PALABRAS, GASTRONOMÍA, LITERATURA

A veces las especias de las palabras, salsas y grasas de las frases, condimento de párrafos, han logrado que la gran literatura irrumpa incluso en los  patios de butacas, como ocurrió con la pieza del inglés Wesker, «La cocina«, en la que el dramaturgo señalaba que si el mundo pudo ser un escenario para Shakespeare, para él era una cocina, en la que entraba y salía gente. «Las cocinas enloquecen todas – señalaba Wesker instruyendo a sus actores -, principalmente durante los períodos de servicio activo: hacen su aparición el apresuramiento, las pequeñas peleas, los falsos orgullos y el esnobismo. (…) En ningún momento – indicaba en su introducción a la obra – se sirve comida real. Por supuesto, cocinar y servir platos no resultaría práctico en el teatro. Por lo tanto, las camareras transportarán platos vacíos y los cocineros harán en mímica los movimientos propios de sus tareas. (…) Pero los dos puntos importantes son: 1.-que ciertas acciones deben ser hechas en mímica durante toda la obra, diciendo al mismo tiempo los parlamentos respectivos y murmurando entre sí; y 2, que más o menos cuando todo está listo para iniciar el servivio real, tienen una serie de vasijas y ollas de «comidas y salsas» muy bien ordenadas y en condiciones de ser entregadas a las camareras a medida que las vayan pidiendo».

Así, sentados en nuestro patio de butacas, podemos seguir la evolución de los actores:

«La calidad de la comida – seguía diciendo Wesker a los intérpretes – no es aquí tan importante como la velocidad con que se la sirve. Las personas tienen todas su tarea particular y propia. Sobre cada uno lanzamos una ojeada, poniendo de relieve, por así decir, al individuo».

Palabras, literatura, gastronomía. Y todo ello a lo largo de los siglos. Desde Aristófanes a Zola, desde Juvenal a Cervantes o a Gogol, pasando por Fielding o Goldoni y tantos otros, la poesía, la novela o el teatro, han ido reflejando la sensibilidad gastronómica de cada época. Jean- Francois Revel en «Un festín en palabras«, recuerda que Nereo de Chio cocinaba un caldo corto exquisito y digno de dioses, que Lamprias fue el primero en imaginar el estofado negro y que Aftónitas fue el inventor de la morcilla. Se han trufado lenguajes, se han cocinado palabras a lo largo del tiempo. A finales del siglo XX restaurantes de París ya anunciaban entradas con nombres de postres – «sorbete de cabeza de jabalí» -; se invertían nombres  de carnes y pescados – «solomillo de lenguado» o «zarzuela de menudillos» -, y se reconvertían finales y principios: «sopa de higos o de fresas«.

Y luego está toda la unión de sensaciones, el eco de la literatura que se aleja en el tiempo hasta encontrar la infancia, aromas desperdigados entre migas de la célebre magdalena de Proust: «en cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado de tila que mi tía me daba – dice el gran escritor francés – (aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar por qué ese recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a los recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo«.

En el fondo, desde lo profundo del paladar – paladar de tantas palabras – está la infancia recobrada.

(Imágenes:-1.-abandonando el restaurante.-Varela.- La ilustración Española y Americana.-cervantesvirtual/2.- dibujo de Sancha.- 22 de diciembre de 1906.- La ilustración Española y Americana.– cervantesvirtual)