«El hombre dedicado al ocio – declaró Octave Uzanne ante quienes aquella noche escuchaban sus palabras en Londres – evita cada día más la fatiga, y busca con avidez aquello que llama comodidad, es decir, todas las oportunidades de ahorrarse, tanto como sea posible, el esfuerzo de sus órganos. Admitan que la lectura, tal y como la practicamos hoy en día – siguió diciendo a quienes atentamente seguían sus razonamientos -, conlleva un gran cansancio, ya que no sólo exige por parte de nuestra mente una atención sostenida que consume gran parte de nuestros fosfatos cerebrales, sino que, además, fuerza nuestro cuerpo en diversas y extenuantes posiciones (…) Cuando se trata de libros, la necesidad de pasar las páginas conlleva, a la larga, una exasperante molestia.(…) Por ello estoy convencido del éxito que tendrá todo aquello que fomente y cultive la pereza y el egoismo del hombre. El ascensor acabó con el uso de las escaleras en los edificios; del mismo modo, es probable que el fonógrafo destruya a la imprenta. Nuestros ojos han sido concebidos para ver y reflejar la belleza de la naturaleza, y no para estropearse en la lectura de textos; llevamos abusando de ellos demasiado tiempo, y no es necesario ser un sabio oftalmólogo para conocer la serie de enfermedades que amenazan nuestra visión y nos obligan a adoptar los artificios de la ciencia óptica».
«Nuestros oídos, por el contrario – siguió diciendo Uzanne ante sus interesados contertulios -, son requeridos con menor frecuencia: se abren a todos los ruidos de la vida, pero nuestros tímpanos no se irritan tan a menudo, no ofrecemos una hospitalidad excesiva en esos golfos abiertos sobre las esferas de nuestra inteligencia, y me place imaginar que pronto se descubrirá la necesidad de descargar nuestros ojos en beneficio de nuestros oídos. Será una compensación equivalente en nuestra economía física general (…)
Existirán entonces cilindros inscriptores tan ligeros como un portaplumas de celuloide, que contendrán entre cinco y seiscientas palabras y funcionarán con la ayuda de ejes muy finos, que cabrán en el bolsillo y serán capaces de reproducir todas las vibraciones de la voz (…) Respecto al libro, o mejor dicho, ya que el libro habrá desaparecido, respecto al escritor novel o escritógrafo, el autor se convertirá en su propio editor (….) El autor recitará su propia obra, la clisará en los rollos de grabación y pondrá él mismo a la venta sus cilindros patentados que se entregarán al consumo de los oyentes» (…)
«Los autores despojados del sentimiento de armonías de la voz y las inflexiones necesarias a una hermosa dicción recurrirán a actores o cantantes para almecenar su obra en los ya mencionados cilindros. Hoy tenemos secretarios y copistas; en el futuro habrá fonistas y declamadores que interpretarán las frases que les serán dictadas por los creadores de la literatura. Los oyentes no echarán de menos el tiempo en que se les llamaba lectores; su vista descansada, su tonificado rostro y su feliz indolencia señalarán todas las ventajas de una vida contemplativa.
Recostados sobre sillones o balanceándose en mecedoras, gozarán, en silencio, de las maravillosas aventuras que les proporcionarán los tubos flexibles, directamente colocados en sus oídos dilatados por la curiosidad. Ya sea en casa o de paseo –prosiguió Octave Uzanne -, recorriendo a pie los lugares más destacados y pintorescos, los felices oyentes sentirán el inefable placer de conciliar la higiene y el conocimiento, de poder ejercer los músculos y a la vez alimentar el intelecto, ya que se fabricarán fono-operágrafos de bolsillo, muy útiles para las excursiones en los Alpes o el Cañón del Colorado«.
Estas palabras, que dan noticia de una velada celebrada en la Royal Society, creación que Uzanne publicó en 1894 – hoy editada bajo el título «El fin de los libros» (Gadir) – lanzan la provocación de cómo podría ser el mundo de las artes y la literatura cien años después. Como se señala en el prólogo de esta pequeña obra, se anuncia la muerte del libro en…¡un libro!
Quizá fue entre los vapores del champán cuando esa noche John Pool, uno de los que escuchaban atentamente a Uzanne en sus profecías y declaraciones, declamó con ímpetu: «Los libros deben desaparecer o engullirnos. He calculado que se publican en todo el mundo entre ochenta y cien millones de títulos al año, de los que se imprimen de media mil ejemplares, lo cual nos da una cifra de más de cien millones de ejemplares, cuya mayoría no contiene más que grandes extravagancias y absurdas quimeras, y no sirven más que para expandir prejuicios y errores. Debido a nuestro estado social, estamos obligados a escuchar cada día buen número de tonterías; una más, una menos, tampoco representa ningún cambio excesivo de sufrimiento, pero ¡ qué placer será no tener que leer y poder al fin cerrar los ojos ante la nada de lo impreso!».
(Imágenes:- 1, 2, 3 y 4.-Andrea Mastrovito.- 2008.- Academia italiana de la Universidad de Columbia.-Nueva York)
