FILMAR A UNA FAMILIA (2) : RODAR LOS EXTERIORES

 Y luego están los exteriores. Mi madre me dice de repente: “No pensarás hacer una película sólo con interiores, sólo con esta casa. Tienes que buscar “exteriores”, o lo que vosotros llamáis exteriores que no sé bien lo que es,  los exteriores vuestros o nuestros, los que yo he vivido con tu padre y luego con vosotros, exteriores de luz, de mar, de amaneceres, de montañas”. Yo no imaginaba que a mi madre le gustara tanto el cine, pero sí, le gusta, yo creo que le gusta sobre todo porque oye rumores y ve que su hijo un día podría ser director de cine, quizá ahora mismo, se enorgullece, se pavonea, “mi hijo va a ser director de cine”, le dice orgullosa a las vecinas mientras cuelga la ropa en el patio.  La ropa, ahora que me doy cuenta, conforme mi madre la va colgando e intenta sujetarla con pinzas, podría ser muy bien uno de esos “exteriores”, no sé, no hay que forzar las cosas,  esas pinzas nos podrían llevar volando una a la otra, como pajaritos de madera que van piando por el patio de la casa hasta el cielo del tejado donde están las buhardillas y las antenas de televisión. Desde que murió el portero, esta casa no tiene fantasía, el montacargas sube y baja, sí, lo hace lentamente, trae enseres y comida, pero carece de fantasía. Vittorio De Sica, en “Milagro en Milán”, hacía volar a los hombres por los aires, grupos de hombres, sombras, y aquí podría yo perfectamente hacer volar a las pinzas de tender de mi madre, una tras otra, que nos fueran llevando al exterior del cielo, a ver qué pasaba. Pero yo sé que mi madre quiere cosas distintas. “Yo me voy a morir, hijo”, me dice muchas veces. “Sí, madre, ya sé que te vas a morir, no me lo digas tantas veces, te vas a morir como todo el mundo, todo el mundo se muere, te morirás como todo el mundo.” “No. Es que yo me voy a morir personalmente, no como todo el mundo”, me dice. “¿Y qué?, le pregunto, ¿qué me quieres decir con “personalmente“? “Pues que me gustaría despedirme de sitios curiosos en los que he estado con tu padre, y también con vosotros,  sitios que me gustaron en su día y me gustaría recordarlos, verlos por última vez”. Entonces no hay más remedio. Nos metemos todos en dos coches, uno desvencijado, no desvencijado por completo pero sí muy antiguo, nos lo ha prestado el mecánico del barrio, un coche de segunda mano,  que es el que preside de algún modo nuestra comitiva familiar. “Tendrá que ir su madre con las piernas algo levantadas, me dice el mecánico, porque no tiene suelo ese coche, le he puesto una madera gruesa para que apoye los tacones, no irá muy cómoda” “¿ Y yo? ¿Para conducir?”, le pregunto. “Usted para conducir irá perfectamente, me dice el mecánico. Porque usted tiene el suelo normal, el que tienen todos los coches. Lo malo es la parte de su madre, que no la he podido arreglar, la parte del copiloto.” Nos metemos todos en dos coches, dos SEAT antiguos, parecidos a los Fiat Italianos, nos dividimos. Mi madre va conmigo porque tiene que señalarme el camino y todos nos vamos a buscar “exteriores”.  Ella nos dirá. “Tú sigue recto, hijo,  dice mi madre, tenemos que atravesar media España, pero ten paciencia. Tú sigue recto. Yo te indicaré”. Tardamos bastantes horas en llegar a Asturias, que está lejos, en el norte, es el primer exterior que queremos ver para hacer la película. “Allí me besó tu padre por primera vez”, me comenta mi madre. “Eso no me lo habías contado nunca“, le digo. “Como ya eres mayor y estamos solos pues te lo puedo contar.” Estas confidencias de mi madre las agradezco, me hacen más mayor, un recipiente de secretos. No diré nada. Son secretos de mi madre y se nota que los lleva muy dentro, que la han marcado. Cuando llegamos a Asturias tenemos que preguntar por una playa que es donde ocurrió todo aquello, pero el nombre de la playa no lo recuerda mi madre. “Es una playa que tiene un camino que baja hasta el mar, un camino pequeñito, dice mi madre, que sale de la carretera”. “Pero, señora, le dice un campesino al que preguntamos, todos los caminos llevan hasta el mar”. “No. No. Este es un camino inconfundible, dice mi madre, es un camino pequeñito, de piedrecitas, que va bajando y bajando, que tiene muchas hierbas y matorrales, un camino que no se puede olvidar”. “Pero perdona, madre”, me atrevo a decirle, “ reconoce que tú lo has olvidado”. “No. Yo no lo he olvidado. Es un camino inconfundible, todo el mundo lo conoce. Es un camino que al final lleva a una especie de mesa y de silla como de arena, que imita a la arena, imitando la arena. Allí toca con el mar.” “¿Pero en qué carretera está eso ?”, le dice el campesino, “¿ usted recuerda de qué carretera sale el camino? Porque Asturias es muy grande”. “No. Yo no me acuerdo ahora de la carretera, le dice mi madre al campesino, porque han pasado muchos años, pero el camino sí que lo recuerdo, que iba bajando y bajando entre matorrales. Es que no tiene pérdida.” Entonces bajamos como podemos por uno de esos caminos polvorientos, llenos de arena y matorrales, el primer camino que encontramos, las ruedas de los coches parecen harina, dan vueltas y vueltas entre el polvo, somos coches fantasma.”Si es por aquí, madre, le digo a mi madre, pues muy bien. Y si no es por aquí, pues hacemos los exteriores aquí, que será prácticamente igual.” Mi madre va callada, erguida, apoyada sobre la madera donde reposan sus pies, su traje gris de florecitas se va cubriendo poco a poco del polvo que entra por las ventanillas.  Como hace mucho calor, yo no me arriesgo a cerrarlas. Mi madre tiene setenta y un años, está bien para su edad, está activa, no sé por qué ese empeño de que se va a morir, porque yo creo que no se va a morir por ahora, está llena de recuerdos, a su manera quiere irse despidiendo de la vida. “Otro sitio que quiero que filmes, me dice mi madre, es la bajada de los caballos.” “¿Dónde es la bajada de los caballos? ¿Por aquí?”, le pregunto. “No. No es por aquí. Es en los Picos de Europa Fue de noche. Cada noche tu padre y yo, después de cenar, salíamos a ver la bajada de los caballos que bajaban del monte. Era precioso. Eso quizá podría servirte también de “exteriores”. “Pero no podemos estar a la vez en Asturias y en los Picos de Europa, madre”, le digo. “Eso es carísimo. ¿Sabes cuánto cuesta una película?  Un millón. Una película sale carísima.” “Pero lo de los caballos, si yo te lo pido, me lo harás, ¿verdad? Es un recuerdo profundo”. Entonces me callo. Los recuerdos profundos de mi madre, cuando los suelta, es como si soltara parte de su corazón, como si se le desgarrara el corazón. Me estoy acordando, mientras bajamos por el camino polvoriento, de la escena del coche en “Fresas salvajes”, cuando al viejo profesor Borg, es decir, al actor Víctor Sjöström, le llevan en el coche hasta la casa de su infancia, allí donde encontrará sus fresas salvajes. Y así llegamos al borde del mar. Se sienta mi madre en el suelo, cerca de la orilla, en la arena, y el mar está bravío, ondulado, hasta llega la espuma a los pies de mi madre, que se ha quitado los zapatos y es feliz, y el mar es un tumulto. Me acuerdo al ver las olas y oír la voz de mi madre que sigue evocando la bajada de los caballos, me acuerdo de los caballos azules de Franz Marc, un pintor expresionista alemán  que dibujó  caballos preciosos, unas grupas onduladas azules como si fueran olas, las que ahora veo, las que ve mi madre, los remolinos de las crines azules subiendo y bajando y caracoleando. Yo no quiero hacer una película de culto, pero cuando oigo la voz de mi madre evocando los caballos, parece que viera la belleza que pintó Franz Marc, que aplicaba el azul a la austeridad masculina y a lo espiritual, el amarillo a la alegría humana y el rojo a la violencia. Me he colocado detrás de mi madre, a pocos metros de ella, sentado en el suelo, he guardado silencio. Lo único que le he dicho es que me cuente cosas. He tomado luego mi cámara y así, tranquilamente, la voy filmando y la dejo hablar. Está mi madre sola ante sus recuerdos y ante el mar, y ante los caballos que bajan del monte, e incluso ante los caballos de Franz Marc que nacen de las olas, y que ella no ve porque no los puede ver, pero que yo, como director, sí los veo como fondo, y los meteré indudablemente en la película. Tarkovski, cuando rodó “Nostalghia” metió, casi como una obsesión suya, “La Madonna del Parto” de Piero della Francesca y yo meteré esos caballos azules y estas olas blancas. “Pues yo no sé, dice mi madre mirando el mar, si aquello fue por aquí, porque todo parece igual, las orillas del mar siempre son iguales, por eso a veces pienso que me gusta más el campo, tiene más variedad, pero bueno, si fue o no exactamente aquí, da lo mismo. Lo importante fue la cena, una cena maravillosa con tu padre y yo aquella noche. Cenamos un “bollo preñao” con un vaso de vino, yo no sabía lo que era un “bolllo preñao”, me dice, no lo había oído nunca, me hacía gracia el nombre, pero lo cierto era que era un simple bocadillo con un bollo y un huevo duro dentro, encajado en la miga, un huevo al que había que sacar del bollo, quitarle la cáscara y tomárselo con un vaso de vino.” “¿Lo pasaste bien?”, le pregunto mientras la voy filmando. Sé que lo pasó bien aunque no me contesta.  Mejor. Hay que respetar esos momentos. Yo no he sabido felizmente lo que es el Alzheimer, mi madre no tiene Alzheimer, razona, va a la compra, sobre todo le obsesiona la fruta, compra mucha fruta, sabe perfectamente cuál es la fruta de verano y la de invierno, eso lo sabe todo el mundo, pero no sé si lo saben los que tienen Alzheimer, ella no lo tiene, se pone sus guantes en el mercado, toca los melocotones, la dureza de los plátanos, la dulzura de los higos, ella no tiene Alzheimer, abre muy bien las puertas y se acuerda de cerrarlas perfectamente, por eso ahora, cuando veo que no me ha contestado, no me preocupo, pienso que el Alzheimer se aleja de ella, el Alzheimer debe ser una gran gasa que se expande entre  las algas, se pierde azul, gaseosa, dramática, se lleva las memorias deshilachadas, las tritura, y al final las devora.

Como mi madre no tiene Alzheimer, lo que está recordando ahora vivamente son las crines de aquellos caballos plateados que miraba en la noche en los Picos de Europa, cómo bajaban al trote por el monte y, excitados, se desbordaban luego al galope ante la mirada extasiada de mi padre y de ella. Tengo que buscar un color para colocar todos esos recuerdos. Spielberg, en “La lista de Schindler”, dejaba que apareciera de pronto, en medio de la fotografía en blanco y negro, el abriguito rosa de una niña que corría entre la fila de prisioneros. Lo importante no era el abriguito sino la sorpresa del color. La ventana de luz. El color invade los recuerdos de mi madre aunque ella no lo sepa. Sigue sentada en el suelo en blanco y negro, con los pies descalzos, los zapatos a un lado, su vestido gris de florecitas recibe la espuma de las olas que ya no son olas sino hileras de agua que se esparcen. Pero todo aparece en blanco y negro, y sin embargo yo filmaré en color sus recuerdos. En el cine se puede hacer de todo. Y entonces el color de los recuerdos de mi madre lo iré alternando con este blanco y negro que ahora veo. No me gustan las voces “en off”. A veces hay que aplicarlas, eso sí, pero prefiero siempre que la imagen sea la que hable, no necesita voz, y entonces haré hablar a la imagen de los caballos al galope, sus pezuñas, sus cascos, a pesar de ser de noche en los Picos de Europa pondré un resplandor en esos recuerdos que será el resplandor de las grupas bajo las luces de los pueblos cercanos, o bajo las estrellas, sí, quizá sea mejor recurrir a las estrellas, mi madre se acuerda que eran noches de estrellas las que vio con mi padre. Si la cámara la acerco más y afino el sonido, se oirán los relinchos de los caballos salvajes y brillará el sudor de sus cuerpos. A mis padres todo aquello les fascinaba porque  era la naturaleza misma como espectáculo después de cada cena.  Como ir al teatro. Mi madre recuerda que los dos cenaban en un hotel pequeñito, rústico, familiar, donde se hospedaban unos días en vacaciones, y luego, después de cenar, salían a ver el espectáculo. Aquí sí pondré color. Estos hotelitos de montaña tienen el techo rojizo, unos cuartos pequeños, unos balcones de madera que dan al monte. ¡Qué paz!, está pensando ahora mi madre junto al mar. No dice nada pero se acuerda de aquel comedor de mantelitos rojos y servilletas dobladas, todo muy cuidado, donde había sitio para veinte personas, muchas sillas alineadas el primer día, menos sillas el día segundo, muchas menos el tercero, y poco a poco se iban retirando sillas y mesas hasta quedarse solos los dos porque la gente no acudía, mi padre y mi madre, en medio del comedor vacío, como dos novios. No se cogían de las manos, pero aquellas vacaciones tranquilas se mezclaban con las tensiones que tiene todo matrimonio. Todo se mezcla. Ellos tenían naturalmente discusiones, y luego venían las trifulcas con Sofía, con Irene o con Paula y los desplantes míos. El matrimonio, me decía un día mi madre pero yo no la escuchaba, es una carretera en zig-zag, hijo, y a veces te sales y te das un golpe o mil golpes, ya lo probarás. Yo no me he casado. He tenido mil novias distintas y he probado algún que otro golpe pero aquí estoy, buscando exteriores para la película y buscando actores. Buscar actores es muy complicado. Hay que dejarles en libertad cuando hablan, darles las mínimas instrucciones, que se quiten la timidez. Sorprendentemente los actores son tímidos. La gente los ve en las pasarelas,  parecen dioses, se creen dioses, van envueltos en ropajes carísimos y prestados, dan una vuelta a su cintura para que se les vea bien de perfil, hacia adelante, hacia atrás, nuevamente de perfil, sonríen, sonríen siempre, las actrices llevan tacones y los actores gafas de sol. Se creen los reyes del universo al menos por una noche, la pasarela es el tapiz de su gloria. Pero son tímidos. Cada vez que los veo en el trabajo cotidiano me acuerdo de Susanna Pasolini, la madre de Pasolini en “El evangelio según Mateo” cuando hizo de madre de Jesús. ¿Cómo la convenció su hijo? ¿Cómo convenzo yo a mi madre para que haga aquí de madre en la película, a orillas del mar? 

José Julio Perlado

( del libro “Carnet de un director de cine”)

relato inédito

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