso a lo verdadero: un realismo tremendo en París y en Dublín. Nos hemos alejado de lo sobrehumano, de lo sagrado, de lo increíble; nos hemos alejado de lo invencible. Ese hombre que pasa puede ser oprimido o engañado, sentirse insatisfecho o caer en el ridículo. No importa. Todo eso no le impide ser héroe. Se encuentra solo; burlón o taciturno, aspira a conseguir el heroísmo en la trivialidad.
No es nuestro héroe James Bond . Tampoco lo es el astronauta. Yo diría que esa precisamente debería ser nuestra gran dicha: mirar la ascensión sin muerte de James Bond, mirar la ascensión al espacio del astronauta, saber que ninguna de las dos nos representa. Convencernos de que en nuestro tiempo los héroes, en vez de urdir hazañas extraordinarias, batallan en la extraordinaria hazaña de lo ordinario. Los verdaderos héroes —esto no puede suscitarnos vanidad, sino meditación — somos nosotros mismos.
Observemos al héroe. Viene del horizonte de la épica, vive en tierras de grave inmensidad, nace en vastas extensiones de tiempo. Lo que arrastra mientras cabalga hacia nosotros es ese resto de decorado antiguo, su aire de fábula, el carácter sagrado que va perdiendo por el camino. Cuando llegue a nuestro siglo XII, el héroe conservará casi intacta su grandeza. Gesto, vestido, movimiento, energía, serenidad, solemnidad en el rito, dimensión exaltada, maravilla: todo esto nos llevará al Cid. Nuestro Rodrigo lleva a cabo proezas increíbles, se recorta entre la tierra y el mito, pone un pie en la realidad y da un paso hacia la fantasía. Sobre todo, ha adquirido humanismo: este héroe español, que puede fascinarnos por su impulso, nos subyuga principalmente por la sobriedad: sus victorias nos dejan más vencidos porque poseen ternura.
Pero pasemos a otro siglo. Estamos en un suburbio: sea en 1599 o en 1540, con Lazarillo de Tormes o con Guzmán de Alfarache, lo cierto es que el aire huele a campo y a arrabal. Al menos es lo primero que se advierte; y enseguida, la insignificancia de una sombra que va trepando como protagonista. ¿Qué es lo que aporta? Nadie lo sospecha, va a ser una sorpresa: para la sociedad, constituirá la rebelión; para las letras, la novela moderna. Se ha derrumbado la épica de la caballería, y el ‘pícaro’ va a suplantarla. A pesar de los triunfos del amor, en contra de los valores de la fama, de la hidalguía y del señorío, el ‘pícaro’ desnuda sus vergüenzas, sabe que son sus glorias y las muestra, con cinismo mordaz se vale de sus hambres para escribir la propia biografía. Naturalmente no llegará a héroe: será su antípoda. Pero esta figura humilde, nacida como reacción del siervo más que del servidor, no carece de peculiar dignidad: su fuerza es el sarcasmo, y su móvil el reverso de la proeza.