¿ EL FIN DE LA PROSPERIDAD ?

«Qué sonido vibra alto en el aire

Rumor de maternal lamento

Qué hordas encapuchadas hormiguean

Por llanuras sin fin, tropezando en las grietas de la tierra

Cercados por el liso horizonte

Qué ciudad es esa sobre las montañas

Que se resquebraja y ajusta y estalla en el aire violeta

Torres que se derrumban

Jerusalem Atenas Alejandría

Viena Londres

Fantasmal».

T.S. Eliot: «The Waste Land»

Eliot ronda una vez más las sacudidas de la actualidad. El 29 de septiembre lo cité a propósito de la Crisis en Wall Street ( y por su parte también lo hizo Una temporada en el infierno). Hoy la crisis no está sólo en Wall Street sino que está extendida. La Revista Renacimiento, en su número 59-60, acaba de dedicar un monográfico a Eliot. Stephen Spender, en la intervención que sobre Eliot tuvo en Barcelona en 1988 y algunos de cuyos fragmentos se publican en este monográfico, habla de que «The Waste Land» «hacía referencia, como yo creo – dice -, a la idea del fin de la Civilización (…) Al final de los años veinte y principio de los treinta, parecía realmente pertenecer a esa serie de libros escritos en el caos de la época y que pertenecían a este fin de la Civilización Occidental».

Estos días Time se pregunta -acompañando a esta fotografía de las colas del paro en el Chicago de 1931 – si esto es el fin de la prosperidad.

El fin. Todo el mundo habla del fin de algo.

Y todo el mundo dice que no estamos en el fin sino en el principio.

(Imágenes: Fráncfort-foto: Ralp Orlowski/Getty.-Time/ Chicago, 1931.-foto: Peter Macdiarmid/Getty.-Time)

«ADRIANO» DE YOURCENAR

«Los dioses no estaban ya, y Cristo no estaba todavía, y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único en que el hombre estuvo solo». Esta frase de Flaubert que Marguerite Yourcenar leyó en 1927 fue uno de los desencadenantes de las «Memorias de Adriano«. «Gran parte de mi vida – dijo la novelista – transcurriría tratando de definir, y luego de pintar, a ese hombre solo y, por lo demás, unido a todo». Labor constante, transpiración perpetua. Cuando se imparten cursos de creación siempre se divide en dos la gran esfera: por un lado, antes de nada, la inspiración; por otro lado, después de todo, la realización, es decir, la disciplina, el quehacer, la tenacidad en encontrar soluciones a los inevitables  problemas; en resumen, la transpiración:  dedicación y  concentración.  99 % de talento, 99% de disciplina y 99% de trabajo, decía Faulkner. Muchos hallan de improviso la inspiración y muchos también abandonan o empobrecen la realización porque la disciplina les parece ardua y les supera.

La exposición «Adriano, imperio y conflicto«, abierta en el British Museum de Londres hasta el 26 de octubre, nos lleva otra vez a esta enigmática figura a la que Yourcenar hizo hablar, creando unas Memorias inventadas, y alcanzando con ellas una cumbre en la novela histórica. Seguir el rastro de la transpiración de la escritora es algo apasionante por los vericuetos que nos presenta, por los atajos que recorre, por los logros que consigue. «Este libro tiene una larga historia – dirá ella en 1951, en una de sus Cartas -. Lo empecé hará más de veinte años, en una época de la vida en que aún se padecen ciertas suficiencias, ciertas imprudencias… Lo volví a coger en 1936, dándole su forma actual, las memorias de un hombre que hace un repaso de su vida desde la perspectiva de su próxima muerte. Pero no escribí más de quince páginas. Aún no estaba lo bastante madura, en aquella época, para llevar a cabo este proyecto tan amplio».

En febrero de 1949 reemprende la redacción de «Adriano» donde la interrumpió en 1937. Tiene que tomar el tren para Chicago, luego para Santa Fe, en Nuevo México, y durante un viaje de dos días escribe sin parar. «Me llevaba las hojas en blanco conmigo para empezar de nuevo ese libro, como un nadador que se tira al agua sin saber siquiera si alcanzará la orilla. Hasta muy tarde en la noche, trabajaba en él entre Nueva York y Chicago, encerrada en mi coche-cama. Y todo el día siguiente, en el restaurante de una estación de Chicago, donde esperaba a un tren bloqueado por una tempestad de nieve. Luego, de nuevo hasta el alba, sola en el coche de observación del expreso de Santa Fe, rodeada por las grupas negras de las montañas del Colorado y por el eterno dibujo de los astros. Los pasajes sobre la comida, el amor, el sueño y el conocimiento del hombre fueron escritos así de una sola tirada. No recuerdo haber vivido día más ardiente ni noches más lúcidas». Esta es la transpiración de Yourcenar como transpiración era el escribir de pie de Hemingway, creando sobre la superficie de un atril a causa de sus problemas de espalda o transpiración era la de Thomas Mann, viajando también en tren a Chicago y escribiendo allí, en el mismo vagón,  el capítulo catorce de Doktor Faustus.

Toda profesión humana lleva consigo un esfuerzo y él arrastra consigo un natural cansancio. La creación es un quehacer más. En el caso de las Memorias de Adriano (Pocket Edhasa), los Cuadernos de Notas de la autora reflejan parte de esa constancia y de esa paciente elaboración. «Solía escribir en griego durante una o dos horas – confiesa – antes de ponerme a trabajar, para acercarme más a Adriano«. O también:  «Había tomado la costumbre, cada noche, de escribir de manera casi automática el resultado de esas largas visiones provocadas donde yo me instalaba en  la intimidad de otros tiempos». Y en otras ocasiones al no trabajar: «Hundimiento en la desesperación de un escritor que no escribe». Al fin su personal hallazgo, el tono esencial:    «Retrato de una voz. Si decidí escribir estas Memorias de Adriano en primera persona, fue para evitar en lo posible cualquier intermediario, inclusive yo misma. Adriano podía hablar de su vida con más firmeza y más sutileza que yo».

Tal fue la transpiración de Marguerite Yourcenar – como la de tantos otros seres humanos. Fue la transpiración, el tesón, la elaboración constante de esta autora, aquella que firmó una gran definición: «Una de las mejores maneras de reconstituir el pensamiento de un hombre es reconstituir su biblioteca».

(Imágenes: Adriano.-Museo Bitánico/ Marguerite Yourcenar)