LOS AGUJEROS BLANCOS

TURNER.-Rain, Steam, and Speed.-1884.-Museum Syindicate

 

         » Me preguntan ustedes cómo ha sucedido y, la verdad, yo no sé qué decirles. Es la cuarta conferencia de prensa, ven ustedes que yo vivo humildemente, retiradamen­te, sólo Erika, mi mujer, es mi ayudante. Ella es la que les ha abierto la puerta y a ella la ven aquí, a mi lado. Ni a ella ni a mí nos gustan las entrevistas.

          Les diré lo que ustedes ya saben. Que fue el miércoles. A media mañana. Estaba limpiando este Turner. Este Turner ha dado ya la vuelta al mundo con tantas fotografías como le han hecho, y sin embargo no tiene nada de especial. Al menos, aparentemente. Es una copia de una copia. Una copia aceptable del célebre cuadro Lluvia, vapor, velocidad que pintó Turner en 1843. Yo tengo cuadros de ferrocarril por todas partes, como ustedes ven. Motivos de trenes. Otros tienen miniaturas, se dedican a otros coleccionismos. Yo escribo. Indudablemente colecciono cuadros de trenes, pero mi tarea –de lo que vivo y de lo que comemos mi mujer y yo– es escribir libros y dar clases en la escuela del pueblo de aquí al lado. La Selva Negra no da para más. Tengo mi pipa, mi cojera –mi reuma– y mi amor por la soledad. Ando todos los días. Desde hace años camino dos horas bajo los árboles. Quizá eso me hace amar el silencio y el paisaje. A mis alumnos en la escuela, cuando les interpreto el paisaje –cuando les hablo sobre el paisaje– les digo siempre que hay un paisaje exterior y uno interior, un paisaje presente cargado del pasado –del peso del pasado– y un paisaje futuro, que no vemos. Pero hay más. Hay un paisaje alto y un paisaje bajo, y sobre todo existe una densidad en el paisaje, algo que no sabemos apreciar porque no lo conocemos bien, nadie nos lo ha enseñado. Cada vez que hacemos una fotografía le robamos un instante al paisaje y a la vida, abrimos un hueco y lo absorbemos, nos llevamos algo fugaz para intentar fijarlo y ese segundo que creemos retener ya no volverá. Lo mismo ocurre con la pintura, aunque con un espacio mayor, con otras técnicas y otras características. Eso lo saben muy bien los fotógrafos y los pintores. O no lo saben, pero lo hacen.

          ¿Para qué les digo todo esto? Porque desde el miércoles me están llamando «El Loco». No, yo no estoy loco. Soy el profesor Martin Benn, un hombre sencillo, de sesenta y ocho años, metido entre libros, árboles genealógicos, un hombre al que la prensa de los últimos días ha calificado de huraño y que ustedes han podido comprobar que no lo soy. Les he invitado a café y mi mujer les ha puesto estas sillas para que estén más cómodos. Sólo les pido preservar mi intimidad. Siento no poder recibirles más que en este pequeño cuarto en el que hace frío, pero –les ruego– acérquense, acérquense más a esta chimenea.

          Les contaré una vez más mi pequeño descubrimiento. Se trata de la luz. Estaba yo, como les digo, limpiando este Turner que ven apoyado en esta mesa. ¿Qué se ve aquí? Un tren en la lejanía, una máquina que viene sobre un puente, difusa, luminosa, azotada por la lluvia y la niebla. Un tren que viene de la luz. Es la luz envuelta en la tormenta, diría que traspasando la tormenta, transgrediéndola, porque la luz, como ustedes saben, es devoradora, la luz aliada con el color prende en llamas la fantasía como se están prendiendo ahora estos troncos en esta chimenea que ahora ustedes miran fijamente. La luz me ha sorprendido a mí muchas veces en mi vida. No sólo la luz del bosque al amanecer o al atardecer, sino la luz en los cuadros, la luz que nace del amarillo de cromo, la luz del blanco de plomo, las luchas, los combates de la luz contra el bermellón, contra la laca roja, contra el violeta, contra el azul ultramar. Y sobre todo, las luchas de la luz contra el negro. La vida no es negra, a pesar de mi cojera, a pesar de la noche. Cada mañana, puntualmente, nace la luz sin que nosotros hagamos nada, hayamos trabajado o descansado, seamos heroicos o ruines. La luz viene del mundo de la noche, del caos, y cuando vi el miércoles esta máquina de Turner avanzar con su pitido de luz y rasgar la naturaleza como se rasga una gasa, expandiendo luz difuminada y envolviendo al mundo, me di cuenta de que esta copia que yo tenía guardaba algo escondido y me acerqué para mirar. Hay que mirar los cuadros como se mira la vida, y la vida hay que mirarla a la vez con unos ojos de sorpresa nunca habituados a la costumbre. Así acerqué mis pupilas a esta fría luz del cielo de Turner y, abandonando toda distancia y negándome a la perspectiva, entré en esas pálidas pinceladas en donde el rostro del día es abofeteado por la lluvia y el aire aparece como un gran estanque. Viajé en esa máquina de luz, pero al contrario de lo que me pasó hace un año con un célebre Monet –el de la Estación de Saint‑Lazare–, con sus nubes caracoleadas en el andén como cuerpos de ángeles, los mofletes de color gris, las volutas de la máquina fumando, el gas violeta, París entrevisto y plateado entre nácares y techumbres, ahora el cuchillo de la luz helada de Turner abría una herida en la neblina y no sólo atravesó el puente sino que se adentró en el tiempo, llevándome consigo. ¿De dónde venía aquel tren, de qué pasado? Son preguntas sin respuesta que me hago ahora ante ustedes como me las hice en aquel momento. Como les dije antes, la fotografía y la pintura pretenden arrancar un trozo de la tela de la vida y fijar la fugacidad enmarcándola en un lienzo o en un papel. Eso ya lo sabía. Sabía de la existencia de agujeros negros arrancados a la historia por los fotógrafos y los pintores. Lo que no conocía era la velocidad de la luz. Subido en aquella máquina fulgurante, el tren abandonó el puente y se precipitó tiempo abajo, hacia la Inglaterra del futuro. Entró en los verdes prados del porvenir. Así fue tocando la luz las campánulas azules, las anémonas, las violetas. Después, las luces mortecinas y húmedas de los pueblos al anochecer, las veredas, las granjas, la paz aldeana. Luego, como si fueran campanillas, hizo vibrar aquí y allá arbustos, las hojas de parra de un verde transparente, las hojas brillantes de un manzano, los sauces, los arroyos. Entró la espada de luz por los caminos amarillos y rodeó los maizales dorados y penetró en los mundos que ustedes conocerán sin duda directamente pero que yo tan solo puedo seguir por las películas inglesas en mi modesto televisor: tocó la luz el juego de criket en el prado, la falda de volantes de color cobrizo, las medias blancas, la labor de lana, los dibujos malvas de la taza de té, los pasteles, los bollos, las tartas, el tronco de chocolate. Tocó las sortijas en los dedos, la papada inglesa, el puente de Westminster, los autobuses rojos, el wisky con agua, las gaviotas. Tocó el enrejado con rosales, el frac, el sombrero hongo, el bastón de puños de oro, el día sulfuroso, la niebla espesa. Tocó la pamela violeta y un caballo al trote que pasaba montado por una gorra roja. Tocó la polvera dorada, la caja de música, los páramos, las marismas, las rocas blancas y los grandes ramos de claveles en la biblioteca. Tocó las cortinas de brocado verde y la cama con dosel de seda rosa. Tocó los labios húmedos de aquella muchacha que se giraba soltándose el moño de su pelo castaño sujeto con horquillas y en ese momento sentí el pinchazo.

          El resto ya lo saben. Estaba solo. No pude llamar a nadie. Erika había salido al pueblo y no volvería hasta media tarde y yo, despacio, intenté volverme y recuperar­me sin un grito porque creía saber qué debía hacer en esos momentos. Ya me había pasado algo parecido hacía tiempo ante una pintura de una vela roja y ante un cielo tratado con plata bruñida. Pero esta vez no ocurrió así. Como ustedes saben, la luz no tiene edad. Carece de anchura, de hondura. ¿Qué significan años de luz? ¿Por qué no decir en cambio milenios de luz? ¿Y qué son los milenios? ¿Dónde comienzan? Cuando uno es pequeño, en la oscuridad, se toma la mano de la madre llamándola en la distancia y se espera angustiado salir de la pesadilla. Cuando uno ya no tiene madre, da igual, se sigue llamando –más aún cuando se acerca la vejez– y se sigue gritando «¡Mamá, mamá!». Pero todo eso sucede en la oscuridad, cuando uno palpa las telarañas de la negrura y no se sabe cómo salir. Uno, sin embargo, siempre sale porque siempre existe una puerta. Pero, ¿y la puerta para salir de la luz? ¿Es que hay una puerta? ¿A quién se llama?

          Me encontré entonces muy lejos de Inglaterra, muy lejos de Turner, solo, envuelto en luz total, luz como techo, como suelo y como pared. No se oía ningún ruido y no entraba ni una rendija de sombra ni un mínimo contraste. Intenté moverme para orientarme, y como no estaba acostumbrado a la luz desnuda me asombraron los pequeños granos iridiscentes y pulverizados que despedían los haces. Estaba en una especie de bosque petrificado, que tampoco era bosque, sin espacio, ni redondez, ni relieve. La máquina de Turner había vuelto al tiempo y me había dejado allí, en aquel agujero blanco, un sumidero de energía que se había tragado toda oscuridad. Entonces, como quería huir de allí, moví delante de mí los bastones de mi retina para no tropezar con las fuentes de luz y procuré hurgar el hueco de un claroscuro. No lo conseguí. No había nada. Los agujeros blancos carecen de paisaje. Les aseguro que es un tormento sentirse completamente solo y olvidado así, en plena luz, sin ninguna esperanza de salida. Recordé entonces aquella pregunta de Dios a Job: «¿Cuál es el camino para las moradas de la luz? Y las tinieblas, ¿cuál es su sitio para conducirlas a sus dominios y enseñarles los senderos de su casa?». Yo desconocía el sendero para volver y no sabía dónde me encontraba. ¿Dentro del sol? ¿Alrededor del sol? ¿Más allá del sol? Aquello era una estancia cerrada y tardé en acostumbrarme a aquel agujero blanco que se movía conmigo.

          Eso fue el miércoles.

          Sigue siendo miércoles.

          Sigo estando ahí, señores. Sigo aquí, en el agujero blanco.

          No sé, no me imagino dónde están ustedes, ni en qué día están.

          No les veo. No puedo verles. No puedo ver a nadie. No puedo salir.

          Sé que están ahí, delante de mí ahora, seguramente en esta habitación, porque mi mujer me lo ha dicho, porque ella les ha convocado para que me vean.

          Pero no estoy ciego.

          Es lo contrario de la ceguera.

          Es el fulgor.

          Por eso llevo estas gafas negras.

          No puedo. No puedo salir de aquí. Estoy encerrado en la luz. No puedo salir.

          Y ahora, para acabar con todo esto –y para que nadie se acerque ya a esta pintura–, Erika, mi mujer, arrojará este Turner a las llamas de la chimenea».

(José Julio Perlado: «Los agujeros blancos», finalista en el Premio de Narraciones «Antonio Machado» 1996.-Publicado en «Narraciones breves «Antonio Machado».-Fundación de los Ferrocarriles Españoles.-1997)

(Imagen: W. Turner.-«Rain, Steam, and Speed».-National Gallery de Londres.-Museum Syndicate)